EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

 

I. GASPAR

«Una luz en la noche camina…», el verso inconcluso toma por sorpresa a Gaspar, que intenta recordar cómo sigue. ¿Así empezaba el poema que escribió? ¿Y cuándo lo escribió?

Saca cuentas y se sorprende: décadas, ya. No le cae la ficha de que el tiempo le está pasando. Veintiséis años, para ser exacto, que vino con sus amigos a esta misma playa. Eso sí recuerda, pero no el poema. En aquel entonces el mundo era todo promesas para él y, como buen veinteañero, sentía que iba a vivir para siempre.

En realidad, para él no pasaron los años en su cabeza. En su fuero íntimo, lo sabe muy bien. Porque cuando se mira en el espejo del baño, se ve las canas y la panza. Y si aparta la vista, en la bañadera lo esperan los champús anticaída y las cremas nutritivas. Y por detrás del espejo, en el botiquín, pastillas y jarabes están listos para rescatarlo. Ah, y un Ventolin aerosol que siempre tiene por si el asma, ingrata que abandonó hace mucho tiempo a sus pulmones, quiere volver. Un remedio en desuso, porque hace años que no la dejan instalarse en sus alveolos, demasiado ocupados en mantenerlo vivo a fuerza de respirar.

Gaspar Moureau podrá tener cuarenta y siete, pero sigue respirando como cuando tenía veintidós y pretende hacerlo por muchos años más.

Ana, que está por cumplir treinta, puede dar fe. Mira por sobre el hombro y la ve. Sigue donde la dejó, boca abajo sobre la lona, mirando el celular. La ve deslizando el dedo sobre la pantalla, así que es Instagram o Twitter. Por suerte la cortó bastante con las selfis, porque los primeros días se había puesto un poco intensa y cada veinte minutos tenía que plastificar una sonrisa para que ella sacara la foto de los dos en el restorán, en el balcón del hotel, en la playa, sobre la arena, en la playa adentro del mar.

«Una luz en la noche camina…», insiste, pero no hay caso. El único que camina es un escarabajo que le está pasando cerca del pie. La luz del sol le da sobre el caparazón y le confiere un brillo azul tornasolado.

Se queda mirando cómo el insecto se abre paso entre la arena, y eso le dispara una metralla de imágenes que se suceden vertiginosamente. Primero son de un pueblito costero, luego una ciudad con edificios y autos de otra época, después de un desierto. No entiende de dónde le salen, pero entre ellas le aparece cada tanto un escarabajo, pero no como el pobre bicho que ahora tiene un paso más allá, sino uno hecho de alguna piedra azulada.

«Lapislázuli», piensa en el acto. Y no tiene idea de joyería ni de piedras preciosas, aun así algo le dice que ese es el nombre de la piedra, quizás la intuición.

A él también le da el sol, en el caparazón de su incipiente pelada. En aquel entonces, además de escribir poesía, tenía el pelo largo. Hoy lo tiene corto de peluquería cara. Y más vale que se moje la cabeza.

Apura el paso y se mete en el mar. Cuando el agua le llega a la cintura, se sumerge. El alivio en lo raleado es instantáneo. Con los ojos cerrados, siente mejor la frescura del agua. Se concentra en los sonidos: el rugido de las olas, allí debajo, es mucho más apagado. También identifica alguna que otra voz, sobre todo la de los brasileros que juegan cerca de él con una pelota.

Antes de quedarse sin aire, prueba a abrir los ojos. No se va a ir de Florianópolis sin haberlo hecho. El agua del mar siempre le hace arder los ojos, pero no se resigna a que los demás puedan y él no. «A la una, a las…» y los abre. Si llegaba al tres, no los iba a abrir.

Aguanta el ardor inicial y trata de ver el fondo: arena que se mueve y algunas piedras más o menos como las que encuentra en la playa. Ningún tesoro. Gira y distingue los cuerpos de los brasileros, que siguen jugando con la pelota.

Evita preguntarse cuánto lleva aguantando el aire: eso lo hubiera hecho salir a la superficie en el acto, como cuando hace gimnasia con YouTube y esquiva mirar los segundos que faltan para terminar la serie de ejercicios.

Unos segundos después vuelve a girar bajo el agua y mira mar adentro. Al principio le resulta algo turbio, como si hubiera niebla bajo el agua, pero a lo lejos alcanza a distinguir algo. Es grande, metálico y oscuro. Está quieto, expectante. Lo observa un rato, y se siente atraído. Iría hacia allí si no fuera porque los pulmones le queman.

Saca la cabeza del agua y da una bocanada. El corazón le late rápido. Mientras recobra el aliento, piensa en cómo hacen los buscadores de perlas para aguantar tanto el aire bajo el agua. Si él estuvo medio minuto, se debería dar por satisfecho.

Repuesto, vuelve a sumergirse y mira en la misma dirección. El mar le parece más límpido, pero ese objeto no está. ¿Qué era? ¿Un tanque? «Un flash. Eso es», se contesta.

Saca la cabeza nuevamente y mira la playa, que ahora está bastante lejos, como si él hubiera estado yendo en dirección a eso metálico que vio.

… Y vacía. Los brasileros de la pelota no están. La playa está desolada y el sol ya no pica. Mira arriba y no lo ve. Como si estuviera anocheciendo.

Pero ¿cuánto tiempo estuvo debajo del agua? ¿Dos horas? Salvo que sea Aquaman… «Listo», corta de cuajo la pavada y empieza a nadar hacia la orilla. Demasiada alucinación por hoy. Pero más bracea y más se aleja de la costa, porque ya no es playa por lo lejos que le parece. ¿O será que se está quedando sin fuerzas?

No. Él no tiene cuarentaisiete. Tiene la mitad. Así se lo propone. Va a bracear como si tuviera el mundo por delante, listo para que él lo conquiste. Pero su proposición ceja unos minutos después, y peor: eso metálico se le acerca para llevárselo consigo al fondo del mar.

En un momento del braceo recuerda cuando era chico y había ido a la costa argentina con los padres. Las olas lo llevaban cada vez más adentro y el asma le convertía los pulmones en piedra y le decía que dejara de respirar, que ya estaba, que se entregara. Y a esa voz se sumaba la de su madre cuando le contaba que más de una vez lo había visto ponerse morado de bebé.

… Pero a último momento respiraba. Siempre lo hacía. Y así como aquella tarde él braceó y braceó hasta que llegó a la orilla, hoy va a hacer lo mismo, incluso con el asma estrujándole los pulmones como en aquel entonces y como ahora. Sí, porque tiene un brutal ataque. Y el objeto oscuro que vio bajo el agua está cada vez más próximo. Ya puede sentir que de esas entrañas salen sonidos. Rechinar de metales y motores que quieren volver a la vida y crujen en el intento.

Podría levantar la mano y pedir ayuda, pero ya no hay nadie en la playa. Lo ve claramente. Son el mar y el monstruo metálico alargado contra él. Y les va a ganar.

Fija la mirada en un punto de la orilla, una sombrilla que acaba de aparecer de la nada y enseguida la reconoce: es la que tenía su madre en aquel entonces. Nada en esa dirección, solo que ya no es aquel niño. Ahora sabe que no tiene que ir directo, sino en zigzag para vencer al oleaje del atardecer, que engulle. Con los años lo aprendió.

Se tranquiliza y regula la intensidad, para que cada brazada y cada bocanada no sean desesperadas. Les va a ganar al mar y al objeto metálico.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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