Los ciclos del hábito

—¿Qué hora es? —preguntó el hombre entredormido.

—Como las seis…

Un silencio se interpuso entre ellos y, como si la costumbre de los encuentros le hicieran pensar en lo habitual de una pareja, volvió a preguntar:

—¿Qué te pasa? ¿Es porque te pedí el disfraz de novicia?

—No es por eso —respondió Carla, evitando la mirada.

—¿Y entonces qué es?

—En serio. Solo estoy cansada hoy.

El hombre apagó el pucho sobre el parqué de la habitación y se acostó a su lado para volver a dormir. Pero Carla no pudo hacer lo mismo, debía estar atenta a lo que sucedía afuera. El ruido de una moto le indicó que otro cliente se acercaba a la puerta.

Se colocó el hábito y el segundo encuentro transcurrió como si los hechos se replicaran en su habitación. «Menos mal que tiene el mismo fetiche», pensó. Nada le pareció fuera de la normalidad de las casualidades a las que uno se acostumbraba.

Esa misma noche, Rodrigo, su compañero desde hacía tres años, le hizo el mismo pedido. El baúl, que apenas cabía al lado de la cuna de la hija que tenían en común, guardaba varios disfraces, lencería y juguetes.

—Hoy te quiero como una santa —le dijo Rodrigo.

¿Como una santa? Esto parecía una ironía del destino.

—¿Desde cuándo te gustan estos jueguitos de roles? —lo interrogó.

—No sé. Lo vi sobre la silla y… —se quedó pensando—. ¿Vas a usarlo con otros y no conmigo?

Carla se dio cuenta de que había olvidado guardar el disfraz en el baúl y accedió al pedido. Pero el atuendo de novicia no era lo único que se replicaba infinitamente en cada encuentro sexual, como si fuera un juego de espejos enfrentados. Incluso los hechos se repetían, los pedidos, las posturas… Volvía a sentir cómo la cruz que colgaba de su cuello golpeaba entre sus senos desnudos en el bamboleo del acto y le recordaba el castigo del pecado. Porque eso sentía: culpa por dejar sola a Marianita durmiendo en la cuna mientras se ganaba unos mangos por necesidad. O porque quería; sí, porque quería. Bien que habría podido salir a vender medias o pedir solidaridad afuera del cajero automático con Marianita entre los brazos. Pero no, probó una vez y le agarró el gustito no solo a esto de ser puta, sino a la culpa después de cada encuentro. Aun así, estaba cansada. ¿Quién dijo que esto era guita fácil?

La cuestión del disfraz, el sexo, la culpa y el cansancio repitiéndose incansablemente la hizo imaginar la búsqueda de respuestas que pudieran hacerla entender el círculo vicioso que la tenía atrapada. Así que hizo lo que siempre hacía cada vez que tenía inquietudes: ir a lo de su amiga Amalia y que le tirara las cartas.

 

***

 

—Rueda de la fortuna. —Amalia le señaló la carta—. Mirala, está invertida. Hay ciclos, repeticiones de patrones pasados. Más el ocho de espada, estás atrapada en ese pasado que no te deja avanzar. —Continuó volcando cartas sobre la manta violeta apoyada en la cama—. Estás acarreando cosas que no te pertenecen. ¿Qué te dicen tus sueños? Capaz tenés que prestarles más atención.

Carla la miraba sin decir nada, pero asentía con la cabeza a cada cosa que escuchaba. ¿Qué pasado podías tener cuando eras una desamparada a la que un matrimonio crio solo para mantener la casa limpia y ordenada? «Los huérfanos no tenemos pasado», razonó sin profundizar.

—¿Te quedás para unos mates? —Amalia se levantó en busca de la pava.

—Dos o tres y me voy, la dejé a Marianita sola. —Seguía pensativa.

Cuando Carla salió del lugar pensó que quizás Amalia había derrapado un poco esta vez. Desde adolescente ya era medio brujita, de esas que sabían lo que iba a pasar y después ¡pum! sucedía. Pero esta vez se había ido al pasto con eso del pasado y demás yerbas. «Una carta más y me manda a constelar y todas esas giladas que están de moda ahora», pensó mientras caminaba las tres cuadras que las separaban de lo de Amalia.

 

***

 

Sin embargo, esa noche soñó que una mujer a la que nunca conoció la dejaba recién nacida en la puerta de un convento. Como si se tratara de los capítulos de una serie, la siguiente noche soñó que la mujer a la que nunca conoció lloraba con culpa y pedía perdón ante la cruz de la iglesia. La tercera noche vio a la mujer, a quien recién ahora reconocía como su madre, vestida de novicia sentada sobre el ara sacerdotal y ofreciendo su sexo a un hombre, a otro hombre y a otro. El rostro de Rodrigo apareció en el último de los hombres y gozaba como nunca antes. Obviamente, el asco la hizo despertar y correr al baño a vomitar.

El día se repitió y hombre tras hombre también los ciclos que incluían el hábito, el sexo, la culpa y ahora terminaban con vómitos casi instantáneos después del acto. Incluso con Rodrigo se le hizo difícil intimar sin sentir náuseas, aunque tuviera la certeza de que solo fue un horrible sueño, de que él era un hombre sensato incapaz de hacer algo que la dañara. Pero la imagen del sueño volvía una y otra vez en cada encuentro sexual. La situación se tornó insostenible.

Una vez más, sintió el ruido de la moto que se acercaba. «Esta vez es la última», se prometió a sí misma. Cuando Carla despidió al hombre, Marianita lloraba a gritos en la cuna. La tomó en brazos porque no iba a abandonarla como habían hecho con ella. Marianita se calmó instantáneamente y pudo sentir en la mirada de su hija el final de los ciclos.

Afuera, la puerta del cajero automático esperaba a Carla para ensayar su mejor cara de madre carenciada. Mientras tanto, le sobrarían las horas para pensar en tiempos mejores.

Lara Virginia Machuca

Vivo en la Ciudad de Formosa. Soy docente, tengo 35 años y es la primera vez que participo en un taller literario. Espero que esta experiencia pueda conectarme con la creatividad que fui perdiendo con educación formal.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contenido exclusivo para quienes pertenecen a nuestros talleres.