EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

Abre los ojos. Por las cortinas traslúcidas de la habitación se filtra el atardecer. Mira el reloj del celular. La hora y pico de siesta le ha resultado bastante reparadora.

Ana debería estar ya en su casa. ¿Y si la llama? Pero ¿para qué? No se le ocurre qué le diría que no lo haga sentirse como un idiota.

Lee sin leer las notificaciones que tiene en el celular, la mayoría consultas de los programadores que, seguro, se han trabado con las mismas pelotudeces de siempre. Millenials del orto: sin los papis que les digan todo lo especiales que son, no saben hacer nada solitos… Y allí está: otra vez el enojo. ¿Qué tienen que ver ellos? Peor sería que no lo consultaran.

¿Qué carajo le pasa? Ve cosas que no son, se enoja por todo, hace pelotudeces como dejar en banda a una mina copada en un aeropuerto y, para rematarla, vino a este lugar porque se le ocurrió de la nada, de la nada misma que es su cabeza. Hace un intento por releer las notificaciones y, por suerte, nada requiere de respuesta. Los pibes están laburando un domingo y, por los avances que le notifican, ¡bien que llevan las cosas! Él, a su edad, boludeaba los domingos y no laburaba como ellos.

Les responde que lo están haciendo muy bien.

Tarado, eso es en lo que se ha convertido desde que alucinó bajo el agua con un submarino nazi equivocado.

Saca el cargador de la valija y enchufa el celular, que estaba famélico. Apenas tenga batería decente, baja a comer, porque él está igual que el celular. Por eso le pegaron las birras.

Se acerca a la ventana y descorre las cortinas. No es la mejor habitación la que le dieron, pero por lo menos algo de playa puede ver. Desde la planta superior en la que se encuentra, nada se le interpone con la visual y puede ver el mar y la línea del horizonte que se confunde con el cielo.

¿Por qué dijo que el submarino era el equivocado? Enseguida, como respuesta, se le viene de nuevo ese año: 1963.

Piensa en si le suena por algo, ¿algún conocido que nació en esa fecha? ¿El aniversario de algo? Sí, lo mataron a Kennedy. Con la cantidad de series y películas al respecto, no hace falta ser una lumbrera de la historia para saberlo.

¿Y si guglea todo lo ocurrido ese año en el mundo? Una visita a Wikipedia bastaría, pero algo le dice que no lo haga. Mejor que se quede con esa fecha en la cabeza y la deje dando vueltas, oreándose, como suele hacer en su agencia con las campañas de los clientes hasta encontrar «esa» idea que da en el blanco.

Se enfoca en el mar, en la parte lejana, la del el horizonte. Y por fin algo le es familiar. Quizás son el color del atardecer y la vista los que le traen un recuerdo. O bien podría ser su imaginación, aunque si lo fuera, no sería tan vívida como lo son los recuerdos, con muchos más detalles y nitidez. Hace cuarentaisiete años que vive con su cabeza y le conoce todos los trucos. O casi todos, si considera el que le está haciendo desde ayer, con estas imágenes como las de ahora que no sabe de dónde le salen.

Sí, el submarino estaba en la misma dirección donde mira ahora, a unos cuantos kilómetros de la costa. Recuerda a alguien yendo en un barco pesquero, con traje de buzo, acomodándose las patas de rana previo a sumergirse.

Deja de mirar el mar. En la playa, unas personas de blanco, las mujeres con vestidos sueltos y largos, y los hombres con pantalones holgados, han comenzado a encender una fogata. Esa imagen también le resulta conocida. Olinda solía hacerlas con un grupo similar… Olinda, la mulata que no estaba en ninguna foto de ninguna revista. A ella también la acaba de recordar. También su choza, cerca de esta playa de Ubatuba, cuando São Francisco do Sul era poco más que un pueblo grande.

De repente, Gaspar se siente como un amnésico que va recuperando gradualmente la memoria.

El problema es que jamás ha tenido amnesia. «Al menos que recuerde», se contesta en broma. Ni accidentes, ni antecedentes, aunque fueran familiares, y tampoco toma psicotrópicos, ni siquiera para dormir.

El problema es que estos recuerdos son de 1963 y él no había nacido.

Al olor especiado de la comida que comienza a entrar por la ventana también lo reconoce: feijoada, pero de estos días. Ese olor le recuerda que tiene hambre.

Le cierra la ventana al típico aire húmedo de la costa brasileña y sale de la habitación en búsqueda de ese lugar para comer.

Ya en la calle, identifica la fuente del olor: un restorancito que está algunos metros más allá, en la esquina. Las mesas de la vereda le parecen acogedoras. Elige la que está más en el rincón y se sienta enfrentado a la playa, que está cruzando la calle. Un mozo le deja la carta, pero él ni la mira: va a comer la feijoada y, aunque es probable que no tengan vino, lo pide por las dudas.

Un momento después, juguetea con el tinto en la boca. Estuvo muy bien insistir como lo ha hecho todos estos días. Y, si bien es un Santa Julia, por los menos es argentino. Se lo sirve el dueño del restaurante, que también es de allí y con la crisis del 2001 vendió todo en su país y abrió este restaurante en la playa.

Aprovechando de que su coterráneo tiene ganas de hablar, Gaspar le sonsaca que no se hace rico, pero tampoco la pasa mal.

—Vivir en Brasil está buenísimo —concluye cuando le deja la feijoada.

Mientras come, Gaspar Moureau se abstrae con la vista nocturna de la playa. Solo los jóvenes de blanco, que siguen con su fogata, rompen con la extensión de arena gris y el vaivén del mar ennegrecido.

Al oír que han comenzado con los tambores y los cánticos, Gaspar siente que le vuelven otros recuerdos. El submarino nazi está unos treinta kilómetros mar adentro, hundido. Su fantasma lo fue a buscar a Florianópolis para que viniera aquí.

Se sonríe por la ocurrencia. Ve la rueda que han hecho las personas alrededor de la fogata y entonces recuerda a Olinda. La risa se le va. «Umbanda», se dice. Todos ellos están haciendo una ceremonia umbanda.

Una nueva imagen se le aparece. Es una iglesia pequeña.

Él la posterga mirando al interior del restaurante. Ubica al dueño, levanta la mano para llamarlo y el argentino se le acerca.

—Decime, ¿hay alguna iglesia cerca? —le pregunta Gaspar.

—Sí, está a unas cuadras.

—¿La de San Pedro?

—Sí, esa. ¿La conocés?

¿Cómo conocerla?, se pregunta Gaspar, si es la primera vez en su vida que está allí.

—Creo que sí —le responde, sin embargo.

Porque de alguna manera la recuerda. La puede ver nítida en su cabeza.

—Es chiquita —le dice el dueño del restaurante.

—Es la de la capilla de piedra, ¿no?

—Tal cual.

—¿Me traés la cuenta?

—¿Postre?

—No, gracias. —De repente, Gaspar solo quiere ir a esa iglesia.

—Te traigo un café con brigadeiros que hacemos acá. Nos salen alucinantes.

Gaspar se empieza a impacientar. A enojar. Él quiere irse, no que un argentino pelotudo, porque charlaron dos palabras, se crea que ya son amigos. Típico de argento en el exterior. Ve a otro y ya piensa que son, no amigos, ¡hermanos!

—Dale, te acepto, pero te los pago —vuelve a contradecir lo que piensa con lo que dice.

Se va a quedar. No se va a dejar ganar por ese enojo submarino que le hace oleaje en las entrañas.

—¡Ni loco! Invita la casa —El dueño le guiña un ojo y levanta un pulgar.

—Escuchame, te hago una pregunta, ¿por casualidad no sabés si por acá hay un submarino hundido?

—¿El de los nazis? —Gaspar asiente y su nuevo «amigo» sigue—: Hay uno más al sur. Salió en las noticias cuando lo descubrieron…

—¿En el ’63?

—No, che, mucho después… —Frunce el ceño un momento—. Creo que en el 2011 o el 2012, no me acuerdo bien.

—¿Es el U-3523? —dice Gaspar, que sigue ignorando de dónde le salen todos esos datos tan certeros. De hecho, solo le erró a uno.

—¡Ah, che, me mataste! Tanto como eso no sé. Pero el cocinero sabe bien. Te busco el café y los brigadeiros y ya te digo lo que averigüé.

Gaspar vuelve a mirar el mar que, ennegrecido, refleja las luces de la costa. «Una luz en la noche/camina sobre mar ajeno», recuerda el poema que había escrito. Se pregunta cómo seguía. ¿Y cómo acordarse? Lo escribió cuando tenía la mitad de los años que tiene ahora.

Cuando vuelva a casa, va a ir a la caja que tiene arrumbada en la baulera y lo buscará en el libro. Aunque, ¿para qué esperar, si lo tiene guardado en la nube? Acaba de acordarse.

Entra desde su teléfono y, efectivamente, luego de revolver un poco entre las carpetas, encuentra el archivo. Lo abre y lee:

 

Una luz en la noche

camina sobre mar ajeno.

 

Tres segundos me bastaron para saber

que la arena me estimula

a sumergirme en el mar.

 

No es cierto

que el instinto primitivo ha muerto.

No es cierto

que las luces se hundirán.

 

Al leer la primera parte del poema, Gaspar recuerda exactamente que era de noche, como ahora, y caminaba por la playa, solo, mirando el mar. Había dejado a sus amigos borrachos en el departamento que habían alquilado por las vacaciones y, al ver las luces de la costa, sintió algo parecido a lo que ha estado experimentando durante estos últimos días. Una conexión instintiva, algo primitivo que, en aquel entonces, lo capitalizó en un poema, y ahora en la forma de un acertijo que tiene que descifrar; porque esos recuerdos —está cada vez más seguro de que eso deben ser—, no le salen de la nada.

—Café y brigadeiros —le interrumpe la lectura del poema el dueño del restorán.

Gaspar le sonríe con los labios apretados, obligado a la cordialidad, a la vez que resopla por la nariz.

—Ah, y dice el cocinero que podría ser ese submarino que decís. ¿De dónde sacaste ese dato? ¿Sos investigador o algo así?

—No, me parece que lo leí por ahí el otro día —miente Gaspar—. Tomá, cobrame, que me voy. —Le entrega la tarjeta de crédito.

—Listo, ya vuelvo. ¡Que disfrutes! —Con las cejas le señala el plato de brigadeiros, cinco bolitas similares a bombones, y la taza de café que le acaba de dejar sobre la mesa.

—No lo dudo. Lucen muy buenos. Muchas gracias, en serio. Incluime una buena propina para tu gente ¿eh?

El dueño lo deja nuevamente solo y, si fuera por Gaspar, saldría corriendo y se sumergiría en el mar, como dice su poema, a buscar el submarino. Seguiría ese instinto primitivo hasta el fondo.

«¡U-3523!», se dice por dentro. Ya no es casualidad. ¿Seguiría el instinto? «Nada de “seguiría”». Lo va a seguir. Nada de potenciales. El verbo en potencial es para la duda, bien lo sabe desde aquella época que escribía y que luego aplicó en las campañas publicitarias de su agencia. Lo decide ni bien se pone el primer brigadeiro en la boca y, tras morder el cascarón de fideos de chocolate de ese bombón, se le derrite la mezcla de leche condensada, manteca y cacao.

Nada de dudas. Va a quebrar la capa dura de estos acertijos que se le aparecen en forma de recuerdos y va a llegar al fondo. Excepto la fecha del descubrimiento del submarino, todo lo que ha visto finalmente le ha ido coincidiendo.

Se limpia la boca con un trago de café y manda un mensaje de texto a su asistente: se queda en Brasil un par de días más.

Al dejar la mesa, hace el ademán de cruzar la calle e internarse en la playa. Los umbanda siguen con sus tambores, sus bailes y sus cantos. Entonces se detiene y piensa. Piensa y siente.

Da vuelta a la esquina y se interna por el pueblo. No tiene duda. Al llegar a la siguiente esquina dobla a la izquierda, camina dos cuadras y luego a la izquierda nuevamente. Unos metros más adelante, como esperaba, se encuentra finalmente con la iglesia de São Pedro y su capilla de piedra, tal como la recuerda.

Allí vino con Olinda en 1963, cuando era francés, buceaba y se llamaba Édouard.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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