Allí en el viento

Hermosa noche, ¿verdad? La luna brilla henchida de deseo y el bosque parece ofrecerse como una meretriz lasciva a las aventuras nocturnas. Pero tengan cuidado, niños. Las criaturas que aquí habitan no aceptan de buen grado a los temerarios e imprudentes. Y los viejos espíritus guardianes siempre merodean… allí, en el ulular del viento, ¿los escuchan? Parecen decir «vengan, vengan, tenemos tanto que mostrarles…». Y entonces ahí mismo, en la oscuridad, sus dientes y garras los harán pedazos. Pero no teman, yo también soy viejo y conozco al bosque y algunos de sus secretos. Les aseguro que los espíritus no se acercarán a este fuego en torno al cual estamos sentados ahora.

Y no me miren así. Ustedes, los más jóvenes, piensan que los viejos como yo solo hablamos tonterías. Dejen que les cuente la historia de cierta criatura que, muchos inviernos atrás, fue tras el rastro del cazador que persiguió y dio muerte a su fiel compañera. Les aseguro que hará que sus chicas les pidan que las abracen más fuerte.

A este animal le tomó muchas lunas, pero finalmente su olfato poderoso supo guiarlo a través de la fronda oscura hasta el claro donde aquel vivía junto a su hija. Entonces allí mismo, mientras la criatura aguardaba oculta entre las sombras, los espíritus guardianes del bosque decidieron que le concederían la venganza que buscaba y tendieron sobre ella un manto de sueño.

Y esa noche el animal soñó. Se vio a sí mismo destrozando de una simple dentellada el corazón de aquel cazador, mientras los espíritus corrían y aullaban a su alrededor en una danza de sangre y furia.

Sin embargo, a la mañana siguiente despertó sintiéndose débil y, por primera vez en su vida, desnudo. Sintió frío y comprendió, con horror, que su cuerpo se había transfigurado en el de un hombre.

Alzó la mirada y se encontró con los enormes ojos azules de una muchacha que lo observaba con expresión temerosa y que, al verlo moverse, se alejó corriendo. Retornó poco después, acompañada de un hombre fornido y aspecto adusto ante el cual la bestia sintió un repentino ramalazo de odio, ya que se trataba del cazador al cual había jurado dar muerte. Sin embargo, su cabeza era una confusión de imágenes de violencia, dolor y manadas espectrales e intentó alejarse, pero su cuerpo nuevo vaciló y cayó de rodillas. Aquel hombre se acercó con cautela y mientras le hablaba en tono tranquilizador, le colocó un abrigo sobre los hombros; lo ayudó a incorporarse y junto con la hija lo llevaron hacia la cabaña donde le sirvieron una bebida caliente, le prepararon un baño y le ofrecieron ropa abrigada y limpia.

Mientras tanto, el hombre y la muchacha no habían dejado de hablarle en el mismo tono suave, haciéndole preguntas. Aquel lenguaje, sin embargo, estaba más allá de la comprensión de la bestia, por lo que se limitó a observarlos en silencio. Ellos cruzaron una mirada algo abatida y lo dejaron en paz.

Esa misma noche le armaron una cama en el cobertizo, junto a la casa principal. Y algo más tarde, mientras intentaba conciliar el sueño, la bestia pensó que a veces los espíritus del bosque obraban de formas misteriosas.

A la mañana siguiente sintió que el mundo se le revelaba bajo una luz nueva de razón y entendimiento y, con el transcurrir de los días, incluso pudo responder con oraciones breves a algunos de los interrogantes de sus anfitriones, mientras los recuerdos de su anterior vida como un animal salvaje se desvanecían cual niebla bajo el sol.

—¿Está perdido? ¿Tiene familia?

—Mi familia murió. No recuerdo más.

Su inteligencia y habilidades humanas se acrecentaron rápidamente. Así, comenzó a ayudar en las tareas diarias y sintió que se ganaba la confianza y amistad de sus anfitriones.

Un día, y a falta de un nombre, la muchacha lo bautizó Gaspar. Y a él le pareció bien. Había aprendido a disfrutar de la existencia simple en aquella cabaña. Se levantaban antes de despuntar el sol y luego de un desayuno frugal se abocaban a las tareas del huerto y el cuidado de los animales. Por las noches, luego de la cena, los dos hombres solían sentarse a fumar junto al hogar.

—Me ha sido de gran ayuda durante todo este tiempo y es bienvenido a quedarse tanto como desee —le dijo el cazador un día—. Si está de acuerdo, podemos discutir la posibilidad de un jornal.

Gaspar aceptó el ofrecimiento, aunque la verdadera razón era la muchacha, con quien, desde hacía cierto tiempo, se veía a escondidas.

Cuando estaba con ella, a Gaspar lo invadía un instinto primario que, lejos de desaparecer bajo su nueva apariencia, había permanecido oculto, agazapado y al acecho en lo más profundo de su ser. Y fue así como, cierta noche, la fragancia de aquella piel joven llegó hasta él en el cobertizo donde yacía, incapaz de dormirse. Abandonó entonces su lecho en el establo y, sigiloso, se escabulló en la habitación de la chica, quien lo aguardaba en la oscuridad, ansiosa y lista para abrirse por primera vez a él.

Gaspar se demoró un instante junto a la ventana. Con un agudo sentido propio de las bestias predadoras, percibió al padre de la chica que dormía en la habitación contigua. Y mientras avanzaba en silencio por la habitación, despojándose de sus ropas, sintió que se embriagaba ante el olor a sangre y deseo que emanaba de aquel cuerpo anhelante. Se abandonó, entonces, a aquella urgencia primordial y tomó a la chica entre sus brazos quien, a su vez, entrelazó los suyos en torno a su cuello. Ella bajó las manos por su espalda y Gaspar sintió una oleada de placer inesperado cuando los dedos delicados acariciaron un pelambre espeso y suave. Entre jadeos y gañidos, Gaspar hundió las uñas largas y oscuras como garras en aquella carne cálida, provocando que la chica se estremeciera bajo él y diera la bienvenida entre sus labios a una lengua inhumanamente larga. Y cuando ambos alcanzaron finalmente el éxtasis, placer y dolor se confundieron en una explosión de sangre mientras los dientes como dagas de la bestia desgarraban la garganta tierna.

Con su hocico embebido en sangre, la bestia abandonó aquel lecho. Se asomó a la ventana abierta y observó la luna que se alzaba entre los árboles como un antiguo amor que lo llamara de vuelta al hogar. Con un último atisbo de conciencia humana, volvió su cabeza hacia el cuerpo despedazado de aquella joven e intentó definir lo que sentía. ¿Satisfacción? ¿Remordimiento? Sabía que acababa de destrozar el corazón del hombre que lo había condenado a recorrer el resto de sus días en soledad, pero pronto todo eso dejaría de importar. Después de todo, él no era más que un animal salvaje y, como tal, volvió a internarse en el bosque.

Después, como suele ocurrir, las historias no tardaron en tomar forma: mucho se habló de las partidas de caza que se internaron en la espesura, intentando dar muerte a aquella criatura, tan solo para que ninguna de ellas retornara jamás; o aquellas otras acerca de los cuerpos a medio devorar que comenzaron a aparecer al costado de los caminos o arrastrados por las aguas del río. También se ha dicho mucho acerca del destino del cazador: algunos dicen que el bosque mismo terminó por tragarlo vivo; otros, que, loco de dolor, llevó el cañón de su arma de caza a su propia boca. Tal vez sí, tal vez no…

Pero una cosa es cierta. Una vez que las bestias salvajes han probado la carne humana, ya no pueden abandonarla. Siempre sentirán un ansia irresistible ante esa fragancia dulce, especialmente la de los jóvenes. Lo cual me lleva de vuelta a ustedes: no es casual que nuestros caminos se hayan cruzado aquí, en lo profundo de este bosque, en mitad de la noche.  Tal vez hayan pasado muchos inviernos ya, pero aún conservo mi olfato y mis dientes.  Hoy hay luna llena, y los espíritus salvajes corren conmigo, allí en el viento.

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