EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

Cuando Gaspar abre la ducha y el chorro le da en la cara, tiene otra imagen: se ha tirado al mar, pero ahora puede verse desde afuera. Es delgadísimo, con el pelo que le llega a los hombros, castaño pero aclarado por el sol, la piel curtida por el mar, barba candado y ojos celestes. Es decir, poco y nada que ver con él, que tiene al menos veinte kilos más que aquel, barba recortada a dos milímetros día por medio, ojos marrones del común y pelo corto también del común, aunque de peluquería. Ah, y en esa ensoñación, o lo que sea, se llama Édouard. Y es francés.

Rápido se pone champú y se refriega el pelo, como si así se pudiera despegar las costras de imágenes que se le han adherido. Imágenes ajenas en un mar ajeno, como el del poema que escribió. ¿Cómo seguía?

 

Tres segundos después,

ya no pensará que este mar

le sea tan ajeno como antes.

 

Logra recordar. No sabe si era lo que seguía justo después o bastante más adelante, pero se queda satisfecho de haber podido encontrar otra pieza del rompecabezas.

Se enjuaga rápido y sale del baño.

Ana está hablando con su nena, a la que dejó con sus padres.

Mientras simula estar concentrado en vestirse, escucha todo lo que puede la conversación. Aun a miles de kilómetros, ella no ha dejado de hablar con su hija una sola noche de este feriado largo y preguntarle si la pasa bien con sus abuelos. Si él decidiera ser padre, lo sería con Ana: sabe priorizar a su hija, pero, al mismo tiempo, no descuida el trabajo: da cuenta de ello su tablet en la cama, con el calendario abierto y, por si fuera poco, en este momento ella se da vuelta y le indica con una seña que se acomode el cuello de la chomba Tommy Hilfiger que se acaba de poner.

Pero la pared de cristal lo frena. En realidad, más que transparente, es invisible. Y por cómo lo detiene en seco, sin importar cuánto envión tome en su intento amoroso, es más un muro. Un muro invisible.

 Cuando se acomoda el cuello, ella levanta el pulgar y se despide de su hija con una sonrisa. Él apuesta a que la nena, al otro lado de la línea, está de la misma manera.

Al salir del hotel, Gaspar le propone que vayan por la playa. Ella le dice que es más largo y ya están bastante demorados para llegar a tiempo con la reserva. Él insiste.

Van caminando por la vereda que la bordea y, en un punto, él le suelta la mano y se deja llevar por el impulso de bajar a la arena.

Se acerca lo máximo posible al agua y mira el mar mientras oye la rompiente de las olas, intentando descifrar qué le ocurrió a la tarde. La cosa metálica está ahí, a una marea de distancia. Las olas existen porque la cosa maquinal ha cobrado vida y se mueve después de mucho tiempo.

—¿Y? —La voz de Ana suena unos pasos por detrás.

—Listo. Vamos. —La impotencia se le cuela en el tono de voz a Gaspar.

Y no es que esté acostumbrado; de hecho, en general ha conseguido todo lo que quiso. Esta impotencia es distinta, como si no le fuera propia, pero a la vez sí, de antes, de algún tiempo que no le es propio… pero a la vez sí. Se le viene a la cabeza un año: 1963.

A la impotencia se le suma el mismo y desconocido enojo que lo abordó en la playa.

—Vamos —modula el gruñido para que parezca una voz lo más humana posible.

Igualmente, Ana no se lo deja pasar y se lo hace saber con la mirada ceñuda. Respira hondo, entreabre la boca, pero finalmente la cierra sin decir una palabra de las mil que debió de tener para dispararle. Se limita a darle la mano y, así, tironearlo suavemente para retomar la caminata.

Llegan al restaurante, el típico de veraneo, con todo de calidad intermedia y armado para la temporada, incluyendo edificio, mobiliario, vajilla y menú. Ana se acerca a la recepcionista del lugar y comienza a hablarle en portugués, algo que Gaspar evita hacer toda vez que puede: nunca se ha llevado bien con el idioma, como lo hace cualquier otro argentino. De hecho, ya en el aeropuerto, Ana se rio de las indicaciones que él intentaba darle al taxista para ir al hotel y más se rio cuando este le preguntó si era italiano. Divertido, él le contó que no era la primera vez que le ocurría. Años atrás, cuando vino con sus amigos, ellos lo hacían hablar siempre a propósito y, en más de una ocasión, los brasileros le hicieron la misma pregunta. La razón era muy sencilla: la pésima pronunciación, mucho peor que la de cualquier otro argentino.

—Perdimos la reserva —dice Ana que, al verle la cara, matiza—: pero tampoco es la gran cosa. ¿Te acordás del bolichito que vimos al pasar? No es mala la idea de comernos un…

Gaspar imposta la mejor sonrisa que le sale y va directo al lugar donde está la recepcionista.

Ista es nostra última noiche quí —le dice en un lenguaje que, además de mal pronunciado, tiene más palabras en italiano o algún idioma que casi existe, pero que seguro no es ni castellano ni portugués.

—Hablo español, señor —le contesta la empleada del restaurante—. Le decía a su señora que hemos tenido que ceder su reserva y no nos queda más lugar.

Gaspar mira por detrás de ella y efectivamente, la treintena de mesas está con gente. Se ubica de tal manera que Ana queda a sus espaldas y le dice:

—Es nuestra última noche aquí, señorita, y realmente estoy dispuesto a que sea muy especial. —Saca con disimulo su billetera. La propina que le entrega equivale a una cena con champaña allí. —¿Hay manera de que me pueda ayudar?

La recepcionista mira en dirección al salón y, una seña después, dos camareros ejecutan una maniobra de Tetris con la que improvisan una mesa que bastante dista de ser la mejor, pero es la única posible.

Antes de que alguno de los camareros atine a traerles el menú, Gaspar les pide su premeditada champaña, aunque, a pesar del logro, no puede ocultar cierto fastidio: perdieron la reserva por su culpa y ahora tiene que conformarse con lo que hay.

—Si vos querés, nos vamos a otro lado —le propone Ana—. Se trata de pasarla bien. Si no fluye, no fluye.

«¡Vos no entendés nada! ¡Basta de querer que todo fluya! ¿No te das cuenta de que es imposible pasarla bien todo el tiempo? ¡Dejá de querer congeniar, arreglar, parchar o lo que carajo quieras hacer para que todo funcione, porque nada tiene por qué funcionar bien todo el tiempo!», le diría. Sin embargo respira, manufactura una sonrisa y le responde:

—¿Después de lo que le di de propina?

—¿Qué propi…? Con razón te vi haciendo movimientos medios raros. No tendrías que haberlo hecho, pero gracias, en serio. —Le agarra una mano.

—Nos quedamos acá y en esta mesa, que es la mejorúnica que hay.

Ana celebra la ocurrencia de Gaspar Moureau con una sonrisa igual de fabricada, que él no compra:

—¿Te pasa algo?

Ella sacude la cabeza y los rulos acompañan.

—No sé. Te lo pregunto —insiste él.

—Nada, todo bien. —Vuelve a hacer el mismo gesto.

—Avisale a tu cara, entonces.

Ana lo mira en silencio. Seria.

—Mirá, Gaspar, la verdad que no sé qué te pasa.

—Nada. Solo que te veo una sonrisa de plástico y no me parece que haga falta entre nosotros. Tan sencillo como eso.

 —¿Tan sencillo como eso? No, no es tan sencillo. La verdad que desde que llegamos, te veo enchufado más con el trabajo que conmigo.

—¿Vos me viste en estos días con el celular?

—No, porque lo tenés apagado desde que llegamos. Y eso es porque debés tener todo en llamas. ¿O vos pensás que me creí que esta era una mini luna de miel?

—No es así, Ana.

—Claro que no es así. Somos grandes, Gaspar. No nos mintamos al pedo. Lo único que celebro es que acá te desconectaste de la agencia y no estás con la computadora o el celular todo el día facturando. Te juro que si lo hacías, me volvía.

¿Ahora resulta que le hace un favor? ¿Pero quién carajo se cree que es esta minita? A ver, ¿por qué le tiene que tener paciencia? Él a ella. Encima que pagó los pasajes, el hotel… «No, frenate», se dice. No va a ir por ese lado. Esos pensamientos mezquinos no son de él. No es un rata…

—Avisale a tu cara. —Ella se los interrumpe, con gesto de revancha.

—¿Eh? —atina a responder mientras baja un cambio, o esta noche termina estragada en la próxima curva… e imposta otra sonrisa.

Ana se la acepta y él se da cuenta, porque al fin y al cabo los dos están tratando de hacer lo mismo ahora: salvar una velada a la que él le tiró el primer torpedo de cinismo.

«Un submarino. Eso tiene que ser», piensa, en la cosa metálica.

—En serio, Gaspar, ¿qué te pasa? —Ella lo vuelve a traer a la superficie—. Desde hoy a la tarde que estás más chiflado que de costumbre, pero ahora en modo «loco malo».

Y él no sabe qué le pasa. Ni siquiera lo que ha comenzado a ver. «Estrés», se dice, pero no. Hizo la prueba de desconectarse de todo y no porque la agencia estuviera en llamas, como ella le acaba de decir. Es más, dejó todo tan bien organizado que le ha bastado con prender el celular mientras ella dormía para eliminar todos los mensajes y dejar los tres o cuatro importantes que responderá mañana en el aeropuerto, mientras esperan para embarcar.

… Pero qué le pasa, no lo sabe. Loco malo, no. Quizás malhumorado. No, es más que eso. Enojado. Sí, eso es, aunque no sepa el por qué.

Levanta el menú que les acaba de dejar el camarero en la mesa.

—¿Pedimos algo?

Ella extiende un brazo por sobre la mesa, hasta agarrarle la mano.

—Disfrutemos, Gaspar, que mañana nos vamos.

Él sonríe, pero ahora con lo mejor para darle vida. Langosta ella, moqueca de cangrejo él, y un surtido de camarones para compartir. Todo marida con el champán que pidió ni bien se sentaron. O casi todo: los «adicionales» que el personal del restaurante deja entrar interrumpen la conversación que intenta sostener con Ana. El combo es polifacético: músicos que se meten, tocan dos canciones y pasan por las mesas su sombrero panamá; un malabarista que se autofesteja las destrezas a viva voz, forzando así el aplauso de los comensales.

El broche de oro está dos mesas más allá: un disfrazado de aborigen local, con plumas y taparrabo de piel de yaguareté, que tira conchas en la mesa y lee el futuro.

Al menos el tipo tiene el decoro de que su taparrabo no sea lo escaso de tela que es una sunga, piensa Gaspar, y, en vez de estar en cueros, lleva algo como un chaleco hecho con la piel del mismo felino. La idea de lookearse así no es mala, opina mientras lo observa. Pero si la piel fuera auténtica, tendría problemas con algún ecologista que esté cenando aquí y, si fuera falsa (de las muy chinas), se ganaría la reprobación de los estetas.

¿Qué le aconsejaría si fuera cliente de la agencia y quisiera abrir un sistema de franquicias? Un manual de marca que exija a los franquiciados del brujo oler bien, tener el cuerpo fibroso que manda el estereotipo y, fundamental, mantener los largos de la ropa «y sunga debajo del taparrabo por las dudas, porque sos adivino de la compañía y no stripper», completa su hipotética asesoría. Y mantenerse lejos de la mesa de Gaspar Moureau.

Pero esa última recomendación, es la que el «brujo» justo desoye y, como si le hubiera oído los pensamientos, viene directo. «Y sí, cómo no», se recrimina Gaspar, que se ha percatado de que el tipo lo pescó mientras lo miraba fijo y pensaba en todo eso.

Voltea en dirección a Ana, con la esperanza de que aquel lo perciba y tuerza el rumbo, pero es peor: ella también lo mira, solo que muy entusiasmada.

Respira hondo y se consuela con pensar que al menos la noche se está alegrando y volviendo a ser como lo ha sido todo el fin de semana… hasta la tarde de hoy y esa visión bajo el agua.

El tipo se detiene en la mesa de ellos y Ana acepta rápido su propuesta de leerle el futuro.

Presto, hace un lugar y extiende una esterilla del tamaño de un individual. Más mirando a Ana que a él, les explica sobre unos espíritus: Erzulie, Legba y otros orishas cuyos nombres Gaspar no entiende del todo. Luego mete la mano en una bolsa hecha de la misma piel felina que su vestimenta y saca unos caracoles pequeños. Se los lleva a la frente, con los ojos cerrados y luego al pecho, musitando al mismo tiempo unas palabras que a Gaspar le siguen siendo ininteligibles.

Ni bien los abre, el hombre los tira con tal destreza que los dieciséis caracoles se distribuyen sin salirse de la esterilla, y comienza a decirle a Ana lo que ve allí.

Él entiende más o menos lo que el adivino-brujo-lo-que-sea le va diciendo a Ana: que es una mujer especial y que va a tener un cambio pronto.

Al borde del fastidio por tamaña generalidad, Gaspar se fija ahora en la bolsa y en la ropa del «aborigen». Auténtica o buena imitación, no luce para nada made in China. Vuelve a prestarle atención a lo que le sigue diciendo a Ana y descifra que habla de que su hija va a llegar lejos en la vida.

Al verla asentir con sonrisa de satisfacción, piensa que a qué madre no le gustaría eso para su hija. Pero para no ser mala onda, se abstiene hasta de negar con la cabeza ante tan marketinera afirmación, bastante lejos de la adivinación y muy cerca de las que él les hace a sus clientes. De hecho, si el brujo le hubiera dicho que era su hijo, Ana hubiera dejado de asentir como lo hace sin darse cuenta, y el brujo del yaguareté se hubiera enmendado en el acto: «Oh, no, no, ahora lo veo mejor: no es un hijo sino una hija lo que tiene usted».

Pero cuando oye al brasilero decirle algo sobre el padre de su hija y Ana se acomoda en la silla, seria, él le da un pequeño crédito.

El brujo sigue diciéndole cosas que Gaspar no logra entender del todo hasta que, en un momento, se calla y Ana le agradece. Más relajada, lo señala y eso sí lo entiende Gaspar, que se niega en el acto.

—Tenés que hacerlo. Es un groso —le insiste Ana.

Él acepta con un encogimiento de hombros y el hombre repite el ritual de llevarse los caracoles a la frente, al pecho y tirarlos sobre la esterilla sin que, de nuevo, ni uno caiga fuera.

A diferencia de lo que hizo Ana, el adivino no se larga a hablar enseguida. Concentrado, alterna miradas entre los caracoles y Gaspar, que lo ve como una teatralización previa a las generalidades que seguirán como: «usted tiene un problema».

Sin embargo, lo primero que le dice el brasilero es algo sobre el mar. «Y sí, idiota, estamos en Florianópolis —es la primera respuesta, impulsiva e iracunda, que se le ocurre—. Es obvio que hay mar».

Se le viene a la cabeza la cosa metálica y alargada que, no sabe cómo, pero desde que se sentó a la mesa sabe cada vez con más certeza que es un submarino. ¿Y si el brujo le llega a hablar de eso? Vuelve a respirar hondo y trata de pensar en otra cosa, no sea que le lea la mente en serio.

El tipo no tiene esa capacidad, pero tampoco necesita de mucha clarividencia para darse cuenta de que Gaspar no le entiende bien. Por eso es que empieza a mechar palabras en castellano y, así, logra decirle algo sobre la dificultad de respirar.

Con ceño fruncido, el empresario lo mira fijo mientras intenta descubrir cómo le pescó eso. Es asmático, ahí está la respuesta. Pero ahora está perfecto y, además, el ruido de la música, las conversaciones y los cubiertos contra la vajilla no le permitirían ni al mejor neumonólogo del planeta darse cuenta.

El chamán se agacha para decirle al oído:

—Usted deve ir —en un portuñol que remata con—: Longe do aqui. Mucho… lejos. Deve

—Mañana nos vamos —lo interrumpe Gaspar, en voz baja.

Não. Usted solo —y mirándolo con los ojos bien abiertos, refuerza—: ¡Solo! Lejos da Argentina.

Él casi que le cree, pero ya una vez le creyó a una chamana-bruja y no va a volver a cometer el mismo error.

Le agradece con una sonrisa, deja los billetes en la mesa y se va.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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