EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

Bien sabe Gaspar lo que experimentaba aquel Édouard. Se siente hermanado, de hecho. Si Ana lo supiera…

¿Cuántos años tendría el buzo hoy? Unos ochenta y largos, quizás más, se responde, aunque le resulta difícil imaginarlo. A Olinda, en cambio, la siente más presente, aunque no sabe por qué. Incluso podría cruzársela por la calle. De menos edad que el francés, igualmente sería muy vieja, «si viviera», completa. Porque todo es parte de su imaginación. De hecho, el paralelismo entre ellos no es casual. Olinda vendría a ser su Ana. Hasta su apellido es francés, Moureau, de la misma nacionalidad que el buzo cazatesoros.

Un lindo constructo mental donde pone en aquel lo que le pasa a él mismo, uno que le ha hecho gastar un montón de plata y tomar decisiones a tontas y a locas, como dejar plantado a un minón en el aeropuerto a horas de su cumpleaños. «Las típicas boludeces del recién separado», concluye. Hora de enderezar la cabeza y la vida.

Decide que arma ya mismo la valija y se vuelve a Argentina y arregla todo con ella.

Sale de la habitación y ve en el uniforme del conserje la placa con su nombre. Su apellido es Da Silva, como el de Olinda. Va al comedor y, ni bien se sienta, guglea. Minutos tarda en hallar que ese apellido es el más común de Brasil.

Sale a la calle: otro día sin nubes. Desayuna en un bar a unos metros y vuelve al hotel. En la recepción y, solo por una broma interna, le pregunta al conserje si conoce a alguna Olinda Da Silva.

Este arquea las cejas y lo mira un rato en silencio antes de responderle que su tía abuela se llama así.

Gaspar también las arquea, con verdadera sorpresa, y así logra que el conserje baje la guardia, aunque no del todo: mirándolo con suspicacia, el empleado del hotel le pregunta si la conoce.

Gaspar le dice que cree que no, pero, ya entregado, se atreve a preguntarle si no tiene una foto de su tía.

Tras escrutarlo con la mirada, el empleado saca el teléfono. Unos toques y deslices después, le muestra una foto de su tía abuela tomada en la fiesta de Año Nuevo. Está sentada al lado de dos señoras que lucen tan setentonas como ella. Vestida de blanco, con un pañuelo del mismo color en la cabeza, bien podría ser la ataviada a la usanza del umbanda que él ha estado viendo.

El conserje le repregunta si la conoce y él le responde que no. De hecho, si aquel no se la hubiera señalado, para Gaspar podría haber sido cualquiera de las mujeres. Todas las viejas son iguales para él, se sincera, sabiendo que encima le es imposible imaginar cómo sería ella hoy, casi sesenta años después. Y Da Silva de apellido. Debe de haber un millón de Olinda Da Silva. Sí, ¿pero cuántas en esta isla que no es tan grande y que parece más un pueblo que la pequeña ciudad que es?

Se le ocurre una idea:

—¿Umbanda? —le pregunta al conserje a la vez que le señala su tía abuela en la foto.

¡Sim! É uma mai.

—¡Ah, bien! ¿Y tiene hijos?

Não. Ela não é mãe: é mai —intenta aclararle el malentendido a Gaspar y sigue explicándole que «mai» es un alto rango en la religión umbanda. Por último le dice que ella nunca se casó ni tuvo hijos.

El argentino está por preguntarle si tuvo novio, pero desiste: no sea cosa de que el conserje sospeche que entre su tía abuela y él pasa algo y solo se está haciendo el que no la conoce, porque realmente no la conoce. Y no quiere un trompadón en la jeta. O mil.

Se va a la habitación a ponerse la malla. Minutos después cruza la avenida que separa el hotel de la playa, mientras piensa que en Brasil podría haber un trillón de Olindas Da Silva, con lo que la tía abuela del conserje podría serlo tanto como no. Pero ¿cuántas hacen umbanda? El embudo de posibilidades se achica. Además, es una mai, y su Olinda, muy devota de la religión cuando Édouard la conoció, bien podría haber ido ascendiendo.

¿Cuándo la conoció?, detiene en seco los engranajes del razonamiento. ¿A «su Olinda» le acaba de añadir que la conoció? Para ser un juego de su imaginación, ya se está llenando de bastantes roces.

…Pero ya está en el juego y no se va a salir. De hecho, va a redoblar la apuesta: se saca la remera y se mete al mar. Va a repetir lo que hizo en Florianópolis, a ver qué otra imagen lo espera.

Se adentra hasta quedar con el agua a la altura del pecho. Nada. Solo se le viene que debería contestar un par de emails de la agencia que le han quedado pendientes.

La clave está en hundir la cabeza, piensa y lo hace. Los ojos le arden, como siempre, y la única imagen que se le viene es la cara de enojo de Ana. Recuerda que la tiene que llamar por el cumpleaños. «Esta noche», decide antes de sacar la cabeza del agua.

Se da vuelta para mirar mar adentro, y ni sabe cuál es el disparador, si el color del cielo, la lejanía del horizonte o qué, pero una nueva imagen le surge.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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