Fenómenos sobre un río violáceo

Fenómenos sobre un río violáceo

Neil respira pausadamente. El módulo lunar parece ser el lugar más seguro para estar, pero ha llegado el momento de cumplir con el cronograma. Mira por la ventanilla la zona del alunizaje, conocida como Mar de la Tranquilidad. El temor de ver alguna criatura extraña lo paraliza. Afuera hay un desierto blanquecino que se corta repentinamente por un horizonte nuevo. A partir de esa línea, para arriba, todo es incógnita. La oscuridad podría ocultar algún peligro desconocido. O al menos eso es lo que cree el hombre de la Tierra.

Los relevadores del módulo cliquean alternativamente. El comandante agarra la manija de la escotilla y siente acumulaciones de talco entre sus dedos que le molestan. En su mente retiene el sabor del último desayuno en su planeta. Y, por un segundo esquivo, recuerda el olor desagradable del lubricante que usó para quitar el chillido de la puerta de su automóvil, una semana atrás, en ese mismo 1969.

Afuera del módulo lunar, todo parece una escenografía de película, monótono. Los objetos están congelados en el tiempo, como en una fotografía antigua. El astronauta se aleja del vehículo hasta una roca plana donde posa una caja con sensores de muestreo. Gira para regresar a buscar más instrumental y siente que algo cambia. No sabe bien qué es, pero hasta ese momento todo fluía, todo era previsible y se ajustaba al cronograma que tenía en su anotador. Ahora, en cambio, no.

En la superficie lunar, la mente humana es frágil y pierde la capacidad para mantenerse aislada de las interferencias cósmicas. En el Mar de la Tranquilidad, esta sensación de vulnerabilidad parece concentrarse. Neil lo siente. Sabe que no está en su hábitat natural y que debe estar alerta ante lo desconocido. Cree estar parado sobre un río violeta que crece entre sus pies y que luego se curva como una serpiente, pero, cuando la busca con la vista, ya no está. Tampoco está allí el vehículo que lo trajo a la Luna, ni su compañero de módulo lunar. Se desorienta. Pierde el equilibrio y trastabilla descontroladamente hasta chocarse contra una puerta de madera suspendida en la nada. «Una puerta aquí. Solo puede ser un pasaje para conocer el otro lado de la Luna», piensa Neil. «¿O el otro lado de la nada?», se cuestiona.

Alza la vista y lee el nombre grabado en la puerta: «Alessandro Volta, científico». Y se adentra sin hacerse demasiadas preguntas.

Del otro lado, ve un laboratorio del año 1800. Lo sabe por la robustez y el detalle de los muebles; por la gran cantidad de recipientes de vidrio y la falta de computadoras. Está desordenado. En el suelo hay un cesto abarrotado de basura. Sobre una mesada hay varios ejemplares de la mítica pila de Volta recién inventada, con su aspecto rústico y su olor ácido característico. 

En un rincón, el propio Alessandro lo increpa apuntándole con un espeluznante aparato con alambres enmarañados y chispeantes:

—¡Atrás, extraterrestre! —lo amenaza—. ¡No te robarás mi invento!

Neil se quita el casco con dificultad y se presenta como el comandante norteamericano de la misión lunar. El científico detiene sus pensamientos, incrédulo. 

—Un americano —masculla.

Acostumbrado a repeler invasores extraños de otras dimensiones en su laboratorio, baja el arma más relajado y le pregunta en un inglés con tonada italiana: 

—¿Decís que venís de la Luna? ¿Los americanos han llegado a la Luna? —Mientras, reflexiona y se peina y despeina la cabellera con las manos. Y, antes de escuchar la respuesta, continúa—: Esta semana ha sido una locura, han aparecido criaturas de todo tipo. Creo que este laboratorio está maldito. Por favor, contame cómo llegaste hasta acá.

Neil acepta que la situación es anormal, cree que se ha intoxicado con algún gas o con el alimento y que está en un estado de delirio. Aun así, se deja llevar:

—Soy el comandante Neil Armstrong de Norteamérica y estoy en la primera misión de alunizaje. Algo extraño pasó —cuenta—: creí ver un río violeta emerger entre mis pies que luego se hizo serpiente. Después crucé por una puerta de madera y viajé en el tiempo hasta aparecer en tu laboratorio.

Volta lo mira muy serio. Se podría sentir que sus pensamientos producen ruidos mecánicos si se posara una oreja en su cabeza. Hasta podría imaginarse humo salir por sus orejas, si se pudiera estar presente en la habitación en este momento.

—Un río, serpiente, violeta —repite pausadamente, a la misma velocidad que sus pensamientos—. Yo también he visto esa maldita cosa violeta por acá. Yo también creí que lo imaginaba. Hasta que vi que de allí emergen las criaturas que me atormentan y, a partir de entonces, supe que todo era real.

El científico camina unas vueltas en círculo por el laboratorio, frotándose el mentón. De repente se sienta y resuelve fórmulas en un papel. Se pone nervioso y derrama el tintero. Lo deja escurrir y observa el camino que sigue el río de tinta. Pone un dedo en el cauce y la tinta se detiene. Finalmente, le habla al astronauta, que lo observa con admiración y en silencio:

—No es que te esté echando, me encanta recibir visitas humanas —le dice delicadamente—, pero necesito que vuelvas por donde viniste y que hagas lo que te pido. Tratá de no tocar nada, voy a buscar algo.

Va a una habitación desordenada del fondo y regresa con algo parecido a un pisapapas.

—¿Eso es un electróforo de Volta? —pregunta Neil al verlo acercarse.

—Yo soy Volta —dice señalándose con el dedo sin entender la pregunta del astronauta—, y este aparato no tiene nombre, así que hacé silencio y prestá atención.

El científico carga el aparato frotándolo con un paño y, con cuidado, se lo da en la mano al comandante. Le explica que, apenas vea el fenómeno violáceo, le aplique el dispositivo para detener su cauce. De esa manera, se terminarán las filtraciones entre las dimensiones tangenciales.

—Será un honor de mi parte —se despide Neil con la voz quebrada por la emoción de recibir tamaña responsabilidad.

—Yo solo espero que la idea funcione y que se eliminen estas malditas cosas violetas.

El comandante regresa por la puerta de madera y espera unos minutos en la nada hasta ver el río violáceo entre sus pies. Le aplica el dispositivo, detiene el cauce y siente un cambio que lo devuelve a la monotonía lunar del Mar de la Tranquilidad. 

Entre sus dedos vuelve a notar la molestia del talco acumulado. Recuerda nuevamente el sabor del desayuno en la Tierra del año 1969. A lo lejos, ve a su compañero de módulo que trabaja sin haber notado su ausencia. «Un astronauta debe saber guardar secretos», piensa para sí mismo.

3 Respuestas

  1. Juan Agustín Rodríguez Cuenca dice:

    Tremendo cuento, Diego!

  2. andresan73 dice:

    La tensión que se mantiene a lo largo de todo el relato y esa capacidad que tenés para que nada, absolutamente, quede librado al azar. Ríos violáceos, el espacio, viajes en el tiempo. ¡Muy bueno, Diego!

  3. Maira Pelinski dice:

    Me encanta este cuento, Diego. Disfruté mucho tu versión de Volta. Felicitaciones!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contenido exclusivo para quienes pertenecen a nuestros talleres.