Un barco llamado Purgatorio

El barco estaba destrozado por el tiempo y por el uso. Quién sabe a cuántos condenados había logrado transportar. En su costado se podía ver un nombre: en letras góticas, de esas que la vieja Sonia nos hacía dibujar en clase de Plástica, estaba escrito Purgatorio. Nadie hubiese creído que fuese el verdadero purgatorio; de hecho, yo tampoco lo hubiera hecho si no hubiese sido porque ya estaba muerto.

En el barco había cientos de personas de todos los lugares y tiempos, gente del siglo III a.C., como Euricles, y del futuro, como Charles del 2010. Había negros, asiáticos, blancos y nativo-americanos; Martin Luther King hubiera estado muy orgulloso.
Tampoco podría decir que las personas que estaban en el barco se agrupaban por edad. Había quienes eran tan viejos que parecían un bollo de arrugas y otros parecían recién escupidos del útero. Yo estaba en el medio, con dieciséis años.

Me pareció curioso que mi época fuese solo una más, que la historia no terminase en 1980. Lo raro era que Charles decía ser de 2010 y yo no recordaba haber estado en el barco 17 años. No había crecido y, si me hubiesen preguntado, parecía como si todos hubiésemos aparecido juntos ahí en el mismo instante. A veces me preguntaba si habíamos zarpado de alguna parte, de alguna tierra, pero no podía recordarlo. Tampoco tenía la sensación de que hubiera estado surcando los mares por mucho tiempo. Parecía que solo hubiesen pasado unas horas. De hecho, ni siquiera habíamos bebido o comido. Claro que se supone que los muertos no tendrían esas necesidades, pero tampoco se suponía que tuviesen cuerpos. Y nosotros teníamos cuerpos .

El día anterior – –¿o había sido unos segundos antes?–, me había encerrado en mi camarote para ver si todos mis… sistemas funcionaban bien. Había visualizado a Fede, su cálido cuerpo sobre el mío, sus labios húmedos, yo entrando en él y haciéndonos uno. Parecía que incluso mis espermatozoides tenían alma.
Muchos pasajeros tenían marcas de su muerte; el padre Fernández decía que eran las marcas del pecado, y por eso él no las tenía.
Estaba Agustín, un joven del Medioevo que caminaba llevando su cabeza cercenada en su regazo. Había sido decapitado por cometer actos de brujería.

Euricles, un esclavo griego de la antigüedad, era casi un esqueleto con algunos menudos de carne . Cuando se escapó de su señor, se fue al bosque, donde había sido almorzado por una manada de lobos.

Yo también tenía marcas, moretones multicolores que me hacían un dálmata visto bajo el lente de un yonqui adicto al cartón. Y también, como mis compañeros, había muerto por mi pecado. Si mi madre tenía razón, un hombre nunca podía amar a otro hombre, al menos no de la misma forma que amaba a una mujer. Si no me hubiese escabullido al cuarto de Fede esa noche, si hubiésemos estado más callados, tal vez su padre no nos hubiese encontrado y no me hubiese matado a golpes.

Sí, la gente acá era… pintoresca. Drogadictos en pleno delirium tremens se mezclaban junto a monjes budistas en posición de loto. Jorge, el nudista del barco, quien le había tomado manía a una pequeña que no tendría más de seis años, convivía con el padre Fernández. Este último, trastornado por ese hecho, no se callaba nunca. Gritaba con desesperación porque no entendía por qué Dios lo había puesto en el mismo barco que a personas de alma impía. Consumido en su locura, se lanzaba al mar, pero luego aparecía nuevamente en la cubierta como caído del cielo.

Si el purgatorio era un barco, tal vez el paraíso fuese una isla, algo así como Hawái, y otra isla como Groenlandia fuese el infierno, un infierno frío, claro. O por ahí había muchas más islas, una para diferentes grados de pecado, una especie de infierno de Dante con distintos niveles. Tal vez el barco anclase en varios puertos y solo permitiesen bajar a quienes correspondían en cada lugar. Solo de esa forma podría explicarse tan extraña mezcla de santos y pecadores.

***

No parecía haber pasado mucho tiempo desde que cruzamos el mar cuando el barco pareció acercarse a su destino. No vimos nada distinto al principio, pero lo sentimos; quizás fuese nuestro subconsciente fantasma alertándonos.

El cielo, antes nublado y neblinoso, se despejó para dar lugar a un sol increíble. Alguien pareció gritar «¡Tierra a la vista!», como en las pelis. Luego me di cuenta de lo equivocado que estaba. No era una ni muchas islas: era un continente. Tendríamos que vivir todos juntos. Otra vez.

Acerca de Jonathan Toledo
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