Juguetes perdidos

Esa madrugada, Mauro dejó el departamento que ocupaba junto a su mujer. Luego de muchos años de amor, dolor, risas y llanto, todo había terminado. Ella lo había llamado a partir. Su adicción había quebrado aquella relación.

Agarró el bolso que había preparado con unas pocas pertenencias (algunas quedarían en el olvido, al fondo de un cajón). Se calzó el bulto al hombro y salió. En la puerta del mismo edificio se prendió un porro y empezó a caminar.

La helada de la noche se deshacía lentamente. El sol empezaba a sentirse tibio en el rostro. Mauro se compró una lata de cerveza en un quiosco, que liquidó en un par de tragos. La segunda lata la acompañó con otro porro que empezó a dormir un poco sus recuerdos. «Para toda la vida…», pensaba mientras aguantaba una larga calada que le quemaba los pulmones.

Pasó el día caminando y algunos tramos los hizo a dedo. Antes de la caída del sol, un camión que iba al norte se detuvo ante la señal del pulgar de Mauro. El frío nocturno no sería un problema, por lo menos no esa noche.

En cada parada, que no fueron muchas, Mauro aprovechó para tomarse un trago y fumar un poco antes de continuar camino.

—¿Viaje de placer? —le preguntó un muchacho que se encontraba apoyado en un viejo palenque al costado de la estación de servicio, donde habían parado a repostar.

—No… no… —contestó él, dentro del limbo en que se encontraba, mientras giró la cabeza para mirarlo. El muchacho le recordó a un monje shaolin. Con su vestimenta naranja y la cabeza rapada. «Pequeño salta montes».

—Bue… Espero que el frío no arruine tus planes. —Extendió su brazo.— Ángel, es mi nombre.

—Mauro —Correspondió el saludo.

—¿Qué te trae por estos pagos? —lo sorprendió Ángel.

—No… —escupió sin ánimo, pensando: «huyo».

—Qué respuesta. —Sacudió la cabeza sonriendo—. Se ve que estás puesto… ¿Pepa? ¿Faso? ¿Escabio?

—Lo necesario —contestó Mauro desganado.

—Vuelvo a preguntarte ¿Qué te trajo acá?

Una pausa y la paciencia de Ángel, que no movía un solo músculo, dio paso al escaneo mental que Mauro haría de sus últimos días, para al final sentenciar:

—La volví a cagar… —Una lágrima asomó en su rostro.

—Al menos no veo dudas, no esta vez. ¿Problema de polleras?

—¿Polleras?

—Si, digo un desamor, un rompimiento…

—Qué forma simpática de decir te echaron a la mierda. —Bajó la mirada.— Pero si…

Mauro, sacó del bolsillo interior de su abrigo una petaca de café al coñac. Bebió y le ofreció un trago a Ángel. Éste rechazó el ofrecimiento con un simple movimiento de cabeza. Mauro apuró otro trago y devolvió el vidrio a su cucha.

—Esa conducta no te favorece. Así es muy probable que la cagues o te metas en quilombos.

—¿Quién sos vos? —preguntó Mauro mirándolo a los ojos.

Ángel soltó una carcajada corta. No se sorprendió.

—Es lo que habitualmente preguntan, como te dije hace un momento, soy Ángel.

—y… ¿Siempre cuestionas a desconocidos? —Mauro estaba perdiendo la paciencia.

—Digamos que, en parte, a eso me dedico. Creo que todos tenemos un plan y parece que este es el mío. Hablo con la gente.

—Te llevarías bien con mi ex. A ella los cuestionamientos le salen de puta madre.

—Creo pensar que esos cuestionamientos eran fundados —dijo Ángel suspirando.

—¿A qué te referís? —soltó Mauro.

—Imagino que ella debe estar destrozada, decepcionada más bien. Sé lo que estas conductas hacen en la gente y su entorno.

—Supongo —y sacando un fino y dándole llama, agregó—. Pero no siento culpa, aunque la tengo. Así soy, así me conoció. No tengo por qué arrepentirme, aunque me duela el alma.

—¿Te parece que no hay error? —El tono de Ángel era suave, conciliador.

—¡Ningún error! Ser uno, no puede ser un error. La vida sería un error con esa premisa.

—Ser uno mismo está bien. Lastimar a los que te rodean, no. Es más, lastimarse a uno mismo no está bien ¿Vos qué pensás?

—Creo que muchas veces, la gente se mete en donde no debiera. Parece que todo acto es digno de opinión.

—¿Te referís a mí opinión o a la de ella? —Ángel hizo una pausa—. ¿O tal vez a la tuya?

Mauro volvió a mirarlo a los ojos con cara de pocos amigos.

—Me tenés los huevos rotos. Perdí a la mujer de mi vida por… —Se le quebró un poco la voz—. Y encima tengo que escuchar estas pelotudeces de un desconocido al costado de la ruta.

—Tranquilo mi viejo, solo quiero ayudar.

—¿Ayuda? ¡No necesito ayuda!

Mauro arrastró el fino en la pared y le sacó la brasa, se lo guardó en el bolsillo y se alejó puteando por lo bajo. Se acercó al camión que ya se disponía a seguir camino. El chofer, que salía del baño de la estación, lo invitó a subir: «dale pibe, seguimos viaje».

—¡Todos necesitamos un poco de ayuda, alguien en quien confiar! —le gritó Ángel desde lejos—.

Mauro giró y clavó los ojos vidriosos en Ángel. «Yo tenía ese alguien, pero ya no está» se dijo a sí mismo con un lamento.

Subió a camión, se sentó y cruzó sus brazos con fuerza como abrazándose a sí mismo. En pocos minutos se quedaría dormido.

***

Cuando el camión se detuvo, Mauro abrió los ojos. Saltó de la cabina con su bolso al hombro. Saludó con un movimiento de brazo al chofer. Se tomó el último trago que le quedaba en la petaca y luego de dejar caer la botella al suelo, se coló medio ácido que llevaba en su billetera. Caminó adentrándose en el pueblo. «Bienvenidos a Munay», rezaba el cartel que goteaba la helada con el primer sol de la mañana. Mauro anduvo sin rumbo durante largo rato. Compró licor. Fumó. Antes de la caída del sol se coló el medio ácido que le quedaba. Esa noche sería, como tantas otras, una noche de inconsciencia o lo que él llamaba una «noche de juguetes perdidos».

Por la madrugada, se despertó en una calle desierta. Sus ropas, que hasta hacía unas horas descansaban en el bolso, estaban tiradas a su alrededor. La mandíbula le ardía como si tuviera la cara asomada al fuego de la hornalla. En realidad, todo el cuerpo le dolía. Por alguna razón, que no tenía ni idea pero que lograba imaginar, lo habían cagado a trompadas. En su locura, volvió a meterse con quien no debía y dicho lo que no correspondía.

Juntó sus cosas y se sentó en el umbral de una vivienda. Una señora mayor se le acercó, le ofreció un buen pedazo de pan y le dijo:

—Tienes la mirada más triste que he visto en mucho tiempo. Ve y sube al Cerro Esperanza. Es un lugar mágico. Allí los dolidos encuentran sanación.

—Gracias —dijo y se llevó el pan a la boca— ¿Dónde está ese lugar?

La señora señaló el pico que se veía más allá del pueblo sin agregar ni una sola palabra.

La trepada fue dolorosa, un gran esfuerzo para su cuerpo magullado. Pero poco antes del mediodía allí estaba. «Cerro Esperanza, lugar mágico donde se encuentra sanación», se dijo, mientras arrojaba el bolso al piso y se recostaba en un muro de piedra a descansar. Le dio fuego a la tuca que le quedaba (sin saber que sería su última flor) y se sentó pensando en ella, su amor, solo en ella. Muchos recuerdos. Por las mañanas no solía «perder juguetes», y eso era bueno, Había en su memoria momentos inolvidables. Cuando el sol comenzó a perderse más allá de las montañas, y el frío empezó a calar fuerte en los huesos, se acostó en posición fetal repitiendo el nombre de su amor perdido, una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez.

Pocos días después, otro «dolido» que buscaba sanación, encontró su cuerpo junto al muro de piedra.

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