La media de nylon

Sábado, 3 p. m.

A Juan, la desesperación le complicaba la tarea. Una y otra vez, rebuscaba por los mismos lugares: debajo de la cama, entre los almohadones del living, en los cajones del mueble de la cocina; para terminar, revolvía los bolsillos de su campera por enésima vez, y nada. Trataba de calmarse, sin poder creer lo que le estaba pasando. Tal vez había sido demasiado festejo. Tal vez debería haberse ido a dormir a su casa. ¿Por qué le había hecho caso a Ariel, si sabía que era un boludo? Aunque tenía que reconocer que esta vez, la idea de su amigo había resultado buena, y el que la estaba cagando era él.

Pensó en llamarlo, sería lo más indicado. De todos modos, ¿dónde mierda se había ido Ariel? Habían pasado una increíble noche celebrando un triunfo poco probable, y cuando se despertó, su amigo ya no estaba en el departamento. Ni él, ni las dos minas con las que habían estado festejando. ¿Y si se los llevaron las minas? Imposible, ellas ni sabían qué festejaban, solo querían chupar gratis. Es más, Ariel tampoco sabía que los diamantes estaban en el departamento, creía que habían quedado escondidos en lo de la madre de Juan. Iba a ser el mejor escondite, nadie conocía el lugar salvo ellos y su vieja, que no estaba muy bien de la cabeza. La idea era dejarlos en la caja fuerte que guardaba Tina en el ropero con unos pocos dólares.

El tema fue que Juan no se sintió tranquilo dejándolos ahí: quería tenerlos cerca. Se los hubiera comido o metido en el culo, pero ahí tampoco hubiera podido tenerlos por siempre; más tarde o más temprano los iba a tener que sacar y ver dónde los guardaba. Entonces aprovechó una distracción de Ariel, justo cuando Tina cayó con una pastafrola (solo su vieja podía tener una lista a las tres de la mañana), y los metió en una media de nylon negra que encontró tirada arriba de la cama de su madre.

Juan sabía que esta vez él la había pifiado mal. Había tomado una decisión sin consultar con su amigo, no sabía bien por qué; pero para cagarlo no era. Fue como una de esas cosas que se hace en automático, sin pensar; no dijo nada y se llevó los diamantes. El problema era que ahora no los encontraba.

Empezó a recapitular todo lo que había hecho desde que salió del departamento de su vieja en Colegiales, con la media en el bolsillo.

***

Sábado, 3 a. m.

—Tu vieja estará re loca pero la pastafrola le sigue saliendo bárbara —le iba diciendo Ariel mientras enfilaban para el ascensor.

—Son dos pisos, vamos por la escalera —le ordenó Juan.

Mientras bajaban se iba tocando disimuladamente, tranquilizándose al sentir el bulto duro en el bolsillo, hasta que salieron a la calle y paró un taxi que venía por Av. Cabildo y Olleros.

—¿Qué hacés? ¿Sos rico vos? —le preguntó Ariel.

—No sé si ricos, pero en breve vamos a andar con guita —respondió Juan tocando inconscientemente su bolsillo—. No vamos a andar ratoneando ahora.

—Toda la razón, esta noche nos enfiestamos, y no me vengas con que estás cansado… si no festejamos hoy, ¿cuándo lo vamos a hacer, hermano?

Subieron al taxi y Juan le indicó al chofer la dirección del departamento de su amigo.

—Pará, antes de ir para mi casa, tendríamos que hacer una parada por lo del Negro Gastón —dijo Ariel.

—Sos medio marciano, vos, ¿cómo se te ocurre? ¿Querés caer a las tres de la mañana a la casa de un transa después de la movida que tuvimos? ¿No tenés algo en tu depto?

El chofer los relojeaba por el espejo retrovisor.

—Tengo prensado y algunas pastis, pero me pareció que esta noche daba para un tirito. Además, quiero invitar a un par de amigas, Juancho, nos lo merecemos. 

—¿A quién querés traer, Ari, a esta hora? Mejor no, que vos andás con cada loca que te come los bolsillos. —Volvió a palpar las piedras.

—¿Qué decís? A vos porque no se te para… —Abrazó a su amigo mientras se reía—. Le digo a mi amiga Mica, ¿te acordás de ella? La flaca culona. Va a traer a otra piba, que está buenísima también, y le encanta la joda, vos no te preocupes.  

Cuando llegaron a la calle Gorriti, donde estaba el departamento de Ariel, Juan le tiró «Pagá vos» mientras se bajaba del taxi. Su amigo se quedó mirándolo y tuvo el ademán de decirle algo, pero cuando el taxista le reclamó: «Son mil seiscientos, pibe», buscó los billetes y pagó.

Hasta ese momento Juan recordaba que todavía podía sentir los diamantes en la campera. Apenas entraron al departamento de Ariel, este se sacó el abrigo, lo apoyó en el respaldo de la silla de la cocina y se sentó a revisar su celular, mientras Juan se quedaba parado con las manos en los bolsillos.

—¿Te vas a quedar ahí toda la vida? —le preguntó Ariel levantando la vista del celular y dirigiéndola hacia su amigo, que le devolvió una media sonrisa.

—Es que estoy que no me la creo. Salió todo impecable, te dieron una batida perfecta: la clave de la alarma, la disposición de las cámaras, la copia de la llave de la caja fuerte… en menos de cinco minutos estábamos afuera… sin un tiro, ni un quilombo.

—Pensar que cuando te llevé la idea, vos no me tenías fe.

—Bueno, convengamos que tus ideas no son siempre las mejores. Acordate cuando casi perdemos porque te volviste a buscar los lentes de sol que se te habían caído en la retirada.

—Pero, hermano, ¡eran unos Ray-Ban!

—De La Salada, Ariel… —le dijo juntando los dedos en gesto incrédulo—. ¿Y la vez que esa mina con la que salías te batió un domicilio, pero después se arrepintió y nos esperaba la poli?

—Qué linda mina era esa, igual… Bueno, dejémonos de historias viejas y festejemos que tuvimos una buena. ¿Prendemos uno? —preguntó Ariel.

—Dale, armá uno… armá dos y abrite una birra. ¿Cuándo vienen tus amigas?

—¡Así me gusta más! Ahí me contestó Mica que están pidiendo el Uber, llegarán en veinte minutos —dijo Ariel—. Y vos, ¿no te pensás sacar la campera?

Se quedaron mirándose en silencio durante unos breves segundos, hasta que Ariel se paró y dijo:

—Ok, como quieras, yo voy a buscar el prensado. —Y salió de la cocina hacia su habitación.

Juan se quedó parado, pensando en si contarle a Ariel que traía los diamantes encima. Pero ¿qué le iba a decir? No encontraba argumentos para haber cambiado el plan y por primera vez se sentía un poco estúpido. Al oír a su amigo desde la habitación, se sacó la campera, comprobando que la media de nylon estuviera en su lugar, examinó el pequeño departamento, que conocía de memoria, para encontrar un buen sitio para dejarla. «El mejor escondite es el más visible», pensó, y decidió colgarla del perchero en la pared, donde quedaba bien a la vista y a la mano, cuando escuchó sonar el timbre y Ariel apareció con los dos cigarrillos armados.

Esa fue la última vez que vería la media de nylon y los diamantes.

***

Sábado, 4:00 a. m.

—Deben ser las chicas. Voy a acomodar un poco acá, que parece una cueva. ¿Vas vos? —le dijo Ariel tirándole las llaves. Juan las atajó con una mano y no se le ocurrió ninguna excusa para no bajar a abrir.

Estaba intranquilo, pero les abrió la puerta a las chicas con su media sonrisa característica, tirando facha.

—Hola, Juan. Ella es Leonela —le dijo Mica. Las dos lo saludaron con un beso y todos entraron al ascensor.

Cuando llegaron al piso de Ariel, este ya venía a buscarlos con los brazos abiertos y una botella de Quilmes en cada mano.

—¡Bienvenidas, las princesas! —exclamó y, poniendo un brazo por encima de cada chica, las metió para el departamento.

Leonela le agarró una de las cervezas, la abrió con un encendedor y empezó a beber a grandes tragos directo del pico.

—Tiene sed tu amiga —Ariel se dirigió a Mica señalando a la otra con la cabeza—. Menos mal que trajeron encendedor, me volví loco buscando y no encontré ninguno acá.

—Te lo prestamos si nos convidás de eso que tenés por ahí escondido. —Mica le metió la mano en el bolsillo del jean hasta que logró sacar los porros que asomaban por el borde.

Todos se sentaron a fumar y a tomar sobre los almohadones que, en el piso, hacían las veces de living. El resto de la noche estuvieron relajados, conversando, mientras cada tanto estallaban en narcóticas carcajadas. Ariel se ocupaba de poner música, armar porros; y, para cuando se terminó la cerveza, trajo un Jack Daniel’s que también compartieron del pico.

Cuando Leonela se acercó a gatas hasta donde estaba sentado Juan y lo empezó a besar en la boca, la otra pareja aprovechó para encarar hacia la habitación. Ariel, al pasar por al lado de su amigo, le tiró un papelito blanco que traía en el bolsillo. Juan dejó un momento el besuqueo para agarrar el papel y responder con su media sonrisa, recibiendo a cambio un guiño de ojo. Sacó unas pastillitas del papel, le puso una Leonela en la boca y se tomó la otra. Las apuraron con el whisky para seguir manoseándose entre los almohadones del living.

***

Sábado, 3:30 p. m.

A Juan la cabeza le estallaba en mil pedazos, la noche de joda le había pegado demasiado fuerte. La media de nylon seguía sin aparecer y él estaba cada vez más convencido de que Ariel la habría encontrado en su campera y se la había llevado. Tenía que haber sido mientras todos dormían. O tal vez estaba en complot con las minas… siempre lo había perdido el olor a hembra.

Agarró el celular y llamó a su amigo. La llamada sonaba y sonaba sin que Ariel respondiera. No le extrañó, insistió unas cuantas veces más y, sin saber bien qué más hacer, decidió irse a su casa. Vivía a unas treinta cuadras y eligió ir a pie, aprovecharía para despabilar la cabeza. ¿Podía ser que Ariel hubiera encontrado los diamantes y se estuviera fugando con ellos? No lo creía, no podía ser tan boludo. Ariel no podía dar dos pasos seguidos sin consultarle a él. Pero si no era así… ¿dónde estaban los diamantes? Y, ¡¿dónde mierda estaba Ariel?!

Juan llegó al PH en Colegiales donde vivía, en la planta baja ventana a la calle. Buscó sin éxito sus llaves en el bolsillo de la campera. No se había dado cuenta antes: tanto había buscado la media de nylon que nunca se percató de que no tenía las llaves. Ahí nomás entendió todo y sin demorarse tocó el timbre de su casa, esperando escuchar la voz de Ariel, que llegó a sus oídos mientras le abría la puerta: 

—Adelante, mi amigo.  

Juan pudo ver que llevaba un revólver en la mano; tragó saliva y entró decidido y en silencio.

—¿Qué pasó, gato? ¿Te comieron la lengua los ratones? —le preguntó apuntándolo con el arma.  

—Estás pensando mal, Ari —dijo Juan, negando con la cabeza, con las manos en los bolsillos, tratando de mantener la calma.

—Mirá vos, yo creo que estoy pensando mejor que nunca. —Ariel se le acercaba sin dejar nunca de apuntarle—. Me parece que es la primera vez que me estás respetando. Por fin se te borró esa cara de que te las sabés todas.

—Tranquilo, hermano, te estás imaginando cualquiera. —Juan daba pasos hacia atrás, alejándose de su amigo.

—Arrodillate ahí y no me digas «hermano» —le ordenó, cambiando el tono—. ¿Vos me querías cagar, hijo de puta?

—No, boludo —dijo Juan mientras se arrodillaba—. ¿Cómo te voy a querer cagar? No sé cómo explicarte … Tuve un mal presentimiento y preferí tenerlos conmigo, pero ¡te juro que no te quería cagar!

—¿Y por qué no me dijiste nada?

Juan, todavía arrodillado, abrió los brazos en cruz negando en silencio con la cabeza. Ariel se acercó y le apoyó el arma en la cabeza.  

—Pará, no te vuelvas loco… es un malentendido… —dijo Juan, levantando los ojos hacia su amigo.

—Ayer, cuando bajaste a abrirle a las pibas, me puse a buscar un encendedor para prender el porro. No encontraba por ningún lado, así que busqué en tu campera. —Bajó el revólver de la frente y se la apoyó en la boca, mientras Juan cerraba los ojos con fuerza—. Cuando metí la mano en el bolsillo, sentí las piedras, las saqué y vi que estaban como en una bolsita negra… ¿En una media mugrienta las metiste?… Las conté, estaban todas. Y pensé… «¡Qué hijo de una gran puta!»; aunque tu madre sea una santa. 

Juan quiso decir algo; pero Ariel le empujó el arma más adentro de la boca.

—Vos hoy no hablás hasta que yo termine. Me llevé la media y la guardé en mi habitación. Escuché el ascensor que subía y decidí seguir jugando. Pero antes, agarré unas pastillitas para dormir bastante fuertes que uso cuando me cuesta bajar, y las metí en el papel donde guardo las pastis.

Le sacó el arma de la boca, sin dejar de apuntarle, y se retiró unos pasos para atrás. Escuchó suspirar nervioso a su amigo, sonrió levemente, y siguió hablando:

—Mica se durmió apenas terminamos de coger. Yo en cambio no dormí nada. La cabeza me daba mil vueltas. Pensé en todo: en todas las giladas que hicimos desde que nos conocimos hasta el momento en que encontré nuestro botín en tu campera; y me di cuenta de que siempre fue igual. Toda la vida me usaste para sentirte mejor sobre vos mismo. Siempre fui un imbécil al que podías manejar como se te cantaran las pelotas. Por eso me querías cagar, porque vos te pensás que sos un vivo bárbaro, ¿no? 

—Sí, soy tan vivo que me drogaste, me robaste y me estás poniendo un fierro en la cara en mi propia casa.  

—No dije que fueras más vivo, dije que te creés más vivo.

Juan se mantuvo en silencio y Ariel siguió con su relato: 

—Cerca del mediodía la desperté a Mica y le dije que se fueran. Vos y Leonela estaban tan volteados que no había manera de despertarlos. Les pedí un Uber a las pibas y las saqué a la mierda. A Leonela la tuve que llevar en brazos hasta meterla en el auto, mientras Mica me reputeaba, no entendía nada. Cuando subí te fui a ver y seguías durmiendo, como inconsciente. Ahí pensé, «me lo cargaría acá mismo, pero para qué voy a ensuciar mi casa». Además, quería saber por qué lo hiciste. Así que hablá, gil, ¿qué plan tenías?

Juan levantó una mirada entregada y le dijo:

—Ya te lo dije, no había plan, te lo juro. Solo no los pude dejar en lo de mi vieja, y me los llevé. No sé por qué no te dije nada, pero en algún momento te iba a contar. Ese era el único plan.

—¿Y yo tengo que creer esa pelotudez? ¡¿Vos te pensás que yo soy idiota?! —le gritó Ariel, encolerizado. Juan no respondió—. Y sí, siempre pensaste que soy un boludo…

—No es así, no es así… —dijo Juan negando con la cabeza, desesperado.  

—Yo tengo el contacto para vender los diamantes, tengo los diamantes y te estoy a punto de volar la jeta en mil pedazos… Decime vos, ¿quién es el boludo?

—Tranquilo, Ariel… no estás pensando bien…

—Esta vez te tocó perder, Juan —le dijo mientras le acercaba nuevamente el arma a la cabeza.

—No sos capaz. —Juan se incorporó abruptamente y arrinconó a Ariel contra la pared.

Forcejeaban mientras Juan intentaba quitarle el arma de la mano, cuando se sintió un estruendo ensordecedor. Al principio no sintió dolor; se mantuvo de pie, dio un paso atrás y empezó a percibir una caricia cálida que se derramaba sobre su abdomen. Bajó la cabeza y vio cómo una mancha roja se expandía por su remera blanca. Ariel lo miraba, temblando, con el revólver tibio en la mano. 

—¡¿Soy capaz o no soy capaz?! —le gritó, enrojeciendo de furia mientras los ojos se inundaban de lágrimas.

Juan lo miró hasta que se desplomó al piso. Su cuerpo, boca arriba, perdía sangre por la herida en el estómago y manchaba las baldosas claras de la cocina. Ariel se arrodilló a su lado y, llorando desencajado, acercó la cara a la de su amigo, que ahora boqueaba con la mirada absorta clavada en el techo.

—¿Y? ¿Qué me vas a decir ahora? ¿Soy capaz? —le preguntó Ariel, entre sollozos.

—Sos un boludo —Juan le respondió con su último aliento. 

Sol Gatti

Vivo en Buenos Aires, soy mamá de un pre-adolescente y trabajo desde casa en la industria de ciberseguridad. Escribir es un viejo amor que estoy retomando.

2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Muy buen cuento!

  2. edgardo.incenella dice:

    Negrísima historia, Sol. Impecable.

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