EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo

—¿Qué te dijo? —le pregunta Ana.

El primer trecho del camino al hotel lo han hecho caminando. El aire tibio de la noche los invitó a bordear la playa de a pie y no en taxi.

—Nada. Boludeces —se limita a responder él—. ¿Y a vos? En un momento te noté incómoda.

—Al principio nada, como a vos, pero en un momento me dijo algo que me dejó helada.

—¿Qué?

—Que desde hoy va a pasar mucho tiempo para que cuente con el padre de mi hija.

—¿Y qué tiene de especial? Vos ibas asintiendo, con lo cual el tipo iba pescando más o menos cómo eras vos y te picó el boleto de que criás a tu hija sola. Está bien que se tiró un poco a la pileta con eso, pero tampoco una cosa de kamikazes.

Ana se detiene y se le quiebra la voz al decir:

—Lo metieron preso.

—¿Qué? —Él también se detiene.

—Mi mamá me avisó hoy.

—¿A tu ex?

—¡No es mi ex! —le contesta con un par de lágrimas que le han rodado por la cara—. Me duele por mi hija. No sé cómo decirle mañana, cuando la vea. ¿Sabés lo que va a ser para ella?

—¿Y qué hizo?

—Estafa. Ese tipo siempre fue un peligro con la plata.

Gaspar resopla y, cuando hace el ademán de retomar la caminata, ella lo agarra de la mano y lo para.

—¿Me abrazás?

—Sí, claro. —Y lo hace.

—Perdón que te lo pida. Me siento una tonta, pero no puedo más.

—No hay problema —le contesta y se enoja consigo mismo: «sí, claro», «no hay problema» son respuestas que se le dan a un extraño en la cola del banco cuando le pide a alguien que le guarde el lugar.

Y se enoja aún más cuando siente que, entre su abrazo y el cuerpo golpeado de Ana, está el muro invisible que no logra atravesar para conectarse con ella como solía conectarse con sus anteriores parejas. Claro que Ana no lo es, y tampoco lo será, porque esa pared que lo rodea impedirá que lo sea. En ese momento, Gaspar se siente como un pedazo de carne. Inerte. Uno frío, como cualquiera de los que se encuentran en la heladera de cualquier supermercado. Se le puede ver el color, la textura y palparle la consistencia; pero hay un film protector que impide saborearlo y olerlo, que es lo que en verdad vale. De hecho, puesto al sol, el film hará que se pudra más rápido.

Protección. Esa es la utilidad de su muro invisible. ¿Pero a quién de quién?

«No te mientas», se responde. Ni con sus anteriores parejas pudo atravesarlo del todo. Ni con ellas ni con nadie, en realidad.

La abraza más fuerte, quizás para aferrarse a algo mientras, con la cabeza apoyada en el hombro de ella, deja que su vista se pierda en el mar. «Un submarino nazi», completa la visión. Eso es lo que vio hoy a la tarde, cuando estaba bajo el agua. Y claro que la imagen es imposible: ¿un submarino a un metro y medio de profundidad? ¿Y nazi?

Ana afloja un poco el abrazo y, arqueando el torso hacia atrás, lo mira a los ojos, le pregunta:

—¿Qué te dijo el chamán?

—¿Chamán? —Gaspar se ríe, ganando tiempo para pensar en la respuesta—: Vos sabés portugués, así que soy yo el que te tendría que preguntar qué me dijo.

—No te hagás el bolas —insiste, mitad seria y mitad risueña—. ¿Qué te dijo en secreto?

—Secretos, secretos son.

—Listo, quedamos así. Mientras no te haya dicho que me mates porque no te convengo.

—Algo del viaje. Eso es lo poco que le entendí —miente a medias.

—¡Se va a caer nuestro avión! —bromea ella.

—¡Eso! —redobla la mentira.

—Perfecto. Vamos al hotel, que me pegó el champán y tengo ganas de despedirme de este mundo como corresponde… —Lo mira como él sabe.

—¿Durmiendo?

—Así te voy a dejar.

—Veremos quién a quién. —La mira con deseo.

Y, antes de retomar la caminata, mira el mar por última vez. Hace muchos años se quedó en ese submarino nazi. No sabe cómo, pero lo sabe con certeza.

Cuando llegan al hotel, Gaspar se acuesta y mira cómo se desviste Ana. Incluso cuando no está atenta a ello, su manera de quitarse la ropa lo hipnotiza. O quizás el imaginarse lo que seguirá, con ese cuerpo que aún no llega a los treinta en acción.

Gracias a ella ha vuelto a tener el ímpetu perdido con su ex. Con sus ex, porque con todas pasó lo mismo: el tiempo le fue menguando el deseo. El tiempo, un poco; él mucho más. Lo aprendió en el consultorio de un psicólogo al que fue algunas veces cuando intentaba salvar su primera pareja. Allí entendió que las cosas son de a dos, pero se guardó para sí el porcentaje de participación.

Pero para que no vuelva a sucederle lo mismo con Ana, no va a permitirse estar de otra manera que la de ahora. Tres fracasos previos son suficiente muestra de que él es siempre será accionista mayoritario en las sociedades conyugales derrumbadas en el hielo.

Ya desnuda, Ana se acuesta a su lado y le acaricia el pecho en un recorrido descendente que bien sabe cómo le gusta. Se detiene en el abdomen y lo roza vaporosamente con las uñas. Sus músculos, que temblequean decidiendo si quedar contraídos o laxos, le indican que encontró el punto justo. Solo le queda bajarle el bóxer y subir la apuesta con besos que, en no mucho más, se convertirán en gemidos.

Pero esta vez él no la agarra del pelo con la fuerza que a ella le gusta, ni tampoco la aferra para hundirse en su boca. Esta vez ni la manera de desvestirse ni las caricias surten efecto. Puede que se haya tomado unas gotas de champán de más, pero bien siente él que no.

—¿Estás bien? —le pregunta ella.

—Vení que te muestro cómo estoy —le responde y la besa con simulado ímpetu.

«Estoy a medias —debería responderle—. Bien a medias», como siente que está lo que cubre el bóxer.

Vuelve a besarla y piensa en Lorena, su primer ex, en alguna de esas noches donde se daban con todo lo que sus incansables veinticinco años le permitían. Suele funcionar, pero no ahora.

Se eyecta del pasado y regresa con Ana, que lo besa de esa manera que suele dejarlo al borde del estallido, pero que hoy no.

Piensa en Fabiola, su segunda ex y al instante hace zapping: con ella no pudo erectarse la primera noche. Pasa a Sofía, la última ex y lo que más le gustaba de ella: su belleza cabalgándolo mientras buscaba su placer, porque ella sabía que eso lo hacía sentir lo suficientemente poderoso como para tener su orgasmo bien ganado. Pero ni así logra Gaspar salir de su «a medias». De hecho, ya tiene demasiadas mujeres en su cama y, por los gestos de Ana, en cualquier momento la despedida de Brasil que ella pretendía quedará a medias.

¿Y qué si así fuera? Él no tenía previsto coger. Tiene más la cabeza puesta en ese submarino imposible y su esvástica semicubierta por las criaturas del mar. ¿Por qué tiene que hacer de mancebo si no tiene ganas? ¿Qué tanto le debe a Ana, que tiene la obligación de rendirle en la cama? «Salí, loca, no me jodas, que tengo cosas más importantes en la cabeza que un polvo». Eso le diría.

… Y ahí está de nuevo su enojo.

La frustración le habla cada vez más fuerte, pero ahora él va a gritar. A gritarse para adentro, con enojo. Y más aún: con furia.

¿Muchas mujeres? Sí, y las va a traer a todas a su cama ahora mismo, a mezclar lo que recuerda de ellas y de las amantes, porque de todas atesora alguna escena. Será como una videollamada porno en mosaico. Y si la cabeza le estalla, no le importa.

De repente se encuentra sobre Ana, con las piernas de ella en los hombros. Si a ella no le gusta, no le importa: va a combatir a muerte con el orgasmo que pretende tener. Sin embargo, el cuerpo comienza a abandonarlo. Sus rodillas raspan contra la sábana y le falta el aire.

Pero va a seguir. Cierra los ojos: el mínimo gesto de displacer que le vea, lo va a hundir y él no va a morir asfixiado.

Finalmente, los gemidos de Ana lo salvan. Los conoce. Está acabando y él, con energía sacada de algún oscuro hechizo, o del enojo, también estalla de placer. Un orgasmo agónico, pero orgasmo al fin.

Por unos segundos, pulsantes, ha logrado desgarrar el muro invisible que, unos segundos después, pétreos, vuelve a sellarse.

Extenuado, se deja caer al lado de Ana.

—Hacía rato que no te veía tan aguerrido —le dice ella.

Si en pocos meses que hace que salen ya le pasa esto, piensa él, con más razón es que tiene que atenerse al plan original: no habrá una cuarta pareja. No más bancarrotas emocionales.

—¿Viste? Ahora, este viejito necesita descansar. —Se pone boca abajo.

—¿«Viejito»? ¿Dónde? —le contesta ella mientras le acaricia la espalda, en son de paz.

Y eso es lo último que oye, porque se queda dormido.

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2 Respuestas

  1. Marcos Saraniti dice:

    Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?

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