El libro oculto

El libro oculto

La providencia (o quizás los hilos movidos por alguien cuyo nombre desconozco) me llevaron una tarde a las calles de Raghpután, un pueblito dormido al borde del Himalaya, a unos ciento cuarenta kilómetros al noroeste de Katmandú. Conducía camino a una reunión, cuando un humo negro que empezó a salir del motor me obligó a detenerme a un costado del camino. Intenté llamar por teléfono al auxilio, pero las montañas que me rodeaban impedían que captara el mínimo rastro de señal.

En virtud de mi nulo conocimiento de mecánica, prescindí del estéril ritual de levantar la tapa y tocar algunos cables en busca de soluciones mágicas y me limité a esperar el paso de algún alma caritativa.

Empezaba a pensar que ya nadie pasaría por allí, cuando alcancé a divisar un punto oscuro en el horizonte que de a poco fue ganando en tamaño y pronto se reveló como una vieja camioneta que venía hacia mí. El conductor me dijo que se dirigía a Raghpután y, aunque en mi vida había escuchado ese nombre y significaba desviarme un poco de mi destino, pronto me convenció con el argumento de que allí podría encontrar alojamiento para pasar la noche y algún mecánico que pudiera arreglar la avería de mi coche.

La primera impresión del pueblo no fue para nada alentadora: apenas un centenar de casas, en su mayoría bajas y de precaria construcción, diseminadas a lo largo de siete u ocho callecitas de grava, trazadas a como la naturaleza del terreno había dado lugar. El señor Lakshmi —así se llamaba el mecánico— me dijo que se encargaría de remolcar el coche y que trataría de arreglarlo lo más pronto posible.

Me alojé en la única posada disponible, pedí una cena sencilla y me encerré en la habitación, dispuesto a dejar discurrir las horas entre las páginas de un libro que afortunadamente había llevado conmigo.

Por la mañana, el señor Lakshmi me confirmó que tendría el auto listo para la tarde, lo que me dejaba medio día más de espera y pocas opciones para matar el tiempo.

Ante el riesgo de morir de aburrimiento, decidí salir a caminar por el pueblo en busca de algo de esparcimiento. Había nevado mucho por la noche, por lo que las piedras del camino estaban sepultadas bajo un colchón blanco que dificultaba significativamente la marcha. Dos o tres cuadras bastaron para torcerme un par de veces el tobillo y, sobre todo, para convencerme de que no había nada en aquel pueblo muerto que pudiera librarme del insoportable tedio.

A punto estaba de emprender el regreso cuando un edificio grande, que visiblemente destacaba del resto, llamó mi atención. Un cartel de bambú colocado a un costado de la puerta principal indicaba con claridad que se trataba de una biblioteca. En principio, su tamaño me pareció desmesurado para una población tan pequeña.

Al ingresar, me topé con una habitación algo oscura que oficiaba de sala de oraciones, dominada por una imponente imagen de Buda tallada en piedra negra. Desde allí se accedía a la biblioteca, un salón altísimo construido en madera, con marquetería antigua, columnas labradas y estantes que tapizaban las paredes desde el piso hasta el techo.

La mayor parte de estos estantes estaba ocupada por libros escritos en hindi o en nepalí, confeccionados al estilo tibetano: un racimo de hojas apaisadas envueltas en seda y prensadas por dos tablas de madera labrada, a modo de encuadernación. Estos se apilaban unos sobre otros en interminables hileras, entre las cuales se intercalaba cada tanto algún manuscrito confeccionado en hoja de palma, enrollado y atado con un hilo de seda.

Los estantes del fondo estaban destinados a la colección de libros en el formato tradicional occidental, con ejemplares provenientes de todas partes del mundo, muchos de ellos de incalculable valor. Encontré ediciones de la Biblia en al menos diez idiomas diferentes, un tratado budista del siglo ix, escrito en sánscrito, y una copia del Corán profusamente iluminada y con ilustraciones de una sorprendente exquisitez.

Absorto en la contemplación de semejantes reliquias, ignoré las señales que presagiarían mi desgracia. La primera de ellas (esto lo comprendería mucho tiempo después) me llegó al instante de retirar de su lugar un viejo libro de tapas negras, perdido entre una serie de ejemplares desclasificados: un aroma claro e inexplicable de tinta fresca invadió el recinto al tomar el volumen en mis manos.

El libro no presentaba ninguna inscripción en su cubierta y tampoco en el lomo. Aguijoneado por la intriga, lo abrí en la primera página, y tal vez con ello terminé de sellar mi destino. Había escrita allí una larga lista de nombres seguidos de fechas, las cuales se ordenaban cronológicamente y comenzaban en mayo de 1363. Al final de la lista, figuraba mi nombre, acompañado por la fecha de ese mismo día, que, a juzgar por el tono de la tinta, parecía recientemente inscripto.

Poco me costó descubrir que la historia que comenzaba a narrar en las siguientes páginas, era mi propia historia. Entre maravillado e incrédulo, seguí husmeando entre sus hojas para encontrarme con detalles desconocidos de mi etapa pueril, revivir anécdotas de mi adolescencia e incluso rememorar sucesos que ya habían escapado de mi memoria. Una sensación creciente de angustia quemaba mi pecho a medida que avanzaba en la lectura.

Como si una fuerza extraña me impidiera parar, seguí pasando las páginas hasta llegar a la narración del preciso instante en que me encontraba. Todo estaba allí: el accidente en la ruta, la providencial llegada a Raghpután, el hallazgo de la biblioteca y, posteriormente, la elección del libro que estaba leyendo. Todo. Hasta el mínimo detalle.

Quería seguir, y de seguro lo hubiera hecho de no haber tenido en aquel momento un ínfimo instante de lucidez que me permitió vislumbrar la verdadera naturaleza de aquel libro. A punto estaba de saltear el resto de las páginas para leer directamente el final, cuando alcancé a avizorar la cola del demonio oculta entre los folios. Comprendí que conocer exactamente el día y la hora de mi muerte, lejos de ser un privilegio, hubiera significado condenarme a mi propio infierno.

Cerré el libro espantado y comencé a evaluar distintas maneras de deshacerme de él. Un latido constante en mis sienes me impedía pensar. Consideré destruirlo, pero luego abandoné la idea por temor de que, al hacerlo, terminara destruyendo también mi propia vida.

Recordando la carta de Poe, decidí finalmente esconderlo en el lugar más obvio y, por ende, más inaccesible. Recorrí los estantes y lo coloqué entre una pila de libros de autoayuda españoles, con la secreta esperanza de que ningún otro incauto volviera a toparse con él. Inmediatamente, corrí a retirar el coche del taller y hui de Raghpután para nunca volver.

Sé que la batalla no ha terminado. En los últimos años, el libro me ha perseguido y ha intentado engañarme, camuflado entre las tapas de una novela en Londres, disfrazado de Biblia en Teherán u oculto entre las inocentes páginas de un poemario de Neruda.

Mi vida cambió para siempre. Dejé de frecuentar las bibliotecas y llegué al punto de no animarme a entrar en una librería. Con el correr de los años, comprendí que es casi imposible engañar al destino.

Cuando me preguntan acerca de cómo perdí mis ojos, suelo responder que se trató de un desgraciado accidente. Al fin y al cabo, ¿quién va a creer la otra historia?

12 Respuestas

  1. Leti dice:

    Muy interesante. Me parecieron geniales los artilugios del destino para conseguir su cometido y el protagonista que prefirió la ceguera en lugar de conocerlo.

  2. Jorge Guillermo Valle dice:

    Muy buena la narración de la lectura del libro misterioso. El comienzo de la lista de fechas y nombres con el mayo de 1636, mismo mes y año del asedio a valencia.
    Aquel efecto hipnótico que motivó al protagonista querer averiguar los detalles del pasado y presente de su vida. Sería el acto impío de ver algo que estaba vedado. Elemento característico en los adivinos como Tiresias, en el que confluyen otros ítems como la lucha contra una deidad y el destino, la ceguera pero acambio, aumenta la esperanza de vida del héroe.
    Hermosa historia.

    • callefarm dice:

      Muchas gracias, Jorge, no solo por haber leído el cuento, sino por haberte tomado el tiempo para hacer una análisis tan minucioso. Me alegro que te haya gustado.

  3. Ana Sequeira dice:

    Te atrapa en la eterna busqueda de preguntas sin respuestas…me encantó…

  4. Manu dice:

    Me pareció apasionante el tema de la incertidumbre,es casi universal ese dilema,me gustan mucho las historias de bibliotecas ( sí,borgeana) y el final sorprende.

    • callefarm dice:

      Coincido con vos, Manu, en que se trata de un tema apasionante. Gran consigna. Me alegro de que te haya gustado y gracias por tu comentario.

  5. María Eugenia dice:

    Por la mitad del cuento, se anticipa el final pero casi como un guiño cómplice con el lector… muy bueno!!

  6. Fernanda dice:

    La forma escrita me llevaba a querer llegar a las respuestas, eso me hacía seguir leyendo. En el final hubiera querido encontrar algo distinto.

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