Desorientada

gold and black dragon figurine

Hacía dos años que Ada estaba enamorada de su jefe. Desde la primera vez que lo había visto parado junto a la máquina de café, apoyando su espalda en la pared con actitud relajada. Iván Mestre emanaba sex appeal y autoconfianza por todos sus poros. Lo habían contratado para liderar el equipo comercial del que ella formaba parte en una empresa de tecnología. De entrada, se llevaron bien: ella era una de las mejores vendedoras, dedicada y detallista al extremo; él era un adicto al trabajo, apasionado por los negocios, que encontró en Ada su socia ideal para motivar al resto del equipo.

Iván tenía su propia oficina privada y ella la visitaba todo el tiempo con la excusa de contarle sobre los nuevos prospectos o pedirle su opinión sobre una estrategia comercial; sin perder ninguna ocasión para flirtear con él. Ada estaba convencida de que juntos tenían una química increíble, y lo confirmaba cada vez que le sacaba una sonrisa que iluminaba sus ojos verdes. 

Aunque era su jefe, ella tenía la ilusión de que algún día él la invitara a tomar algo. Durante el primer año, Iván invitó a casi todas las chicas solteras de la empresa, incluso a algunas que no lo estaban; pero nunca a ella. Ada se convencía a sí misma de que esas mujeres con las que salía eran algo pasajero y sin importancia para él, que con ella no quería jugar, y por eso todavía no había avanzado. Pero con el tiempo, su teoría se derrumbó cuando él se puso de novio con Sonia: una chica del departamento de Marketing que Ada siempre había detestado; lo cual le dolió el doble: ¿qué tenía que ver Iván con Sonia, una rubia tarada que no sabía hacer la letra «o» con un vaso? Pero algún magnetismo tendrían esa cola perfecta y esas tetas hechas, porque la relación no paraba de crecer.

Un día, Ada cerró un negocio importante, por el que Iván la felicitó delante de todo el equipo. Alentada por las palabras de admiración de su jefe, ella le preguntó si no se merecía, al menos, un almuerzo para festejar; pero la respuesta de él, entre broma y realidad, provocó al mismo tiempo las carcajadas de sus compañeros y el bochorno de ella:

—Ada, dejá de tirarme los perros, que si te escucha mi novia se nos arma.

♦♦♦

A mitad del verano, el área de Recursos Humanos decidió dar una fiesta de San Valentín para motivar a los empleados, con la particularidad de que sería un baile de disfraces. La mayoría se entusiasmó con la idea y por todos lados circulaban proyectos de vestuario. Iván contó que iba a ir de pirata: con parche en el ojo y hasta un loro en el hombro; y que su novia iría de policía.

—Con esposas y cachiporra, así que me tengo que portar bien —bromeó Iván.

Automáticamente, Ada dijo que odiaba las fiestas de disfraces. No podría soportar ver cómo la parejita feliz se besaba en su cara en el día de los enamorados. Sus compañeros intentaron convencerla para que fuera, pero ella se mantuvo firme en su negativa. Sin embargo, el germen de una idea había empezado a crecer en su mente. Estaba convencida de la atracción que tenían con Iván, de la complicidad, de cómo se entendían con solo mirarse. Tal vez el ambiente de fiesta y los disfraces podrían darle su última oportunidad.

Estimulada por su proyecto, esa tarde no se quedó trabajando hasta tarde como hacía todos los días para tener más tiempo con su jefe, quien nunca se iba antes de las ocho de la noche. Agarró todas sus cosas y, apenas dieron las seis de la tarde, saltó de su box como un resorte.

—¿Qué pasa, Ada, se te va el tren? —le preguntó el cadete del piso, mientras ella cruzaba a paso acelerado el pasillo que la llevaba a la salida—. ¡Mirá que siempre viene otro atrás! —le gritó; pero Ada ya lo había pasado de largo sin dedicarle ni una mirada.

Un par de días después recibió en su casa el paquete que había ordenado por un sitio de compras en línea: un vestido de época de seda rosa claro con un escote muy amplio, antifaz al tono que le cubría el rostro como una máscara, exponiendo únicamente su boca, y una peluca blanca al estilo rococó que completaba el conjunto. Se probó el vestido encorsetado y se maquilló al estilo Luis XV: la cara muy blanca, la boca muy roja y un lunar negro en la comisura de los labios. Se calzó el antifaz y la peluca, y observó en el espejo el resultado final, sonriéndose a sí misma cuando vio que no se reconocía.

Llegó a la fiesta un par de horas tarde, estimando que los invitados ya habrían tomado bastante como para evitar una entrada demasiado reveladora. Se mantuvo cerca de las paredes del salón y, agazapada en la oscuridad, buscó a Iván. Paseó su mirada sobre dos de Contabilidad que estaban con traje a rayas y falso grillete, tentados de la risa volcaban la cerveza al piso; más allá estaba el gerente de Recursos Humanos, despeinado y transpirado, que llevaba bajo el brazo la cabeza de un lobo feroz mientras conversaba con la recepcionista vestida de Caperucita hot; por otro lado, el desarrollador web e hijo del dueño saltaba al ritmo de la música electrónica vestido de jeque árabe y tomaba agua como si estuviera en el desierto. Del pirata, ni la sombra. Hasta que detrás de una pesada cortina de paño, pudo ver asomarse unas brillantes plumas verdes. Junto al falso pajarraco montado en su hombro, caían los largos bucles negros de su peluca y coronaba su cabeza un sombrero con ribete blanco del uniforme de la armada inglesa.

La recorrió un escalofrío mientras el corazón se le desbocaba sobre el escote del vestido rosa. Su cuerpo se preparaba para actuar, urgente y preciso como un predador salvaje. El corsario estaba inclinado sobre la barra, esperando su trago. Ella escaneó los alrededores: sin rastros de la policía y su cachiporra. «Es ahora», se dijo, y achicó con convicción la distancia que la separaba de su presa. Cuando estaba muy próxima a él, sin gran delicadeza, le tomó la mano y lo forzó a girarse hacia ella, apoyándosela en su pecho. Quería que él pudiera sentir cómo le hacía latir el corazón. Ni bien sus rostros se encontraron, Ada atinó a echarse hacia atrás; pero él no le dio espacio y se precipitó sobre sus labios rojos, besándola bestialmente. Ella se resistía, pero él la retenía con la firmeza de su brazo, mientras le manoseaba el pecho que ella antes le había ofrecido y buscaba su culo a través de la enagua. En la desesperación, ella logró arrancarle la peluca y ante la sorpresa de él, pudo liberarse. Se quedaron impávidos mirándose uno al otro.

—¿Vos sabés quién soy? —le preguntó, nerviosa y agitada.  

—Cómo no voy a saber quién sos, Ada. Está muy bien el disfraz, pero tampoco la pavada. Te juro que no lo puedo creer, ni en mis mejores sueños esperaba algo como esto.

—¿Por qué no me soltabas? —le reclamó ella.

—No sé —respondió sorprendido—, me viniste a buscar así, toda cachonda, me pusiste la mano para que te toque… ¿qué sé yo? ¡Pensé que te gustaba!

—Bueno, no me «no gustaba» —reconoció Ada—. Así que viniste de pirata, no es muy original eso —dijo mirando la peluca y el sombrero que todavía tenía en la mano.    

—Tenés razón, original no es; pero no me vas a decir que no es un alto traje —giró con las manos en alto como para que ella lo pudiera apreciar—. No te vayas a creer que esto lo alquilé yo.

Ada hizo una mueca suspicaz y le preguntó cómo lo había conseguido.

—Es de Iván Mestre, el gerente —se acariciaba la chaqueta—. Hoy, cuando le fui a llevar un café a su oficina, tenía el disfraz ahí colgado, y el loco me ofreció probármelo. «Bueno, dale», le dije, y la verdad que ¡me fue justo! Y menos mal, porque si no a mí lo único que me quedaba era venir de fantasma con una sábana vieja…   

—Mirá vos… Y él, ¿no vino? —quiso saber Ada.  

—¿Mestre? No, me dijo que a último momento la novia prefirió que fueran a festejar San Valentín con una cena romántica en un sushi de Nordelta. Viste cómo es… 

—Sí, él más que pirata, es un pollerudo; y los dos son bastante grasas.  

—A vos te gusta el gerente, ¿no? —él le disparó de la nada. Ella hizo un silencio y luego respondió:

—No me «no gusta».

Ambos soltaron una carcajada que se agotó cuando la mirada de él se ancló en la de ella.

—Mirá, Ada, si me permitís, te voy a dar un consejo: la próxima vez que me pases por al lado en la oficina, hacete un favor y mirame. Que acá estoy disfrazado de pirata y vos de… ¿de qué estás disfrazada vos?

—De María Antonieta… hoy pensaba perder la cabeza.

Él hizo un leve gesto de desconcierto y continuó:

—Eso mismo; y en el trabajo, Mestre está disfrazado de gerente, vos de vendedora y yo de cadete; pero para coger nos ponemos en bolas y somos todos iguales… Acordate que siempre que se va un tren, atrás viene otro.  

Ella no le dijo nada, pero se sacó la máscara y la dejó sobre la barra, junto a la peluca y el sombrero de él, lo tomó de la mano y lo sacó a la pista a saltar junto al jeque que le seguía dando al agüita y la música electrónica.

Sol Gatti

Vivo en Buenos Aires, soy mamá de un pre-adolescente y trabajo desde casa en la industria de ciberseguridad. Escribir es un viejo amor que estoy retomando.

1 respuesta

  1. Mario Cesar La Torre dice:

    Hermoso relato…

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