Amigas

Karina acaba de escuchar el diagnóstico contenido en una diminuta cápsula que guarda todo su historial clínico: «Resistencia a la adaptación». Las palabras la lastiman y enfurecen; sabe que son ciertas. Ella ya no puede con este mundo, siente que es de los otros, de esas criaturas de laboratorio que se multiplicaron rápidamente y hoy ya ocupan lugares de privilegio.

En una semana debe presentarse en el hospital público más próximo a su domicilio con el turno asignado y la decisión tomada. Lo discute con su hija y con su amiga Luciana. A pesar de la diferencia de edad, ambas coinciden; ella, no.

Cuando llega el día, Luciana la acompaña.

—¿Se lo dijiste a Gaby?

—Sí, pero no me creyó. No lo puede aceptar —responde Karina.

Luciana gira la vista hacia la puerta de entrada. Espera con su cuerpo ajado, tenso, hasta que termina por afirmar:

—Entonces no va a venir.

—Yo le avisé. —La voz de Karina se vuelve sombría. Su garganta se estrecha. Las venas de las manos se le marcan aún más—.No puedo ir contra mis convicciones. Vos me conocés, ¿no?

Luciana siente que la conoce demasiado; ciento cinco años, o un poco más. Ya no interesa cuánto. Vieron cambiar el mundo en un abrir y cerrar de ojos, tuvieron que acostumbrarse a un clima siempre hostil y, lo más terrible: enfrentaron juntas la Gran Epidemia, la peor de todas, la que amenazó arrancar a Gaby de los brazos de Karina, cuando solo tenía seis años, una sonrisa pícara y un cabello largo y enrulado.

Como si una pudiera prolongarse en el pensamiento de la otra, Karina concluye:

—¡Me ayudaste tanto con mi hija! La salvamos, pero no pudimos evitar que la peste se llevara a nuestros maridos. —Mientras lo dice, se da cuenta de que las imágenes del pasado no tienen ni el brillo ni la nitidez que ella esperaba.

Luciana advierte su tristeza. Para atenuarla, le propone que elijan un recuerdo.

—Uno alegre, ¿querés? —Y se le aviva la mirada—. No sé, me viene a la memoria el día en el que tu hija llegó de Noruega. Yo lo sabía, pero para vos fue una sorpresa. Nunca te volví a ver tan feliz.

Las dos mujeres se recogen en su propio interior, pero permanecen unidas por esa intimidad que compartieron. Después de unos minutos, Luciana corta el silencio:

—Y esa vez Gaby vino para quedarse. ¡Qué jóvenes nos sentíamos entonces!

—Tendríamos sesenta.

—Ahora es ella la que está en esa edad—agrega Luciana.

—Y no viene.

A Karina el deseo de ver a su hija le desasosiega el alma. Inquieta, mira a su amiga y le dice con amargura:

—Nos prometieron la inmortalidad. ¿A quién puede interesarle semejante carga?

—¡Pará con tu enojo!—la ataja Luciana. Se aleja de ella, se acerca a la ventana más próxima y busca en su brazo izquierdo su tatuaje favorito: el de su amistad con Karina. Pero no está, en el nuevo brazo que reemplazó al anterior, ya no está. Toma un poco de aire y vuelve. Solo para escuchar decir a su amiga:

—¡Vida! Dejamos mucho de nuestra humanidad en el camino.

—Lo necesario para poder seguir—completa Luciana y mira con ternura el rostro angustiado de Karina. «Ha envejecido de golpe en estos días», se lamenta en silencio.

En ese momento la enorme pantalla enfrente de ellas capta la atención de ambas al mostrar cómo un grupo de nano-robots dirigidos por un humano intervienen con éxito en una zona recóndita de la memoria para extraer material descartable y facilitar nuevas conexiones neuronales.

—Me espanta que puedan manipular mi cerebro, que quieran invadir mi memoria. —Karina siente que ese es su límite. «Aun el más insignificante de los recuerdos por algo quedó guardado», piensa, y se ve a sí misma joven, hermosa, mientras libera a una hoja seca, atascada en la aleta superior del administrador de servicios.

—Adaptarse no me parece tan complicado, Karina. Aun hoy, cuando me despierto, la vida me conmueve y me llena de deseos.

—A mí, ya no. Yo le perdí el gusto, me da miedo. Cuando recibí el diagnóstico, le pregunté a Gaby por qué me consideraban disfuncional…

—No me lo contés de nuevo. Lo sé.

«¡Le cuesta comprender que todo está interconectado!», se había quejado Gaby ante los repetidos fallos de su madre.«Ya no entiende a los demás y los demás no la entienden. Yo tampoco».

—¿Sabés qué siento? —continúa Karina—, que quieren hacerme añicos los recuerdos. No me interesa la ilusión que pretenden venderme. Lo que hice y lo que viví, eso es lo que quiero llevarme.

—Pero la vida busca permanecer. Como sea. ¿Por qué te resistís a aceptarlo? —le reclama Luciana a su amiga—. ¡Es mucho lo que vas a perder!

Ahora es Karina quien mira hacia la puerta.

—Lo más importante ya lo perdí —concluye. Y piensa en Gaby.

Deposita su mano derecha en las de Luciana y la mira con pesar.

—Decile que la esperé hasta el final.

La puerta se abre. Una voz metálica llama a Karina por su nombre y la invita a pasar. Las amigas se abrazan.

Adentro, acostada en un receptáculo transparente que en instantes toma la forma y las medidas de su cuerpo, Karina siente un aire cálido que se cuela por su piel y la va envolviendo. Se deja ir con los ojos de su hija en sus propios ojos.

Afuera, los minutos pasan lentamente para Luciana, hasta que alguien sale del consultorio, camina hacia ella y le entrega un holograma en el que las dos amigas, junto a una niña de cabello largo y enrulado, cruzan una mirada cómplice. Entonces, le pide:

—No se entristezca. Eligió morir. —Luego, la figura, mitad humana, mitad robot, se aleja y desaparece. La puerta del consultorio se cierra.

Luciana abandona el hospital y, mientras camina con pasos lentos, va sintiendo cómo su cuerpo se acomoda al peso de la soledad. Lo que no imagina es que dentro de un tiempo este dolor de ahora ni siquiera será recuerdo.

 

4 Respuestas

  1. Ada Salmasi dice:

    ¡Muy bueno! ante la promesa y la posibilidad de ser inmortal me conmueve la elección del personaje.

  2. Maria Cristina Manenti dice:

    Me impactó muy favorablemente.Novedoso y hasta posible.

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