El bailarín de la plaza

El bailarín de la plaza

Melvin, un aclamado bailarín urbano, pasó la mañana formando bellas figuras en el suelo de la plaza con sus patines. Estos trazos artísticos en el suelo luego se elevaban hasta tomar vida y esencia. El cuerpo robusto del danzarín se movía con una naturalidad tal que parecía ser dirigido por un maestro de baile situado en algún plano de una realidad diferente a aquella en la que vivía.

Rodeado de gente que se apasionaba viéndolo, juntó plata suficiente para el almuerzo. Regresó caminando con su nueva amiga, una niña que había conocido la noche anterior: había aparecido dormida en su colchón, con un violín maltrecho entre sus brazos. Él vivía debajo del puente, ubicado en la parte más silenciosa y fría de la ciudad. Al momento de conocerse, se calentaron con una fogata que los mantuvo unidos. Hablaron de música y deseos, de las ganas que tenían de ir por unas pizzas y de lo inexplicable de ciertas cosas que ocurrían en la ciudad. Pasaron la noche juntos.

Él la invitó a comer: el hecho de que fuera una niña pequeña le despertaba cierta actitud paternal.

Caminaban por un sendero que los alejaba de la parte céntrica y populosa de la ciudad, y así, de la nada, la niña le preguntó qué era ese bulto que le notaba entre las piernas. Melvin se sonrojó. La niña hizo el ademán de querer manoteárselo, pero él la detuvo. La miró a los ojos unos segundos, intentando leer su mirada. Ella parpadeaba nerviosa y el brillo de sus ojos se interrumpía indecisamente.

—Te cuento qué es esto —le dijo—, pero no le tenés que decir a nadie, ¿me lo prometés?

La niña afirmó con un movimiento sumiso e inocente de cabeza. Entonces avanzaron un largo trecho hasta llegar a un lugar más privado donde pasar desapercibidos.

Entraron en un parque consumido por el olvido. La luz del día se proyectaba con una intensidad extraña en aquella parte de la ciudad. Los sonidos eran apagados y se perdían en la espesura de la vegetación. Las palabras se escabullían por las confusas escaleras de piedra que caracterizaban el lugar y se acumulaban en rincones donde nadie querría ir a buscarlas.

Como la niña no apartaba la vista de su entrepierna, Melvin se sacó del pantalón el bulto: una cajita de madera. En cuanto se distrajo, ella se la manoteó y salió corriendo hasta perderse a lo lejos.

Esa misma noche, el bailarín regresó debajo del puente para aprestarse a dormir. La niña estaba de vuelta allí, acostada en el colchón, con la cajita en la mano; el violín maltrecho estaba un poco más alejado, casi abandonado.

El hombre encendió una fogata y se quedó contemplando la llama, como haciéndole preguntas en silencio al fuego.

—Te devuelvo tu caja —dijo la niña al acercarse.

—Así no funcionan las cosas por acá —le reprochó él.

—Acá nada funciona. Si funcionara algo, yo no tendría que dormir en la calle —contestó ella.

Se quedaron en silencio recibiendo el calor del fuego en la cara y entre sus manos. La luminosidad cobriza les impregnaba el cuerpo y, detrás de ellos, estampaba una sombra unificada que vibraba en las paredes del puente. La noche avanzaba acorde al sonido de las maderas que se consumían.

—Esta caja era de un amigo que ya no está —comentó Melvin—. Se hacía llamar Maestro. Aprendí muchas cosas de él y aún sigo aprendiendo.

—¿Tu amigo se murió? —preguntó la nena.

—No, nada de eso. Se cansó de la ciudad. Decía que acá las cosas no funcionaban. Deseó tanto irse que un día lo consiguió.

—Entonces se fue de la ciudad para no volver.

—Así es, exactamente como vos decís. Se fue y me dejó la caja como obsequio.

—¿Y para qué te sirvió? Además de hacerte ver un poco más… varonil —preguntó la niña con cierta picardía.

—La caja en sí no es lo más importante. Lo mágico pasa adentro y alrededor de ella. Por ejemplo, se acercan personas especiales. Como vos.

—¿Y qué hay adentro de la caja? —preguntó la niña—. Yo intenté abrirla, pero está trabada, no sirve.

—Así no funcionan las cosas por acá —dijo Melvin y le resultaron repetitivas sus propias palabras—. Para averiguarlo, tenés que pensar en algo que realmente desees. ¿Podés pensar en algo ahora?

La niña asintió, pero no confesó cuál fue su deseo.

La caja se abrió en las manos de Melvin, que le mostró su contenido a la nena. Adentro apareció un dije metálico en forma de clave musical. El brillo del metal tenía la misma intensidad que el de los ojos expectantes de la niña.

Al despertar a la mañana siguiente, ella, su violín y el dije metálico ya no estaban: había encontrado el camino hasta su deseo, la música.

Melvin volvió a acomodarse la cajita vacía en el pantalón y se sintió un poco solo, pero también satisfecho. Fue hasta la plaza, como todos los días, y creyó escuchar la dulce melodía de un violín resonante situado en algún plano de una realidad diferente a aquella en la que vivía.

1 respuesta

  1. Diego me encantó este cuento!!! Brillante, como los ojos de la nena!!

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