Un mundo distinto

Un mundo distinto

Aquella noche tuve mucho miedo. Nos hicieron quemar en las plazas todos los libros sin importar el contenido. Luego entraron a nuestras casas a la fuerza y nos quitaron libros, carpetas, escritos, todo. Hasta se llevaron el cuaderno de recetas de mamá. Fue una noche terrible.
Recuerdo que habían dictaminado en el Congreso que se debía desconectar la red mundial de internet y que las comunicaciones debían ser reguladas por el Estado. Papá se imaginaba que esas cosas podían llegar a suceder. A veces lo hablaba con mamá después de la cena y yo llegaba a escucharlos desde mi habitación, mientras creían que dormía.
En el colegio, el profesor Leandro no iba a dar más clase de Educación Cívica. Fue una gran pérdida para mi grupo de amigos: él era el único que solía explicarnos algunas cosas que nosotros no llegábamos a comprender del todo.
Ese día, durante la hora libre que tuvimos, habíamos hablado con Hipólito, Carlos, Juan y algunos otros amigos sobre lo que sucedía. Estábamos seguros de que algo importante y extraño estaba pasando. Algunos decían que estaba bien porque nos estaban quemando la cabeza con ideas estúpidas y otros creían que era grave lo que sucedía, que debía haber lugar para todos si éramos capaces de entendernos.
Carlos estaba convencido de que debía haber un orden. Creo que todos estábamos de acuerdo en eso, pero él decía que el orden lo tenía poner alguien que se dedicara a eso, a poner orden; alguien que nos dijera cómo teníamos que hacer las cosas: «¡Como en la escuela!».
Pero algunos sugerimos que tal vez ese orden no era el correcto y Carlos nos dijo que entonces debíamos ir con el encargado de poner orden y ver cómo se lo desplazaba de su puesto para tomar el control. El que se atreviera a desafiarlo y lo superara podría imponer el orden que creyera correcto. Pero eso nos parecía poco lógico e imposible para nosotros, que, con apenas 13 años, la mayoría de lo que sabíamos era por libros y por lo que escuchábamos en casa.
Hipólito creía que nosotros, los más chicos, éramos el futuro y debíamos tomar las riendas de los asuntos delicados del país, y así, al crecer, nos encontraríamos con lo que nos merecíamos. Que el futuro fuera construido por nosotros mismos, que éramos los que íbamos a tener que vivirlo. Varios de los chicos quedaron encantados con esa idea. Se propuso que, teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo, escondiéramos algunos libros que nos interesaban, «incluso algunos de poesía», recomendó Jorge, que era un enamorado de escribir con una precisión increíble para su edad, y además en su casa se hablaban tres idiomas.
Juan nos dijo que todos teníamos razón, que debía haber lugar para todos, que lo importante era que nos juntásemos para poder sacar a los poderosos de su lugar, ocuparlo nosotros y poder así ser justos con todos los demás. Nos sonaba lógico e interesante.
Tuvimos que dejar la conversación cuando nos llamaron a la nueva clase. A partir de ese entonces, tuvimos una nueva materia llamada Introducción al Pensamiento, que nos iba a dar la profesora Cristina. Fue la profesora más intensa de todas. Nos hablaba horas y horas, incluso en ocasiones nos tuvimos que quedar en los recreos mientras nos explicaba los lineamientos para comprender el «nuevo pensamiento moderno».
Ese año los exámenes de ella fueron terribles. Al menos hasta que Juan se dio cuenta de que, si escribíamos exactamente lo mismo que ella dictaba en clase, conseguíamos las mejores notas de la división. Y así fue. Algunos tuvieron problemas con su forma de dar las clases y hasta vinieron a hablar sus padres, pero muchos no lograban aprobar la materia y hasta se tuvieron que cambiar de colegio.
Papá decía que todo estaba escrito, que, si uno había leído lo suficiente, podía comprender casi cualquier cosa; que, si no había libros ni canales de comunicación de dónde obtener información, él iba a intentar trasmitirme todo lo que conocía para que yo pudiera pensar por mí mismo y darme cuenta de las cosas. Fue un gran padre.
Ese mismo año nos fuimos a vivir a un campo en Córdoba donde emprendimos una granja familiar. La verdad es que no me gustó mucho el cambio, pero papá me explicó que había renunciado al trabajo porque lo importante era ser fiel a uno mismo.
Cuando nos fuimos pude esconder algunos libros y revistas, entre los que seleccioné algunos de poesía, como había propuesto Jorge aquella tarde en el colegio. Una vez instalados en la granja, papá descubrió mis libros y se mostró orgulloso de lo que hice, aunque me advirtió los peligros del caso, debido a las circunstancias de aquel entonces.
Me enseñó a esconderlos en el campo. Enterrados. Siempre se me daba por pensar que, enterrados, tal vez algún día darían frutos o crecería un árbol. Él solía decirme que, de esa forma, enterrados, siempre se escondieron los tesoros, y que eso mismo eran los libros. Los podíamos consultar cuando quisiéramos si sabíamos mantenerlos escondidos y, si los escondíamos en nuestra memoria, mucho mejor.
No fue mucho el tiempo, pero vivimos increíbles momentos en aquella granja, como por ejemplo, cuando papá armaba los fogones de los viernes, donde, después de la cena, leíamos algunos libros y terminábamos con poesías y relatos que podíamos discutir hasta el amanecer.
Uno de esos viernes, llegó una docena de autos mientras estábamos en el fogón. Papá tiró varios libros al fuego cuando los escuchó acercarse y me ordenó que fuera a la cama inmediatamente y que no saliera para nada.
Entraron y dieron vuelta todo. No sé qué buscaban, pero le encontraron a papá un par de libros debajo de la cama. No creo que fuera ese el motivo, pero se los escuchaba satisfechos de haberlos encontrado. También revisaron toda mi habitación, pero no encontraron nada. Me escondí en un compartimento secreto que papá me había mostrado en el ropero, donde yo tenía escondidas algunas cosas, entre las que se encontraba un libro de poesía llamado Palabras, que me había recomendado una compañera de colegio que me gustaba mucho. Fue la última noche terrible que recuerdo en mi vida. Cuando se fueron me quedé guardado hasta escuchar los gritos de mamá cuando vino a buscarme al dormitorio. Recién entonces me animé a salir. Esa fue la última noche que pude ver a mi viejo.
Ya pasaron 2 años desde que él no vuelve a casa. Escribo este texto con miedo, entendiendo que no se debe hacer, pero me quedo con sus consejos de cuando leíamos al calor del fuego. Necesito dejarlo escrito en algún lado, sin importar los riesgos.
No me quedan muchas esperanzas de volver a ver al viejo, pero me quedé con sus libros enterrados en el campo. En cada uno de ellos, hay una parte de él. Los leo y pareciera que escucho su voz, como si me hablara por sobre los escritos. Hasta llegué a encontrar enterrados unos ejemplares donde el autor tiene, exactamente, el mismo nombre que papá.

4 Respuestas

  1. Washington Arís dice:

    Conmueve y estremece. Gracias y felicitaciones.

  2. patricia.carreira dice:

    ¡Maravilloso!

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