Ochenta toneladas de acero
El andén se inflama con la muchedumbre anónima de las siete de la mañana. Cientos de bocas se desencajan en bostezos como protestas silenciosas. El aire frío de agosto condensa las exhalaciones en efímeros fantasmas de vapor y arranca algunas lágrimas que manos resecas y cuarteadas limpian al descuido. El loco merodea, invisible entre el enjambre. Sus cabellos lacios, de un rubio ceniciento, enmarcan un rostro alargado y plano, de labios finos que se aprietan en un rictus de impaciencia mientras su cuerpo se agita, se inquieta en la espera del tren. Y su mirada furtiva aletea como una bandada de pájaros negros a través de la estación, buscando.
Ajena a la amenaza, Emilia observa desde la curiosidad de sus seis años a obreros y grupos de estudiantes; a mujeres con aspecto de enfermeras y a hombres que visten con resignación estoica sus trajes gastados. Y a esa otra niña, probablemente de su misma edad, que desde más allá le devuelve la mirada. Al igual que ella, no se aparta de la seguridad de la mano de su madre.
Si bien no se conocen, Emilia siente que sus destinos se abisman uno sobre el otro. El tiempo se curva y se estira en torno a ellas en un instante que se vuelve infinito, y desde la distancia se comunican sin necesidad de palabras. Se admiran los abrigos, los vestidos, las cintas de raso con las que sujetan sus cabellos, los zapatos brillantes como escarabajos de cromo. Se hacen gestos, simulan fumar exhalando el vapor de sus alientos en el aire frío, se ríen.
El silbato anuncia el próximo arribo de la formación. Emilia y su nueva amiga se demoran en la despedida mientras son llevadas de la mano hacia el borde del andén cuando, de entre la multitud, irrumpe el horror. En un arrebato demasiado absurdo para alcanzar a entender lo que pasa, Emilia ve cómo una forma oscura y robusta se abre paso entre la gente y arranca a la otra niña de aquellos brazos protectores, para arrojarla con furia a las vías en el instante mismo en que hacen su ingreso las ochenta toneladas de acero de la locomotora diésel.
Un instante dentro de otro instante, infinito sobre infinito, cada una de ellas ve, en ese último momento, su propio horror reflejado en la mirada de la otra. Y cuando esa misma noche Emilia intente vanamente conciliar el sueño, ni el recuerdo de los gritos desgarrados de la madre («¡Julia! ¡Julia!»), ni el de la furia de la muchedumbre abalanzándose sobre el loco para lincharlo, lograrán apartar de su mente aquella enigmática mirada terminal.
¿Acaso Julia le sonrió al final?
De allí en más, la impresión de ese momento queda grabada a fuego a lo largo de la vida de Emilia. Siente sobre sí la mirada intensa de Julia mientras su cuerpo cambia para dejar atrás los años de infancia; desea con esos otros ojos a sus primeros amores, y cuando conoce al hombre que se convertirá en su esposo, reconoce a través de ellos el amor verdadero. Desde el abismo oscuro de esa mirada contempla con ternura la vida nueva cuando da a luz a cada uno de sus tres hijos. Y siente que sucumbe a ese mismo abismo cuando, cuarenta años más tarde, despide a su primogénito en una cama de hospital.
Dos décadas después, cuando el cáncer irrumpe en su cuerpo envejecido con la misma fuerza irrefrenable de aquellas ochenta toneladas de acero, Emilia siente que esa mirada la envuelve en un velo de oscuridad. Y desde una conciencia que se desvanece como vapor de aliento en una mañana fría de agosto, percibe cómo las formas vagamente entrevistas de su marido, hijos y nietos a su alrededor terminan por perderse en una multitud de sombras. Siente que se achica o tal vez que se aleja y, en un último gesto entre desesperado y confundido, se aferra a la mano de su hija… ¿o acaso es su madre?
Y por primera vez en casi toda una vida, siente al fin que la fuerza de esa mirada ajena se retrae, se aleja y la libera. En medio de una luz grisácea y triste cree vislumbrar la figura de un joven conscripto, de pie sobre lo que parece ser la plataforma de una estación de tren. Más allá, a una mujer en guardapolvo de maestra, mientras un oficinista calvo y gordo pasea su espera con un cigarrillo. Y allí esa otra niña que, apegada a las piernas de su madre, busca su mirada.
Se admiran los vestidos, entonces, y los abrigos. Y las cintas de raso con las que sujetan sus cabellos y los zapatos brillantes como escarabajos de cromo.
Emilia quiere decirle a Julia que no tenga miedo, que ciertamente hay tragedia en la vida pero que siempre valdrá la pena. Quiere decirle tantas cosas… pero no hay tiempo. Apenas alcanza a sonreírle cuando de pronto una forma oscura de cabellos cenicientos irrumpe ante ella. En un arrebato salvaje la alza por sobre las cabezas de la muchedumbre y la arroja hacia las vías del tren.
Inexorables, las ochenta toneladas de acero vienen a su encuentro.
Me encantó volver a leerlo! Hermoso cuento circular sobre la lotería que son las tragedias en la vida, lo inevitable del destino y cómo nos toca a todos aunque le pase a los demás.