El resplandor de la penumbra

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Hacía frío y me puse la campera mientras cruzaba a la plaza de enfrente del laboratorio. Busqué un banco donde pudiera estar sola y, sobre todo, alejada de los niños que corrían y gritaban. No quería someterme a semejante ironía hasta saber el resultado.
Decidida, pero no preparada, lo abrí y miré directo al pie del informe. Solo me interesaba el final. Que todo terminara sin siquiera haber comenzado. «POSITIVO». 
Tener pensamientos negativos y pesimistas ante cualquier situación real o imaginaria es una costumbre que tengo desde niña. Si alguien está llegando tarde, pienso que «seguro algo le pasó» o, si me salió un grano en la cara, concluyo con que «debe de ser cáncer»; un juego perverso de la mente, que pretende prepararme para lo peor. Pero ahora lo peor estaba sucediendo y yo no estaba lista.
En lo que demoré en ponerme de pie, pensé en mi vida social y en la tesis que estaba terminando para recibir el título universitario y continuar con mis investigaciones. Y en Pedro. ¿Cómo le explicaría a Pedro que no era el momento para ser padres?
Le hice un bollo a la mala noticia y la guardé en el bolsillo de la campera. 
Se estaba haciendo tarde y debía regresar a casa. El sol se había ocultado y lo envidié. Quería desaparecer con él. Las luces de la ciudad ya estaban encendidas y yo era una sombra apagada que andaba en zigzag por unas calles angostas, atravesando con pasos aletargados los delicados empedrados parisinos. Caminaba sin querer llegar.
«¿Cómo pudo ocurrir? Con lo cuidadosa que soy, que somos con Pedro», pensé mirando la galaxia de insectos que danzaba alrededor de un farol.
La vida me acababa de dar una bofetada. Comencé a ver destellos de lucecitas blancas y brillantes y mis piernas dejaron de sostener el peso de mi desconsuelo. Apoyé la espalda contra la primera pared que encontré y me dejé caer lentamente hasta quedar sentada en el piso con las rodillas dobladas y las manos cubriéndome la cara. Lloré hasta quedarme sin lágrimas y me fui.

***

—Hola, amor —dijo Pedro levantándose del sillón ni bien entré a casa y me abrazó—. ¡Qué carita! ¿Estás bien? —agregó.
Le di un beso fugaz y me fui a bañar. Le dije que no me sentía bien, que quería descansar. Esperé en la cama hasta que se acostó y se quedó dormido. Me levanté y encendí la computadora. «Química, religión e inteligencia artificial en la datación de objetos arqueológicos» fue lo primero que apareció en la pantalla. Abajo, un borrador de las notas que estaba preparando para la presentación oral que haría de mi tesis en ocho meses: «Esta teoría que estoy presentando cambiará la historia de nuestro mundo. No tengo dudas de que la formulación de esta hipótesis será la génesis de nuevas formas de conocer nuestro pasado y dejar huellas para el futuro».
Quería ser la mejor arqueóloga e indagar en el pasado de la humanidad. Ahora, me tocaba excavar en mi propio ser y llegar hasta las profundidades de mis contradicciones. Estaba encadenada a un debate caótico entre ciencia y religión.
Leal a un masoquismo histérico, volví la vista a la palabra génesis y sentí miedo. Me torcí por una fuerza dolorosa y me ardió la garganta, pero no vomité. Tenía necesidad de expulsar un pedazo de pasado. Mi tesis, mi carrera, mi futura profesión; el apocalipsis estaba llegando.

*** 

—Buenos días, soy Yvonne, hablamos ayer por teléfono.
—Adelante. Pase, por favor —dijo el doctor y cerró la puerta del consultorio—. Usted dirá —agregó.
Saqué el papel arrugado y se lo di.
—A ver, déjeme ver. —Hizo una pausa y continuó—: Dieciocho semanas.
—Perdón. No entiendo. 
—Está de dieciocho semanas, señora. Estamos a tiempo. 
El doctor abrió una agenda negra con una etiqueta que decía: «Intervenciones». 
«Intervenciones negras», pensé y sentí escozor.
—El viernes próximo, ¿le parece bien?
Hice un silencio largo.
—¿Tan pronto? —pregunté.
—Mire, tiene un embarazo de cuatro meses. No tenemos mucho tiempo más. Le daría antes, pero tengo todos los turnos tomados esta semana.
«¿Una semana de turnos?», pensé. Sentí un alivio efímero al darme cuenta de que no estaba sola; como si el comportamiento de otras justificara el mío.
Me devolvió el papel arrugado y dijo: 
—Mi secretaria le indicará cómo debe prepararse para el día de la intervención.   
Salí del consultorio abrumada. «¿Quién soy? ¿En quién me convertí?», pensé mirando al cielo, buscando que algo o alguien respondiera el enigma filosófico. 
Llegué a casa y fui directo a bañarme, a limpiar por fuera lo que no podía por dentro. 
Cuando salí del baño, estaba Pedro en la habitación. Le pedí que se sentara a mi lado porque tenía algo importante que decirle.
—Estoy embarazada —le dije sin preámbulos y agregué—: Y no quie…
Pedro me interrumpió, apoyó con ternura sus labios en los míos y me abrazó fuerte.
—Te amo —susurró—. Soy el hombre más feliz del mundo —agregó sin dejar de abrazarme. 
No pude seguir hablando. No pude contarle que en dos días tenía cita con el doctor «intervención». Las caricias de sus palabras fueron disipando las cavilaciones que me atragantaban y me quedé dormida en sus brazos. 
A la mañana siguiente, al levantarme, las sábanas tenían manchas de sangre. Pedro se alarmó y llamó un taxi.
Un reflejo instintivo e involuntario hizo que mis manos se apoyaran sobre mi vientre. Quedé sometida a un miedo que nunca había sentido. 
Durante el trayecto a la clínica, no nos dijimos ni una palabra; solo nos sostuvimos las manos con fuerza.

***

—Falsa alarma, papis. El bebé está en perfecto estado —dijo la doctora—. Escuchen —agregó sonriente mientras subía el volumen del ecógrafo. 
Pedro se agachó, me dio un beso provisto de sentido y me acarició la cara. Nuestras lágrimas comenzaron a caer como lluvia regando un campo seco. Nos quedamos así, mirándonos durante un instante dulce y eterno, escuchando la vida.

***

Subí al escenario del aula magna y acomodé mis apuntes sobre el atril. Leí los agradecimientos de rigor a los profesores, compañeros y autoridades de la facultad que habían acompañado mi trayecto como estudiante.
—Ahora, por fin, hablo como egresada —dije y se escucharon algunas risas. Aclaré la garganta y continué—: Hoy me recibo de licenciada en Arqueología y es un honor; una carrera que amo. Sin embargo, hace cuatro meses recibí el más hermoso título que me podrían haber dado.
Hice una pausa para beber agua y disolver el nudo de la garganta. El silencio solemne de la sala fue interrumpido por un grito en las primeras filas:
—¡Te amamos, mami!
Era Pedro, que balanceaba a nuestro bebé por sobre su cabeza.
Bajé con pasos apurados y los abracé fuerte mientras un manto de aplausos nos cubría del pasado y vestía nuestro futuro.

1 respuesta

  1. Jorge dice:

    Una duda. ¿Qué la hizo cambiar de idea con respecto al aborto? ¿Será un hijo querido de ahora en más? Jorge Lavezzari

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