Trasnoche

La chica no parecía gran cosa, hasta que se rio. Era tal vez demasiado menuda y sobria, aunque el candor que irradiaban sus ojos le recordó a Sosa a la Paulette Goddard de los principios, cuando el sonido no había irrumpido aún en el reino de luces y sombras de las películas mudas.
La función de trasnoche ya había terminado y mientras el escaso público se dispersaba en las calles oscuras, Sosa se había demorado en la puerta del cine. Buscaba entre los bolsillos el celular y la tableta de chicles light (con los que intentaba, simultáneamente, reemplazar al cigarrillo y bajar de peso), cuando ella lo abordó con cierta timidez.
—Disculpe, ¿va para la autopista? —le preguntó. Sosa la reconoció enseguida: había irrumpido en la sala algunos minutos tarde para arrojarse sobre una de las butacas de las primeras filas—. Son varias cuadras. Y la verdad es que a esta hora ya no hay nadie. ¿Le molesta si vamos juntos?
Sonriendo para sus adentros Sosa agradeció, por una vez, tener aquella cara de tipo inofensivo. Le dijo que sí, que iba para aquel lado. Aunque en realidad no era cierto.
—¿Te gustó la película? —arrancó él de la forma más obvia posible, una vez emprendieron la marcha.
Ella dijo algo sobre que no solía ver películas tan viejas, ante lo cual Sosa le respondió entre risas que él tampoco. Se abstuvo de agregar, sin embargo, que siempre había amado el cine clásico. Solo que su esposa no lo soportaba.
Mientras caminaban sin prisa por las calles estrechas ella demostró una locuacidad que Sosa no hubiera adivinado desde su primera impresión: le contó que estudiaba francés, que atravesaba una situación familiar complicada, que le gustaba bailar salsa y que había adoptado a un perro de la calle. El perro se llamaba Ringo. Algunos metros más adelante se detuvo ante una enredadera que había invadido toda una pared.
—Una Thunbergia —dictaminó—. C’est très belle. Es de África, ¿sabe?
Sosa no lo sabía. De todos modos, su mente estaba demasiado atareada entretejiendo posibilidades. Con su esposa de viaje (algo le pasaba a su suegra, él ya ni recordaba qué) y siendo sábado por la noche, se sentía de un humor agradable y bien predispuesto.
—Ey —intentó su mejor Mastroianni—. Tuteame tranquila que no soy tan vie…
—Tengo hambre. ¿Usted no? Acá a la vuelta hay un lugar donde hacen los mejores panchos. Yo invito.
Ella inició la marcha y Sosa debió apresurarse para no quedar rezagado. Era un local pequeño, impregnado de luz halógena, cumbia y el olor dulzón de las salchichas hervidas. La chica pidió dos especiales, aderezos, papas extra y dos enormes vasos de cartón que rebalsaban Coca Cola.
Se sentaron uno junto al otro en unos taburetes altos ante una tabla estrecha, atornillada a la pared. Él se maravilló ante el abandono con que la chica devoraba el pancho y las papas con mordiscos amplios y profundos, seguidos de prolongados tragos de gaseosa. Él, por otra parte, había terminado en medio de un enchastre de migas, kétchup, cebollas fritas y mostaza cuando sintió que su celular vibraba en el bolsillo. Hizo lo posible por limpiarse manos y boca con unas servilletas inservibles de papel hasta que, fastidiado, sacó el teléfono con la ayuda de un pañuelo de tela. «Mamá está mejor. Te extraño», decía el mensaje, sobreimpreso sobre una fotografía tomada cinco años atrás, en la que Sosa posaba junto a su esposa en una playa. La había puesto como fondo de pantalla porque le había gustado cómo salía él.
La chica había terminado de comer y lanzó al aire un suspiro de satisfacción que fue casi un eructo. Le preguntó si tenía algún cigarrillo y, mientras volvía a guardar el celular, él le explicó que lo estaba dejando. En su lugar le ofreció un chicle. Y entonces se lanzó:
—¿Aceptás tomar algo? Cerca de la autopista seguro encontramos algún bar abier…
—No —lo cortó ella con firmeza amable—. Disculpe, pero es tarde. Además, no estoy exactamente sola. Es complicado, pero…
Sosa ni escuchó el resto. Mientras el pudor le encendía el rostro, su mirada empezó a vagar de una esquina a otra de aquel tugurio que ahora encontraba asfixiante. Cuando retomaron el camino, lo hicieron en silencio. Ella ni siquiera lo miraba ya y Sosa pensó que si él simplemente detenía su marcha ella seguiría caminando, sola, como si jamás hubieran entablado conversación alguna.
—Che, no te quería ofender —dijo él al fin—. Y mucho menos asustarte. Por tomar algo me refería a eso, una cerveza o un café. Un ratito, nada más. —Sin embargo, a medida que el silencio parecía expandir la brecha entre ambos, Sosa sintió que su buen humor cedía ante una hostilidad creciente—. Después de todo te acompañé hasta acá, ¿no? Si en realidad mi bondi pasa del otro lado de este barrio de mierda…
—Si la parada no le servía, debió decírmelo, señor.
—¡Y tuteame, la puta que te parió! ¿Qué edad te pensás que tengo, boluda? ¡Apenas pasé los cuarenta!
La chica se detuvo en seco y le lanzó una mirada que amansó al instante aquel repentino arranque de furia. Entonces, tras unos segundos que parecieron interminables, ella explotó en una risa tan inesperada y auténtica que a Sosa le recordó esta vez no solo a la Goddard, sino también a Greta Garbo, Brigitte Bardot y Audrey Hepburn.
—Perdón —balbuceó, sin mirarla—. Perdoname, en serio. No tenía derecho.
Ella se acercó con cierta cautela. Ya habían llegado a la autopista y el tránsito arremolinaba el aire alrededor de ellos en vaharadas cálidas. La noche resplandecía entre los grandes carteles publicitarios, las plantas automotrices y los hoteles de alojamiento.
—No, no lo tenías. Pero excepto por esto último, fuiste todo un caballero. Te agradezco mucho el que me hayas acompañado. Ahora sé un buen esposo y volvé a casa.
Sosa frunció el entrecejo. Ella había sacado un pañuelo y le limpió una mancha de mostaza que le había quedado en la barbilla, junto con un pequeño pedazo de una servilleta de papel.
—Me causó mucha gracia verte tan enojado y con esto en la cara.
—Che, yo nunca te dije que estuviera casado ni…
La frase se desvaneció ante aquella mirada dulce pero implacable. Él suspiró y asintió en silencio. El sonido creciente de un colectivo que se aproximaba en su dirección fue un alivio. Ella ya estaba con la mano en alto y, mientras el vehículo frenaba, a él le pareció que la chica reconsideraba algo:
—Mañana hay una exposición de gatos. Voy a ir. ¿Te gustan los gatos?
—¡Me encantan los gatos! —casi alcanzó a responder. Pero ella ya había subido y el colectivo se alejaba en la noche.
«Gatos…», resopló.
Mientras pensaba cómo volvería a casa, sacó el celular para ver la hora. En la pantalla había quedado el mensaje abierto.
«¿La chica esta habrá visto la foto…?», se le ocurrió.
Decidió que ya no importaba y que, después de todo, buscaría algún bar abierto. Nunca había necesitado a nadie para emborracharse un poco. O para disfrutar de una buena película.
«Yo también te extraño», le respondió al fin a su mujer.