EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

El sacudón del aterrizaje lo despierta. El pecho le silba. Sabe que en esos minutos de sueño ha visto mucho, aunque no logra recordar nada. Necesita hacerse un disparo de Ventolin, pero lo tiene en la valija de mano y no se puede levantar a buscarla.

La pasajera del lado lo mira con preocupación. Él le sonríe, intentando así hacerle saber que está bien, por más que del pecho le salen los mismos silbidos que los de un penal errado en el estadio de Ubatuba.

¿Ubatuba? ¿De dónde sacó ese nombre? Duda de que haya algún estadio allí, donde sea que esté, aunque de fútbol no ve mucho más que los partidos de Argentina, y eso es por la excusa de juntarse con amigos.

Saca el celular del bolsillo para guglear, pero la mirada de su compañera de asiento, que le adivina la intención, lo hace cambiar de opinión. Piensa en sostenerle la mirada con la cara más belicosa posible, pero se vuelve a oír un silbido asmático y decide que no le va a dar lugar al enojo. No quiere problemas con nadie y mucho menos en Brasil, país con el que, definitivamente, no tiene feeling.

El pecho comienza a distendérsele y con cada nueva respiración, el silbido es menor. Finalmente, cuando sale del avión, cruza la manga y entra al aeropuerto, no tiene necesidad de abrir la valija para sacar el Ventolin.

Prende el celular nuevamente y guglea «Ubatuba». Para su sorpresa, es una de las playas de São Francisco do Sul, que es donde se piensa dirigir sin más dilaciones. Quizás a la noche esté de vuelta en este mismo aeropuerto, listo para volver a Argentina y empezar el lunes a full en la empresa.

El aeropuerto es pequeño, con lo cual en unos minutos se encuentra en la parada de taxis y se sube a uno.

Cuando le dice dónde va, el taxista lo mira un rato por el retrovisor y luego se gira para verlo a los ojos.

Gaspar se limita a sonreírle y reafirmar el destino: Ubatuba.

Eu sai qui son ottanta kilometri —balbucea y le muestra un billete de 100 dólares para tranquilizarlo.

El taxista le sonríe.

¿Você é italiano? —le pregunta mientras pone el auto en movimiento.

Gaspar sacude la cabeza y calcula cuántas palabras habrá dicho en portugués y cuántas en cualquier otro idioma para que el moreno con la camiseta amarilla de la selección brasilera haya llegado a esa conclusión. Con suerte una o dos bien y el resto mal.

En otro intento de hablar le pregunta si en Ubatuba hay un estadio de fútbol. La respuesta es que no. Es una playa y nada más.

Tras una hora y media de viaje por autopista, el taxi lo deja en la puerta de un hotel frente a la playa.

Su primera impresión es que nada le resulta conocido. Ni siquiera atisba algo que se parezca a alguna de las fotos que vio unas horas atrás en aquella revista turística.

Lo único que le es familiar es la playa, con los autos con sus baúles abiertos y la música brasilera saliendo de los parlantes a todo lo que dan, los vendedores de coco, los de choclo, los hombres jugando al fútbol en sunga y las mujeres yendo y viniendo con minúsculas bikinis —todos de colores chillones—, y el mar, con ese mismo azul turquesa que lo llama… pero él tan vestido y con la valija a cuestas. Podría alivianarse: sacarse toda la ropa hasta quedar en boxers y tirarse aunque sea cinco minutos. Pero si lo hiciera, su liviandad se potenciaría, porque en la mitad de ese tiempo le robarían la valija.

«Qué poco hippie que soy», se dice a sí mismo. Quizás le falte un poco más de esa espontaneidad que tenía cuando era un pendejo alocado que escribía poesía.

No, espontaneidad no le falta. La viva muestra es que esté ahí, luego de un vuelo comprado de rompe y raja, con el avión casi carreteando en la pista y que le salió lo mismo que si se hubiera ido a Europa.

Al otro lado de la calle ve un banco vacío. La cruza y se sienta allí a mirar las olas como vienen y van, en busca de algo que le diga por qué vino.

Un vendedor del rubro bebestibles pasa con una conservadora. Le compra una cerveza, mitad porque tiene sed, mitad porque con algo se tendrá que entretener hasta que le venga la revelación.

Tres cervezas después, y con los brazos apoyados en la manija retráctil de la valija, concluye que la experiencia mística se le ha quedado muchos kilómetros atrás, en Florianópolis, quizás en el VIP del aeropuerto y medio en pedo como él ahora. «Solo que allá me hubiera mamado con esos whiskies que estaban buenos y no con estas Brahma pedorras». Tira las botellas en el cesto que tiene al lado y entra al hotel.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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