EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

—¡Despertate! —Ana lo sacude. —Dale, despertate que nos quedamos dormidos y perdemos el vuelo. Te olvidaste de poner la alarma.

Gaspar abre los ojos.

—¿Qué hora es? —Manotea el celular, que está en la mesa de luz y lo ve desconectado. Aprieta el botón y la pantalla no enciende. Por eso no sonó la alarma. Anoche se quedó dormido sin ponerlo a cargar.

—Dale, que estamos para atrás con el tiempo. Tenemos que llegar ya al aeropuerto.

Una ola de adrenalina lo cachetea y lo despabila a un mismo tiempo. Se suponía que iba a sonar la alarma, se iban a despertar y él iba a terminar de armar la valija. Pero no, en este viaje está visto que le va a pasar todo lo que antes nunca, por ejemplo, perder un vuelo. Y alucinar con submarinos nazis hundidos en las costas de Brasil, como si la guerra hubiera sido acá y no en Europa.

Quizás en algún momento cruzó algún portal dimensional y, en este nuevo mundo, la Segunda Guerra Mundial sí que fue en Brasil, con un dictador de camisa floreada y ojotas Havaianas.

«Sería un buen argumento», piensa. Claro, si hubiera seguido escribiendo.

Enseguida recuerda que Woody Allen ya hizo una película acerca de un dictador en un país bananero. Por eso es que dejó de escribir y hace toda la plata que hace con su agencia. Por eso es que mete lo que le queda en la valija a toda velocidad, pero sin preocuparse por si se olvida de algo. Cuando llegue a Argentina, puede reponer todo lo que se deje aquí. Incluida la valija. Y si pierde el avión, puede comprar dos pasajes sin hacer cuentas. Si se hubiera dedicado a la escritura, en cambio, sería un hippie contando las monedas para irse de vacaciones en carpa prestada.

Minutos después están en un taxi, yendo a toda velocidad al aeropuerto.

Pedido por el hotel, el taxista les pregunta en qué aerolínea viajan para dejarlos en la puerta más cercana.

Llegan al mostrador jadeando y traspirados. No han tenido que hacer cola, lo cual es mala señal: ya han cerrado el check-in. Contrario a lo que Gaspar esperaba, las caras de disgusto del personal por tener que reabrirlo y hacer un despacho de equipaje de último momento, nota a los empleados bastante relajados, como si hubieran llegado a tiempo.

La de la cara contrariada, segundos después de presentar pasaje y documento, es Ana, que se da vuelta y le dice que el vuelo se ha demorado y no hay hora de despegue confirmada.

Pasado el control de equipajes en el escáner, ya en el área de partidas, lo primero que hacen es mirar las pantallas: «delayed». El estatus es el mismo: sin hora de despegue.

Gaspar se acerca al sector de informaciones y pregunta dónde están los VIPS. Para evitar la burla de Ana por su portugués, lo hace en inglés.

—¿Y si en un rato avisa que despegamos? —lo cuestiona ella—. ¿Vos decís gastarnos 50 dólares cada uno?

—¿Y si tenemos que estar seis horas? Además, ¿cuánto te creés que vamos a gastar en un desayuno decente acá adentro? La cogida de anoche me dejó sin reservas y tengo que reponer energías. —Se agarra la panza y le señala la puerta del VIP. —¿Me acompañás?

Entran al salón preferencial y, cuando él entrega su Visa Black para pagar, la recepcionista le confirma que aún tiene dos pases libres. Gaspar estaba muy seguro de que los había gastado en el aeropuerto de Ámsterdam el mes anterior, «pero bienvenidos sean», piensa con una sonrisa.

Buscan una mesa y dejan el equipaje de mano. Se acercan al buffet y, mientras se arman el desayuno con lo que van encontrando en las bandejas, él mira por las paredes y las columnas del recinto en busca de un enchufe donde conectar el cargador y, así, resucitar el celular.

En un rincón divisa uno y le dice a Ana que vuelva a la mesa, que él va a ir dentro de un rato, cuando la batería tenga un porcentaje decente.

—¿Te vas a poner a trabajar a esta hora? —Ella le muestra su celular: 7.48 de la madrugada.

—Mañana es el lanzamiento de la campaña de Nike en las redes y los chicos estaban terminando el micrositio. Con el anterior no anduvo el formulario de contacto, y decí que lo descubrí al toque, que si no le iba a tener que dar muchas explicaciones a su gerente de marketing.

—Bueno, Gaspar, nos vemos en el avión —le dice ella y, encogida de hombros, agrega—: ¿qué vamos a hacerle?

—No seas así. Cuando la batería me llegue a 30 %, vuelvo con vos, ¿dale?

Ana hace de cuenta que le cree, y él que no se da cuenta de eso.

Con una taza de café con leche en la mano y un plato con dos medialunas en el otro, Gaspar Moureau va al sillón que está justo al lado del enchufe. Conecta el celular y, como sabe que no lo podrá encender hasta que por lo menos llegue al 2%, mira las revistas que están desparramadas en la mesa de centro: una de autos, dos de moda y una de turismo cuya tapa tiene como título principal «São Francisco do Sul» y muestra fotos de la isla.

La agarra pensando en la coincidencia: inicialmente habían pensado ir allí con Ana, por un reel de Instagram que habían visto, pero finalmente se decantaron por Florianópolis, que tenía mucho más movida. Hojea la revista, pero no ve ninguna foto que le resulte familiar. Pero él se acuerda bien de una construcción con techo de paja y la mirada triste de una mulata vestida de blanco, con pelo renegrido y piel cobriza. Sin embargo, ¿qué revista turística haría una foto con esos dos componentes? Sus diseñadores dirían de esa foto que transmite a los gritos el mensaje «venga aquí y póngase tan mal como la muchacha del rancho».

Entonces, ¿adónde vio esa imagen? Quizás en internet, en la página de TripAdvisor. ¿O no? Para no pensar en la respuesta, se fija en el porcentaje de carga: 4 %, suficiente para encenderlo y que el mundo de notificaciones le devore los últimos minutos de vacaciones.

Lo hace y el teléfono empieza a sonar enloquecido. Sin embargo, lo que más lo enloquece es esa notificación interna de un recuerdo que quiere revivir en su cabeza y él se empecina en bloquear. Tiene que ver con esa mujer, esa casa humilde, un submarino y ese año que le vuelve a surgir: 1963.

El celular finalmente se aquieta, pero sus recuerdos, no. Por eso es que decide aturdirse con la maroma de mensajes de todo tipo que le han entrado.

Por suerte todo está bajo control y, como mucho, con un «ok» o un emoji con el pulgar arriba le alcanza para contestarlos. Solo le requiere de un poco más de atención el mail de uno de los programadores que, tras una escueta explicación de los cambios que hicieron al micrositio de Nike, le adjunta el enlace para que le dé la revisión final.

Él accede y controla: la resolución de las imágenes está bien, la tipografía es la correcta y el formulario de contacto parece funcionar. Completa uno, para cerciorarse, y un ícono de espera aparece. «La reputísima madre que los parió, pendejos de mierda. Se colgó la página —piensa cuando ve que el ícono, una ruedita, sigue girando y girando—. ¿Por qué mierda no chequean bien?».

Con las aletas de la nariz dilatadas, decide un castigo ejemplar: quitar premios y hora de almuerzo reglamentaria. Jamás hizo algo así,  «pero de esta no pasan».  

Finalmente, la ruedita desaparece y se muestra el mensaje de agradecimiento en el sitio.

«Claro, el internet de los aeropuertos es de terror», se dice.

«Listo. Publíquenlo. Buen trabajo», se limita a responderles a los diseñadores, tratando por lo menos de no descuidar la redacción. Quizás eso es lo único que le ha quedado de los tiempos en los que escribía.

La mira a Ana, que está tan abstraída con su celular como él y la mayoría de los que están en el VIP.

Antes de dejar la revista en la mesa ratona, curiosea los lugares de interés de São Francisco do Sul, cómo llegar: en bus, por carretera o en avión, al aeropuerto de Joinville, y le saca una foto a la tapa. Desenchufa el cargador y vuelve a mirar a su… ¿Qué es Ana? De repente la siente lejana, mucho más que la media docena de mesas que lo separa de ella. Está a años de distancia, y no es por la edad o el momento de vida. Está lejos, a un muro invisible de separación.

Se levanta del sillón, regresa a la mesa donde está ella y agarra la valija.

Ana levanta la vista y lo mira extrañada antes de preguntarle:

—¿Dónde vas?

—Al baño.

—¿Con la valija?

—Sí. Ya vuelvo.

Con paso apurado, sale del VIP y se detiene en la pantalla de vuelos. El que tiene destino a Buenos Aires sigue en «delayed». Dos líneas debajo está anunciado el que tiene como destino Joinville. Sale dentro de una hora.

Mira en dirección al VIP y vuelve a mirar la pantalla. Con la mirada fija piensa que sí, que va a ir a esa isla a la que quiso ir desde un principio. La coincidencia de haber encontrado esa revista, ahora lo siente, no es azarosa: es una señal que tiene que decodificar. Por un instante se acuerda del brujo del taparrabos de yaguareté.

—Se cae nuestro avión —Ana ahora está al lado y le acaba de hablar.

—Me asustaste. ¿Qué decís? —le contesta y vuelve a mirar la pantalla.

—No, Gaspar. Nuestro avión —le repite, como si le hubiera leído los pensamientos—. Al final, el chamán tenía razón.

—¿De qué me hablás? ¡Qué chamán ni qué chamán! Eso lo dije yo. —Y la insultaría, tan solo porque se siente descubierto como un niño antes de hacer la travesura.

—Ya sé que lo dijiste vos, pero al final no era en joda. No sé qué te ocurre. Te juro que sos otro. Estaba por decirte lo bien que la había pasado y ahora todo se fue al carajo, no sé. —Se le abrillantan los ojos—. Te juro que me encantaría poder ayudarte, pero se cayó nuestro avión antes de levantar vuelo. No sé. No sé… No sé, Gaspar. Te deseo suerte, pero no voy a ir detrás tuyo. ¡Y te juro que lo habría hecho!, pero estás eligiendo dejarme atrás. —Le señala la valija.

Él la mira en silencio, respira hondo y le dice:

—Lo siento.

Ana agarra esa respuesta estándar y se la devuelve, sin furia, pero con resignación y voz resquebrajada:

—¿Lo siento? —le repite como pregunta, con los ojos humedecidos—. ¿Lo sentís? No parece en lo más mínimo.

Y claro que ella tiene razón: no lo parece porque no lo siente. Eso es lo que él piensa y calla. La respuesta que ella le quiso arrojar al pecho, se ha estrellado contra su muro invisible. Lo único que la puede atravesar en este momento, filtrarse por entre sus junturas hacia afuera y hacia adentro, es el enojo.

—Chau, Gaspar. Buen viaje —le dice ella antes de darse vuelta e irse, pero no al VIP que él pagó, sino a los asientos cercanos a la puerta de embarque.

En cuarenta minutos sale el vuelo a Buenos Aires, ya operativo. El de ella, porque el suyo, a Joinville, sale en menos de una hora y todavía tiene que conseguir pasaje.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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