Recuerdos envasados

Era el primer sábado del mes, y había ido solo hasta el supermercado para hacer la compra semanal. Laura y los chicos se habían quedado en casa. Siempre me resultó placentero, confieso, ir solo al supermercado cuando tengo el tiempo suficiente como para dar vueltas entre góndolas y heladeras.
Cuando la mayoría de los productos imprescindibles están en el chango, y estoy seguro de que el dinero alcanza, me hago una última recorrida por donde se encuentran los productos que, si bien no son de primera necesidad, me resultan particularmente de interés; como los electrónicos, los accesorios para el auto, artículos de librería, y ese tipo de cosas. Finalmente, recorro las heladeras en busca de los productos frescos y aprovecho a buscar algo dulce para la noche, que es cuando solemos sentarnos a ver una película todos juntos. Esa tarde decidí llevar algunos bocaditos de helado cubiertos de chocolate.
Ya me dirigía hacia el sector de cajas cuando, saliendo del pasillo de las heladeras, se me ocurrió agregar esos postrecitos de vainilla o chocolate que le gustan a Florencia. Entre los diferentes postres, me llamaron la atención unos potecitos que, hasta ese entonces, nunca había visto. Unos eran celestes, otros verdes y otros anaranjados. En el centro del pote, debajo del logo de la marca, se leía: «Arroz con leche».
¡Arroz con leche! No podía dejar de asombrarme. Arroz con leche, como el que preparaba mi abuela cuando era chico. Leí los otros potes de colores, y el verde claro sumaba la leyenda «con canela». El anaranjado agregaba «con dulce de leche».
No podía creerlo, estaba parado frente a la heladera de los lácteos y mi cabeza había viajado, inmediatamente, a esa infancia en que, desde mi habitación, descubría el incipiente aroma al arroz con leche que comenzaba a preparar mi abuela Esther en la cocina y una sonrisa me desbordaba la cara.
En ese mismo instante sentí en la nariz aquella deliciosa esencia de leche hirviendo, y hasta vi a mi abuela revolviendo con la cuchara de madera esa inmensa cacerola al fuego, donde la leche parecía crecer y el arroz todavía se amontonaba pesadamente en el fondo. El calor húmedo de la cocción me abrazaba, mientras la boca parecía degustar el sabor que ya había inundado el olfato por completo.
Esas noches no era necesario que me llamaran a la mesa. Estaba ahí sentado hasta que mi abuela apoyaba el plato hondo delante de mí, mientras me advertía que estaba muy caliente todavía. «¡Ojo! Está que pela chanchos, eh», me decía, como si esa imagen pudiera perturbarme al punto de esperar para empezar a comer. Igualmente, antes de arriesgar la lengua, faltaba, tanto para mí como para mi abuela, un momento sublime del ritual. La canela.
Si no era con canela en polvo, algo estaba faltando. El resto solía comerlo solo, pero yo necesitaba rociar ese rebosante plato hondo con aquel polvo tan aromático, color terracota, sobre el blanco del arroz con leche, todavía humeante.
Intenté calcular, mientras ponía en el chango dos potes del «clásico» y dos del «con canela», cuantos años hacía que no lo probaba. En ese intento de cálculo se me presentaban las descarnadas discusiones con mis hermanos por el último plato, las mediciones en el aire sobre las cantidades contenidas en cada porción o los irresueltos casos de desaparición de sobrantes en la mañana siguiente; donde nadie había sido culpable, pero ninguno gozaba de inocencia absoluta. Todos, en algún momento, habíamos clavado un cucharazo durante silenciosos y secretos operativos relámpago.
Mientras pasaba la compra por la caja no podía dejar de pensar. «¡Genio supremo quien se le haya ocurrido meter el arroz con leche adentro de estos vasitos, para que la gente los pueda comprar! Es como sacar a la venta un frasco de guiso de lentejas de la abuela, o un pack de panes ya untados con manteca y dulce de leche, como nos hacía mamá».
Al llegar a casa, feliz por el hallazgo y los innumerables recuerdos, subí al ascensor que llevaba a mi departamento. Mirándome al espejo, recordé que ni a Laura ni a los chicos les gustaba el arroz con leche, y cierto dejo de tristeza comenzó a invadirme ante la imposibilidad de generar en ellos un recuerdo similar al que quedó grabado en mi memoria y la de mis hermanos.
De la nada, una sonrisa exagerada e inagotable se dibujó en mi cara. Sin lugar a duda, a la mañana siguiente nadie habría arrebatado de la heladera siquiera la más mínima porción de arroz con leche.

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