EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

Cuando llega a la orilla está extenuado. Apenas puede respirar. Si tuviera el Ventolin se abrazaría a él. ¿Por qué lo dejó en el hotel?

Se sienta en la arena, en posición fetal, y cierra los ojos, para concentrarse mejor en la respiración. Tiene que lograr que el diafragma se relaje. Asfixiado no se va a morir con las bocanadas que está dando.

A medida que recupera el aliento, nota que todo ha regresado. Hasta cree escuchar la misma lambada de hace veintiséis años, cuando vino con sus amigos de vacaciones.

Finalmente, cuando siente que puede ponerse de pie, abre los ojos. El pecho le silba como hacía mucho que no le pasaba, pero lo que más le importa es que le ganó al mar, como cuando era chico, y a la máquina metálica monstruosa como cuando era… ¿qué? Nada, solo una alucinación, como la de la playa vacía.

Los brasileros de la pelota que siguen jugando en el mar, la gente recostada en la arena; las sombrillas, las reposeras, el fútbol playero, los vendedores de choclo y la música de los autos estacionados al lado de la playa; todo está donde estuvo. Incluso el sol sigue más o menos en la misma posición que cuando metió la cabeza debajo del agua por primera vez. Minutos deben de haber pasado. Quince, cuando mucho, si cuenta los que lleva afuera, tratando de recuperar el aliento.

Mira alrededor hasta que ubica a Ana. Está tomando mate mientras sigue con el celular; ahora, sentada de piernas cruzadas, escribiendo.

—Ya estoy —le dice cuando llega, soltando el resto del aire de a poco, para que ella no sienta que el pecho le silba.

—Apareciste justo a tiempo, porque acabo de empezar el mate. —Le ceba uno y estira el brazo bronceado para entregárselo.

Gaspar lo recibe y aprieta la bombilla metálica con los labios mientras la mira y reflexiona: ella con su iPhone y su madre con la revista Hola, cuando el celular aún no existía; ambas tan ajenas a la muerte que él conjuró y ha vuelto a conjurar.

No le gusta lo que siente mientras la observa. Es enojo.

Pero ¿qué culpa tiene Ana? No lo sabe. Pero es enojo. Uno puro y duro que no ha sentido en años, y no precisamente con su madre; aunque tampoco sabe con quién. Quizás este enojo no lo haya sentido nunca antes.

«Ajena», se dice mientras la mira. Y ahí recuerda cómo empezaba aquel poema:

 

«Una luz en la noche

camina sobre mar ajeno.»

 

Y se acuerda de algo más: ese poema lo escribió aquí mismo, en Florianópolis, mientras sus amigos se mataban con caipiriñas.

Él ama viajar y no hay país que le haya disgustado, pero Brasil siempre le provocó rechazo desde la primera vez que vino, que fue cuando escribió el poema y todas las que vino luego. Siempre incómodo, como ahora.

—¿Vamos? —le dice a Ana mientras le devuelve el mate.

—¿En serio, Gaspar? —Y señalándole el sol—: Está por atardecer. Quedémonos.

—¡Quedate vos! —le dice, conteniendo el gruñido todo lo que le es posible—. Yo me vuelvo al hotel.

—¿Estás bien? —Por debajo de los rulos castaños, sus ojos marrones lo escrutan.

—Sí. Tengo ganas de irme, nada más. —Le sostiene la mirada, tratando de lucir lo más apacible posible. Y cuando no puede más, se agacha para recoger sus cosas.

—Esperame un toque que guardo todo —dice ella, sin ocultar la frustración.

… Y él no la esperaría. Tiraría todos los bártulos que se trajo al mar. O se los regalaría al primero que pase, total los puede comprar diez y cien veces nuevos. O le diría que se quede hasta que se le cante, pero que él se va. ¿Por qué tienen que ir juntos a todos lados?

Pero la vuelve a mirar y se reencuentra con la Ana comprensiva, con la que le puso el hombro este último año y con la Ana que es una aplanadora con la vida. Madre soltera desde los veinte, la mina no se acobardó. Cría a su hija sola, sin que el padre le pase un mango, se recibió casi en tiempo en la universidad y labura desde los dieciocho.

Ana no se merece su enojo.

— Dejá. Quedémonos. Está lindo el día.

—Vos tendrías que haber venido con una pelotuda de pareo y sombrero de paja que te diga que sí a todo.

—Perdón. —Le extiende la mano.

—Estás muy loco, chabón. —Ana se la toma mientras sonríe.

—Sí, no me des bola. —Él también sonríe, y la bruma del enojo incomprensible se le esfuma al instante.

—Los viejos se van poniendo pelotudos o malhumorados. —Ella le entrega un mate mientras lo mira a los ojos. Él sabe que está tratando de descubrir qué le pasa, y estaría bueno que lo logre, así le podría pedir que le explique de dónde le salió todo esto.

—¿Y vos qué elegirías? —La mira, cómplice.

—Obvio que pelotudo, así te esquilmo cuando estés un toque más gagá.

—Mirá que resultaste guachita.

—Ahora, si me disculpás, preferiría terminar de leer mi capítulo.—Le enseña el teléfono.

—¿Leés en el celu?

—Obviamente. Cuando te acostumbrás, te leés un libro por semana, Gaspar. Deberías probarlo, a ver si así hacés menos boludeces. —Le guiña un ojo.

—Bueno, ya veo —le contesta luego de reírse—. Mientras tanto seguí leyendo vos, a ver si tenés fuerzas para la noche con este viejo gagá, pendejita —le contesta mientras le devuelve el mate que se tomó de una chupada.

El aire le ha vuelto a los pulmones. Los alveolos vuelven a estar ocupados sanamente. Pero el enojo, como la cosa metálica en el fondo del mar, lo rondan…

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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