EL MURO INVISIBLE – novela en desarrollo
A las 8.30, la alarma del celular despierta a Gaspar. Había quedado activada desde los días en que dormía en una cama con un lado para él y otro para Sofía. Se despertaban a la misma hora y, coordinados, mientras ella se duchaba, él se quedaba en el antebaño afeitándose para luego intercambiar lugares.
Luego de un desayuno, para el que habían dejado más o menos preparados los utensilios en la mesa, partían en el auto; él la dejaba en el estudio jurídico y seguía su recorrido hasta la agencia.
Así, 7 años con el celular sonando a la misma hora, de lunes a viernes. Cuando Sofía lo dejó, el celular siguió sonando a esa misma hora. Cada tanto, a la Siberia de sábanas la llenaba Ana, pero la mayoría de los mañanas él enfrentaba una bacha llena de platos sucios y su coche iba directo a la agencia, donde pedía al bar de abajo que le trajeran algo para desayunar.
Desde entonces, de su vida normal solo le queda la alarma. Y ni qué decir estos últimos dos días, donde ve submarinos a un metro y medio de profundidad y recuerda/vive/imagina la vida de un Édouard francés… y deja plantada en el aeropuerto a una mujer que se ofreció a llenarle la otra mitad de su cama todos los días que él quisiera.
«¡Ana!», piensa mientras respira para adentro bruscamente. Manotea el celular, lo desenchufa y lo desbloquea. Hay una respuesta: llegó bien. «Y vos?», así termina su escueta línea de texto.
¿Y él, qué? ¿Qué le va a contestar siete horas después? ¿Qué se quedó dormido, como un forro, en vez de haber aguantado un poco más y desearle feliz cumpleaños a las 00.00? Aunque más forro es haberla dejado en el aeropuerto, como el demente que es. Y a horas de su cumpleaños. Demasiado bien que ella le contestó. Es mucho mejor persona que él, evidentemente.
Decide escribirle una explicación… pero se agota con solo pensar en la palabrería, igualita a la de sus clientes cuando no le pagan las facturas y se desarman en excusas que ni ellos se creen.
Ya verá más tarde qué le escribe. Ahora va a salir y no quiere que ella le vuelva a contestar y él volver a dejarla horas sin respuesta, o, para que eso no ocurra, estar pendiente del celular. Necesita pensar qué decirle. Lo tiene claro. En realidad, necesita pensar.
¿Cómo era el apellido de Olinda?, se pregunta enseguida. No se lo acuerda. Y era obvio que le iba a suceder. ¿Por qué no lo anotó? Si eso mismo es lo que hace con las ideas que tiene para las campañas de sus clientes.
Se levanta y, cuando se echa agua en la cara, el chispazo de anoche vuelve y le enciende la cabeza: «¡Da Silva!».
Y ahora que se lo pudo decir a sí mismo, más imágenes vuelven a su cabeza, más nítidas incluso que las anteriores.
Qué bueno leer el principio, Germán!! Está bien que empiece la historia nomás en los primeros párrafos. Te atrapa de entrada. No desentona para nada con el resto que tenía leído. Metele! Cuándo seguimos leyéndola?
¡En breve! Por lo pronto, la voy a ir poniendo acá.