El caracol

El caracol

Cristian camina por la playa. Dirige la vista al horizonte y observa las pequeñas líneas de espuma, lejos, como la rutina que dejó atrás. Hace otra seca profunda al porro que lleva en su mano, buscando tapar con el humo el recuerdo rumiante de la ciudad. No es de fumar, pero este verano está dispuesto a olvidar el cubículo que lo ocupa de febrero a diciembre. Eso es un esfuerzo para él. No sufre trabajar. Se siente cómodo en los protocolos de oficina que le indican exactamente cómo actuar y qué decir frente al cliente.

«Basta de pensar en el trabajo», se increpa mentalmente, y da otra profunda pitada. Busca dejarse llevar cuando una risa estridente, apagada pero inconfundible, resuena a lo lejos y llama su atención. Claudia, su novia, está tirada en la arena. Martín, amigo de ambos, intenta levantarla. Los dos ríen, Martín cae. Ahora ríen desde el piso.

En total son cinco compañeros de tercer año de Medicina los que se fueron de vacaciones juntos. Él accedió, no sin antes poner algunas excusas, pero finalmente, como es habitual, terminó cediendo a la voluntad de la mayoría. Son un grupo unido. Han pasado cientos de horas de estudio. Incluso a veces sin Cristian, debido a su trabajo nocturno en el call center. Por eso, no es rara la afinidad entre su novia y su amigo que lo mantiene atento. De hecho, ya los ha visto así antes.

Sin embargo, el joven se detiene a ver la escena que se presenta ante él. Ángela y Santiago, los otros compañeros que se sumaron al viaje, se acercan. Forman una ronda, hablan, se ríen, encienden la lumbre y empiezan a hacer rotar un armado de flores. Esos que trajo Santiago. Los «potenciados de su colección personal», como dijo antes de salir. Cualquiera que viera esa escena de lejos podría confundirla fácilmente con la portada perfecta para el póster de una sitcom estadounidense.

Cristian siente que está espiando. Los ve tan perfectos sin él que aparta la mirada hacia el piso. Así, logra ver cómo el agua erosiona la arena y deja al descubierto un enorme caparazón de caracol. Eso le trae el recuerdo de la historia que contaba su abuela cuando niño. Esa que explicaba cómo los caracoles tenían el poder de atrapar el sonido del mar, y cómo podías escucharlo poniéndolo en tu oído.

Enjuaga el caparazón y lo coloca en su oreja derecha, al mismo tiempo que le da otro beso profundo al gusano de cannabis.

Al principio, Cristian no oye nada más que un respiro de aire difuso, pero al cerrar los ojos y concentrarse, logra con claridad escuchar otras olas pequeñas dentro del caracol que le hacen imaginar una pequeña playa y personajes diminutos en ella. Los ve desde arriba, pero luego se acerca y toman la forma de la escena que acaba de ver. Martín y Claudia en el piso, riendo. Vienen recuerdos a su mente de otras noches, de otras veces que los ha visto así: susurrando y riendo sin él. Ese susurro se hace viento y el viento, desordenado, vuelve a hacerse palabra, una palabra que suena como una epifanía. Y suena tan clara y tan contundente que Cristian siente que lo despierta de un sueño que lo enceguecía: «traición».

***

Cristian lleva el tesoro consigo y se acerca a la ronda. Quiere compartir su hallazgo, pero a medida que se aproxima nota que el grupo colorido que veía de lejos se torna cada vez más apagado. Puede distinguir con claridad que el círculo de risas se desdibuja cuando él se acerca. Ya está acostumbrado, tantas veces ha faltado a las reuniones grupales por su trabajo que parece que entre los cuatro tienen un idioma propio que él no entiende.

Aun así, Cristian, como siempre, trata de integrarse.

—¿Qué hacen? Miren lo que encontré —indica, mientras muestra el caracol.

Nadie parece entusiasmarse demasiado.

— ¿Te hacía falta una concha? —interviene Ángela, burlona, lo que provoca una carcajada generalizada, también de Claudia.

—Amor, tené cuidado con esas cosas sucias, después comprate una mejor, en el negocio —intenta mediar su Claudia, pero lo hace entre risas, lo cual hace volver a tentar a los demás.

Cristian suele acompañar las risas, fingiendo la propia. Dice que la mejor cura para las burlas es burlarse primero uno de sí mismo. Pero esta vez se mantiene serio. Se limita a dar otra seca a la tuca que humea agonizante en su mano, como una forma de cerrar la boca con algo y evitar palabras de las que se arrepentirá.

Mira a Martín, quien también lo mira mientras ríe, al mismo tiempo que se despacha con un comentario que termina con una risa mucho más estruendosa en los demás:

—Ya estás grande para andar pagando por conchas, hermano, si querés te doy unas clases —dispara sin piedad Martín, cruzando una mirada con su novia.

—¿De qué hablaban? —interrumpe Cristian con tono serio.

Nadie contesta, y siguen riendo.

—¿¡De qué mierda hablaban!? —grita esta vez, mientras el resto intenta en vano recuperarse de la tentación de carcajadas.

Martín, entre risas, se lleva el dedo índice a la boca en señal de silencio y le guiña un ojo a Claudia, quien responde con una mirada cómplice, como si nadie los viera.

Cristian, el único serio en esa ronda, no puede evitar una energía calcinante que se va reuniendo desde todo su cuerpo hacia su mano derecha, la que sostiene el caparazón duro del caracol, el cual tiene una forma puntiaguda en su extremo de manera espiralada, rígida y punzante.

Aun con su brazo extendido, Cristian puede escuchar el sonido en forma de brisa que sale del interior de la coraza del molusco. La brisa se hace más fuerte y vuelve a repetir la palabra que, aunque débil y difusa, se entendió a la perfección en él: «traición».

Cuando el ruido se disipa y la marihuana se diluye absorbida por la adrenalina del momento, Cristian observa la escena que ha creado y se centra fijamente en los ojos de Martín que lo miran sin parpadear.

Ángela corre hacia las líneas de espuma en el mar. Claudia está estupefacta, arrodillada en el piso. Santiago tiembla, pero aún sostiene firmemente la mano que logró frenar a dos centímetros de impactar la punta filosa del caracol de lleno en la sien de Martín, que quedó paralizado. Pone su rostro de frente, mira fijo a Cristian y con voz suave pero intensa le dice:

—De tu cumpleaños… la semana que viene. Hablábamos de tu cumpleaños sorpresa.

Sin soltarle la mano, Santiago saca de su bolsillo el teléfono y encuentra nervioso una imagen de la galería en la cual una foto de Cristian —otro Cristian, sonriente, distinto al de ahora— encabeza una invitación digital con el título «Cristi-fest», junto a una fecha, un horario y una dirección.

El caracol se libera de la mano y cae a la arena de donde provino. La cavidad de la coraza, que queda hacia arriba, parece ahora una enorme carcajada. Cristian se anuda en el piso también, se ovilla. Quisiera estar en su cubículo, ser un molusco en su concha y enterrarse en la arena para siempre.

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