EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

1963

Cuando no podía sostenerle la mirada a Olinda, Édouard miraba el mar. Pero ella se interponía entre él y lo que lo había traído a la isla de São Francisco do Sul.

¿A qué había ido al centro? A hablar con sus amigos del barco pesquero, porque saldrían mañana. Sin embargo, ella se encargó de completar esa verdad a medias: el empleado de la oficina de telégrafos era de su mismo grupo de umbanda. Ah, sí, también había ido ahí, le reconoció, a pedir unos repuestos para su equipo de buceo, no fuera cosa de que se le rompieran y… Ella no lo dejó terminar. De su falda blanca sacó el telegrama que él le había enviado a Nicole, con sus deseos de feliz cumpleaños y la confesión de que aún la extrañaba. Cada palabra de las allí escritas en nada se asemejaba a algo que sirviera para reponer las partes de su equipo de buceo. O sí, pero para intentar reparar una relación que Édouard le había dicho que estaba rota, cerrada y olvidada.

Acorralado, el francés confirmó la buena decisión que había tomado al dejar de postergar el propósito por el que había venido. Él no estaba para enfangarse en amores y hacía días que tenía la ubicación del submarino hundido. Mañana mismo iría por él. Tenía todo el equipamiento en condiciones, su estado físico era excelente y el tiempo no podía ser mejor. Además, no tenía por qué soportar los celos de una brasilera a la que conocía desde hacía apenas unas semanas.

Eso último fue lo que le dijo y los ojos de Olinda implosionaron en una mirada que, oscurecida, se vació durante todo el tiempo que duraron sus parpadeos en silencio. Luego explotaron temblorosos, en un brillo lacrimoso.

Antes de despedirse, ella le dijo que lo quería, que era su flaco lindo.

Él le pidió por favor que no siguiera. No era momento de hablarlo. Mejor a su vuelta del fondo del mar.

Si había llegado el momento de que fuera tras su destino, ella lo ayudaría a cumplirlo. Eso le dijo. Y le rezaría a Yemanyá y los orixás. A ellos le ofrendaría el agua bendita que habían sacado de la iglesia la otra noche.

Édouard pensó en acompañarla a su casa, o al menos ofrecerse a hacerlo, pero se limitó a despedirla y volver a la habitación de su hotel después de muchas noches de ausencia. De hecho era mejor así: tenía que ultimar los detalles para la travesía de mañana y lo que menos necesitaba era la distracción de una reconciliación post discusión nimia como la que acababan de tener.

Si todo salía bien, encontraría la nave alemana y le daría una primera mirada para descubrir la mejor manera de entrar. Al día siguiente, ya con un plan de acción, volvería a sumergirse y accedería al interior del mítico U-3523, la joya submarina de Hitler que, en sus entrañas, tendría nada menos que las reliquias que los nazis habían saqueado del Museo del Louvre.

Una vez que las rescatara, serían millones de francos los que le entrarían. Por un lado estaría la recompensa que le daría Francia por la restitución de su tesoro, además de una medalla, el reconocimiento público y bla, bla, bla. Por el otro, y más suculento, sería lo que se guardaría del botín para vender en el mercado negro. Ya tenía su red de contactos hecha y lista para operar: los mismos antiguos miembros de la resistencia francesa, amigos de su padre, listos para defender su nueva patria: el capitalismo excéntrico. ¿Qué noble europeo o ricachón americano no querría exhibir una reliquia egipcia o un artefacto sumerio en su sala y poder alardear a media voz sobre el dineral que gastó sin pestañear? «Gusto exclusivo» para los peces gordos, «indemnización justa» para los resistentes que lucharon contra el nazismo y nunca fueron retribuidos como merecían.

Así planeado, por fin tendría una herencia mejor que las palizas y los insultos de su padre, que hedían a vino sin mesura y pretendían hacerlo sentir el culpable. Tenía seis años y se tropezó cuando huían de la redada de los nazis. Su madre se detuvo para levantarlo y retomar la corrida, pero… El francés no quiso seguir viendo, pero el destino parecía empeñarse en que sí con una jugarreta de su azar: frente a sus ojos tenía un puesto de frutas. El vendedor retaba a su hijo por haber destrozado una sandía luego de que intentara cortarla de un solo golpe con un machete desafilado.

A sus seis años, Édouard tuvo que ver cómo una bala alemana le estallaba la cabeza a su madre como una sandía. A sus seis años tuvo que ver por sobre el hombro cómo ella caía en seco. Y a sus seis años, tuvo que seguir corriendo, agazapado y sin llorar, para que no los descubrieran en la noche. ¿Y por qué? Si apenas tenía seis años y no luchaba contra los alemanes. Y su madre tampoco, pero murió y él también deseó morirse más de una vez por culpa de ella y de su padre, a quien jamás perdonaría. Al menos ahora, el muy hijo de puta por fin le serviría para algo. Los millones de francos lo esperaban bajo el mar y él iría por ellos.

Se descubrió caminando con prisa mientras lo pensaba y no veía la hora de que llegara el día siguiente. Y a su optimismo se le sumaría la ayuda mágica de los orixás de Olinda. Él no creía para nada en esa cursilería espiritista o lo que fuera, pero a todo lo que sumara en la empresa de su vida, porque eso es lo que era, él le daba la bienvenida.

Con los millones en la mano, vería de arreglar el resto. Quizás Nicole le perdonaría la infidelidad. Y si no lo hacía, él tendría el corazón despejado para una nueva compañera. En estas semanas se había aventurado a imaginar una vida con Olinda y la verdad que mal no la pasaría a su lado. Brasil parecía un buen país para vivir: las propiedades eran baratas y, si alguna vez lo perseguía la Interpol, sería muy difícil que dieran con él aquí, y mucho más que lo extraditaran a Francia para ser juzgado. Que le quitaran la medallita y el diploma era lo que menos le importaba.

Mucho más le había quitado la vida y ahora iba, no para que se lo devolviera, sino para arrebatarle lo perdido con creces.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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