UN EMPERADOR SUELTO EN PARÍS

El pequeño hombrecillo, vestido con un traje que le queda demasiado grande, camina lentamente, buscando la numeración en la Rue Dauphine, en la zona céntrica de París. Cuando toca el timbre, es atendido por una mujer de mediana edad, vestida con un desabrido traje, que lo mira severamente detrás de unos gruesos lentes. Destila soltería por todos los poros de la piel.

            —¿Aquí vive el doctor Charles Bertrand, el psico….?

            —Psicoanalista —contesta el ama de llaves, y lo conduce a un elegante consultorio

            —Adelante, señor Bonaparte. —La voz del doctor denota autoridad.

            Napoleón entra y se queda parado sin saber qué hacer.

            —Recuéstese en el diván, por favor.

            —¿Acostarme?,¿para qué?

            —Para que empiece a contarme qué le pasa. Al mismo tiempo, el médico piensa: «¿es estúpido o se hace?».

            Napoleón lo mira intrigado y obedece.

            —No sé por qué estoy aquí. En realidad, no sé por qué estoy en el siglo XX, y mi cabeza no para de pensar. Me estoy volviendo loco. —Mientras dice esto, mueve sus manos frenéticamente —. Mi amigo Dwight…

            El médico lo mira intrigado.

            —El general Eisenhower, ¿no lo conoce?, me aconsejó que viniera a verlo antes de volver a mi época, porque si no, cuando regrese a Waterloo van a creer que estoy demente.

            «Paciente con  trastornos de personalidad», escribe el psicoanalista en un gran cuaderno con tapas de cuero.

            Bonaparte le cuenta que no sabe cómo llegó a esta época:

            —Solo sé que  estaba cabalgando en la batalla, llegué a un bosque, se me apareció una luz dorada  y desperté en las playas de Normandía 129 años en el futuro.

            «Alucinaciones esquizofrénicas», sigue escribiendo el médico, mientras piensa en lo bien que le vendría una copa de coñac.

            Napoleón continúa su relato:

            —Aparecí en una playa, pasaban aviones volando, salían cientos de soldados del mar, todo era una locura…

            El facultativo tose, tratando de reprimir una carcajada.

            —En realidad, doctor, ya no quiero volver a mi época, me encanta el siglo XX. Hay muchas más comodidades, los médicos pueden tratar mis problemas estomacales, no tengo que cabalgar para trasladarme a ningún lugar. La ropa es cómoda y la comida, increíble. También estoy fascinado con los automóviles. Me encantaría aprender a manejar.

            «Si llegás a los pedales, enano», piensa el facultativo, mientras una sonrisa se dibuja en su rostro. Napoleón sigue hablando:

—El único problema que tengo es que no me puedo acostumbrar a no ser emperador, quiero dar órdenes y que me obedezcan. ¿Usted me puede ayudar a convertirme en un hombre de este siglo?

            —Bueno, señor Bonaparte, terminamos por hoy. Déjeme analizar su caso. Lo espero el jueves. Creo que voy a poder ayudarlo.

            Napoleón sale esperanzado de la consulta. Lo que no le ha dicho es que lo que más le gusta de esta época son las mujeres: ¡Dios! Lo vuelven loco las piernas al descubierto, los vestidos que marcan las caderas y la cintura, el cabello y los labios pintados de rojo, que invitan al beso. Otra cosa que le fascina son los cafés al aire libre, con el apetitoso aroma de los croissants recién sacados del horno, y de la oscura infusión.

Al mismo tiempo que él va pensando en estas cosas, el psicoanalista se encuentra tomando un coñac, festejando por adelantado la compra del Ford V8 que tanto le gusta. Con las cuarenta sesiones que le va a proponer y los honorarios que cobrará, terminará de obtener el dinero que necesita. Es el primer paciente importante que tiene  desde el comienzo de la guerra.

Cuando regresa el día jueves, Napoleón se encuentra con buenas noticias, salvo por una cosa: no tiene el dinero para pagar el tratamiento.

—Doctor, tendría que volver a mi época para buscarlo. Allí, en mi mansión, tengo escondida una buena cantidad de napoleones de oro. Por otra parte, necesito más dinero para poder vivir, ya que estoy sobreviviendo con el mísero sueldo que me pagan los aliados por haber ayudado con el desembarco en Normandía.

«Este hombre es un caso único, increíble, estoy fascinado», piensa el facultativo, dejando, involuntariamente, volar su imaginación.

Napoleón continúa hablando:

—Se cómo regresar; encontré unas piedras iguales cuando veníamos con Dwight hacia París, pero mi uniforme se perdió cuando me lo cambié al llegar a la playa, y no puedo volver con esta ropa. También tengo que parecer normal, como si no hubiera pasado nada, ¿cómo hago?

—Siguiéndole la corriente, el psicoanalista le dice que primero, tiene que tranquilizarse, que le va a dar unos ejercicios para que pueda relajarse, y, segundo, que tiene que conseguir ropa de su época. Le indica una tienda de disfraces que hay cerca de su consultorio, que tiene una gran variedad, y le dice que el suyo es muy popular.

Bonaparte le agradece y, cuando está a punto de retirarse, se vuelve:

—Doctor, no logré llegar a ser emperador sin ser un gran observador de las personas y usted, por los gestos que hace con sus manos, y la forma en que me mira, no me cree nada. Piensa que soy un loco al que puede sacarle una gran cantidad de dinero. Entonces, lo invito a que venga conmigo para que pueda comprobar la verdad. Usted también necesitará un disfraz.

Tomado por sorpresa, el psicoanalista acepta.

 Después de alquilar sendos disfraces y prepararse para el viaje, se dirigen en tren hacia la campiña. Durante el trayecto a pie hacia el bosque, surge una amena charla. Cuando llegan al claro y ve la formación rocosa, Napoleón toca las piedras  y, de repente, surge una intensa luz que empieza a envolverlo. El psicoanalista retrocede asustado, pero Bonaparte lo agarra fuertemente de las solapas de su chaqueta y lo lleva consigo.

 

Un mes después

Los clientes sentados en la vereda del Café de la Paix, se dan vuelta a mirar el magnífico BMW 329 blanco. El auto es conducido por un pequeño hombrecillo, enfundado en un traje de fino paño hecho a medida. Se encuentra rodeado de tres bellas mujeres de carnosos labios rojos, vestidas a la última moda. Los chismes dicen que el <<nuevo rico>>, hizo su fortuna al vender una inmensa cantidad de napoleones de oro al coleccionista más grande de Francia.

  Mientras tanto, por los pasillos del hospital psiquiátrico Sainte Anne de París, deambula, con la mirada perdida, un hombre de mediana edad, que  supo ser psicoanalista, y no deja de gritar: —¡Napoleón está vivo, está vivo! ¡Yo lo vi! ¡Viaja a través del tiempo! ¡Yo viajé con él a su mansión!

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