Analgésicos y neón verde

La cruz de neón tiñe la lluvia a su alrededor de un enfermizo fulgor verde. Desde el otro lado de la calle y calado hasta los huesos, Sosa vacila antes de cruzar rumbo a la farmacia que resplandece en la noche como una estación espacial. Se pasa una mano por la cara en un intento fútil por secarse el correntoso delta que surca sus mejillas y se imagina a sí mismo tal y como debe verse en este preciso momento: un pobre tipo de mediana edad, aspecto mediocre y algo excedido de peso que, a pesar de la hora, deambula aún en ropa de oficina por la cuadra desierta, bajo la lluvia.

Y aunque se le escapa, está seguro de que debe existir alguna ironía en el hecho de terminar el día precisamente en esta esquina, apenas a la vuelta de su propio domicilio y frente a la lujosa entrada vidriada del edificio desde donde, esa misma mañana, el pibe aquel salió a la carrera para lanzarse temerariamente a cruzar la calle.

«Ya pasó, no importa ahora», piensa al fin, mientras aprovecha el refugio que le brinda el alero para encender un cigarrillo (el séptimo después de la firme decisión de esa mañana de dejar de fumar). «Pero yo llegué hasta acá, Cora. Esperame tranquila en casa que este gil, en lugar de salir bajo la lluvia para conseguir tus analgésicos, se va a la mierda. A partir de ahora bancate sola tus migrañas insoportables».

Sonríe a su pesar ante la imagen de sí mismo desapareciendo en la noche para ya no volver atrás. Casi como el remate perfecto al chiste viejo que escuchó esta mañana en la radio, mientras manejaba su viejo Toyota hacia el trabajo: «¡Hoy es martes! O, lo que es lo mismo, un lunes sin personalidad…».

«¿Que los martes no tienen personalidad?», había pensado amargamente tras el volante, mientras aguardaba en esta misma bocacalle a que la luz del semáforo cambiara a verde. El día ya había amanecido lluvioso y el golpeteo rítmico de los limpiaparabrisas, que en circunstancias normales solía relajarlo, esta vez sonaba como un metrónomo que marcara el ritmo cada vez más furioso de sus pensamientos. «¿Qué hay de los miércoles? ¿Los jueves? ¿Los fines de semana? Si acá estoy, haciendo el mismo papel de forro de todos los días, cruzándome con las mismas caras largas, con los mismos grupitos de pendejos mimados de la escuela esa, la Bradbury No-Sé-Cuánto… y tratando de aguantarla a Cora, que arranca a romper las pelotas cada vez más temprano».

Y fue así como, instantes más tarde, y con su atención puesta en aquella serie de quejas, ocurrió el incidente con el chico: aprovechando la espera del semáforo, Sosa trató de encender ese cigarrillo que tanto necesitaba y en el intento dejó caer el encendedor. Buscaba recuperarlo bajo su asiento cuando la luz cambió por fin a verde y en el apuro alimentado por los bocinazos que ya sonaban inició la marcha sin mirar, mientras se incorporaba. Entonces lo vio al pibe ya encima, prácticamente sobre el capó. No tendría más de catorce o quince años y vestía el uniforme de gimnasia color óxido de la Bradbury School. Sosa clavó los frenos, pero no alcanzó a evitar el choque y el chico cayó pesadamente de espaldas.

A la sorpresa inicial la siguió un instante en el que se entremezclaron tanto el espanto como cierto placer culposo. Porque al pendejo ya lo conocía: cada mañana a la misma hora cruzaba la calle frente al Toyota, en su breve camino hacia el colegio. Y si bien solía hacerlo solo, en más de una ocasión Sosa también lo había visto en compañía de sus padres, que era la clase de gente por cuya sangre parecía correr cierto gen de éxito que a Sosa le hubiera sido negado. Recordó especialmente a la madre, una morocha incendiaria, y la ocasión en que se perdió en la visión de esas interminables piernas enfundadas en leggins color verde, para terminar encontrándose, de pronto, con la mirada fija que le lanzaban tanto el marido como su hijo. Había tratado de sortear aquel momento incómodo saludándolos levemente con la cabeza, pero la extrema timidez de su gesto, en lugar de resultar conciliador, había dado pie a que el tipo se le viniera encima.

«Che, boludo, qué mirás», le había dicho este, mientras acodaba un antebrazo cosido a tatuajes sobre la ventanilla abierta de su lado, la doble hilera de sus dientes perfectos asomando tras una sonrisa dura y cruel. «¿Te gusta mi mujer? ¿Eh? ¿Por qué no te bajás? Dale, cagón… bajate».

Sosa había sentido un miedo tal que tuvo que hacer un esfuerzo para no vaciar las entrañas. ¿Qué podía hacer él, que jamás se había trenzado con nadie, contra la masa de músculos de aquella bestia predatoria?

«Te pido disculpas, no te enojes…», comenzó, luchando contra el terror que parecía haberse extendido desde su estómago hasta la garganta. Entonces el tipo lanzó una risotada fanfarrona, más humillante aún que cualquier amenaza.

«Tranquilo, Toyota. Te estoy jodiendo, boludo. Todo bien. Buen culo, ¿no?», y con un par de palmadas poderosas sobre la carrocería se reunió con los suyos. El pendejo había observado toda la escena con una mezcla de admiración por el padre y el desprecio que los de su clase se reservan para personas como él, mientras que tras la actitud indiferente de la mujer se percibía cierta impaciencia ante el retraso que le ocasionaba su marido.

«Qué cara de gil que tiene», se rio el pibe, mientras los tres seguían su camino.

Fue apenas un ramalazo de placer, entonces, el que sintió en el momento del choque; al pensar que acababa de socavar esa imagen de perfección griega a partir de la cual esa familia parecía haber sido cincelada. Pero una vez hubo tomado conciencia de lo que acababa de pasar se apresuró a salir del auto para constatar, con alivio, que el chico se incorporaba, más enojado que lastimado.

«¿E… estás bien?», le preguntó Sosa, tratando de ayudarlo a ponerse en pie.

«¡Salí, forro, ¡qué tocás!», le escupió el pibe. Y agregó, con una mezcla de odio y asco: «¿Qué sos? ¿Puto?».

«Escuchame. Vamos al hospital, te llevo…».

«¡Dejá! ¡No pasó nada, infeliz! ¡Tomatelás!».

Sosa permaneció allí mismo (casi en el mismo lugar donde se encuentra en este momento), tratando de recomponerse o, al menos, no sentirse tan boludo.

«Ma’ sí, pendejo maleducado», vuelve a pensar ahora, consciente nuevamente de la lluvia y la alta hora de la noche, mientras se decide a cruzar la calle rumbo a la farmacia. «Andá a cagar. Váyanse a cagar todos. Y vos, Cora, ahí te llevo tus analgésicos de mierda. Tomalos, aspiralos, inyectátelos o metételos en el culo. Pero yo me voy».

Sosa da una última calada. Avanza por la calle mientras vuelve a centrar su atención en la cruz de neón verde que flota como un espectral ojo hipnótico en medio de la oscuridad y la lluvia, y se le ocurre que de existir una línea de tiempo que graficara su existencia, ese cartel luminoso sería el hito que marcara este preciso momento en el que se decide, al fin, a terminar con años de existencia miserable.

Absorto llega al medio de la calzada cuando, de pronto, lo envuelven un enceguecedor resplandor blanco y el calor de un motor que acelera. Y con un feroz golpe en el costado, su cuerpo sale despedido para caer sobre el asfalto, aturdido.

Dolorido y apenas consciente, Sosa alcanza a apreciar las líneas elegantes y agresivas de un vehículo de alta gama que frena varios metros más adelante. A la luz roja de los focos de posición, la puerta del conductor se abre y desciende un hombre alto y de contextura atlética. Desde allí lo observa en silencio y, aunque su rostro se encuentra envuelto en sombras, Sosa alcanza a reconocer al padre del chico y cree percibir en él una expresión de furia.

También le llega la voz de una mujer, que lanza una serie de gritos histéricos desde el interior del vehículo. Sin decir una sola palabra, entonces, el hombre vuelve a subirse para acelerar y perderse en la noche.

Y ahora sí, Sosa encuentra, finalmente, la ironía que se le escapaba segundos atrás.

 

***

 

Algunas horas más tarde, Sosa yace en una cama de hospital. Contempla en silencio el cielo raso descascarado y, en un arranque de creatividad que lo admira, se le ocurre que las capas de pintura superpuestas funcionarían bastante bien como metáfora de lo que representó para él ese día.

La ambulancia no demoró en llegar, lo mismo que la policía. Y había tenido suerte: el golpe le había costado apenas un par de costillas rotas.

Cora también llegó enseguida y, por primera vez en bastante tiempo, vio en el rostro de su esposa algo que no era ni fastidio ni enojo, sino una genuina preocupación amorosa. Y su expresión al tomarlo entre sus brazos rechonchos le recordó la ternura que ella había sabido demostrarle durante aquellos primeros años de matrimonio.

Ella le cuenta todo lo que pudo averiguar, pero Sosa prefiere centrarse más en el sonido de la voz de su esposa que en lo que dice. Y cuando Cora recuesta su cabeza en la almohada junto a la de él, alcanza a percibir el suave olor de su shampoo y ese perfume que siempre lo empalagó.

—Lo encontraron al que te atropelló. Acá mismo, en el hospital. Dicen que el hijo empezó a convulsionar de la nada. Vómitos, y todo eso. Pero antes de perder la conciencia alcanzó a contarles a los padres lo que pasó esta mañana. Resulta que te conocen como el Pajero del Toyota, Charly. —Cora lanza una risita breve y triste—. Igual juran que fue un accidente, y que en la desesperación ni pararon. Pero también dicen que cruzabas la calle como un zombi, que incluso pareció que vos mismo te hubieras lanzado sobre el auto… —Ella vuelve a suspirar y continúa—: El chico ahí anda, está delicado pero estable, dicen que…

Mientras ella sigue hablando, Sosa acaricia los cabellos rojizos de su esposa y el contorno de su figura redondeada por los años.

Lentamente se va quedando dormido, pero no sin antes pensar en lo bien que le vendrían, en este momento, un par de analgésicos.

2 Respuestas

  1. Sol Gatti dice:

    Qué bueno quedó Ed! Te felicito. Todo va cerrando ajustadamente en la historia. Muy verosímiles los personajes, me encantó.

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