EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

São Francisco do Sul, Brasil, 1963

Édouard y Olinda observaban, agazapados, cómo el cura cerraba la iglesia de São Pedro. Era viernes y pronto se iría a cenar a la casa de los Gonçalves, donde había sido invitado. Olinda lo sabía porque la encargada de limpieza de la iglesia era de su mismo círculo de umbanda… Y también por ella sabía dónde se escondía la copia de la llave que abría la puerta lateral.

Minutos después, el coche de Gonçalves pasaba a buscar al cura.

Édouard atinó a salir del escondite, pero Olinda lo retuvo. Por su amiga sabía que el sacerdote era olvidadizo, y no fuera a ser que regresara de improviso y los descubriera.

Tras esperar un tiempo prudencial y cerciorarse de que nadie los viera, Olinda entró en la capilla de piedra y cemento que estaba a un costado del edificio principal mientras Édouard se quedaba de campana. Probó con varias piedras hasta que dio con la que pudo quitar de la pared y dar con la llave.

Se escabulleron hasta la puerta lateral de la iglesia que, con un quejido nocturno, les franqueaba el paso y, nuevamente con el francés de guardia, Olinda se encaminó a la pequeña sacristía.

Mientras ella robaba agua bendita, el francés pensaba que Brasil lo había recibido con su verde, su calor y la humedad que habían florecer la vida y la espontaneidad, mecidas por el tibio oleaje del mar.

En su interior, Édouard era lo opuesto al país que lo había acogido. Es decir, también tenía un oleaje, pero un frío que todo lo marchitaba hasta dejarlo tan opaco y reseco como la mirada que Olinda le devolvió al salir de la iglesia y ser sorprendida por su beso.

Él se percató, pero ¿para qué preguntarle qué le pasaba, si ya lo sabía? Esa mirada era cada vez más frecuente, sobre todo cuando hablaban del futuro.

Cerraron la puerta de la iglesia, devolvieron la llave a su escondite y se marcharon con el agua bendita. Olinda se la ofrendaría a los orixás, para que lo ayudaran en su travesía al fondo del mar. Al fin y al cabo, eso es lo que había traído a Édouard desde Francia. El mejor submarino que Hitler hizo construir, el U-3523, lo esperaba en el lecho marino luego de haber sido hundido veinte años antes, en el ’43.

Ni bien llegado, Édouard había dedicado día y noche a mirar mapas, reportes, planos y toda nota que pudo conseguir para dar con el punto exacto de su hundimiento, hasta que una noche necesitado de airear las neuronas, salió a dar un paseo por la playa de Ubatuba. Allí, atraído por el ruido de unos tambores, se acercó a una gran rueda que una treintena de personas vestidas de blanco había formado alrededor de una fogata. Cantaban y bailaban, pero no al azar sino como parte de alguna ceremonia que él no entendía.

Los observó discretamente, a cierta distancia, pero, cuando estaba por regresar a su hotel, una mulata a la que él le adivinó una silueta perfecta, se ubicó al centro de la rueda y, con la misma gracia del fuego, comenzó a bailar. Prendado de ella, no pudo dejar de mirarla ni por un segundo… Y al fin, por un segundo, pudo dejar de pensar en Nicole. Porque además del tesoro nazi, vino por otro igual de preciado: olvidar a su exmujer.

Administrador

Cuidando de ESCRIBIR.com.ar

2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contenido exclusivo para quienes pertenecen a nuestros talleres.