Por la inquietud de un artesano

      Por el año 4500 antes de Cristo, Korus era un artesano muy famoso en el lejano Egipto de los faraones. Durante años preferido por la casa real, entregaba las mejores armas de bronce que su padre y el padre de su padre le habían enseñado a fabricar. La gran mayoría de los oficiales y personajes importantes del ejército del faraón habían lucido sus armas, con empuñaduras especiales, cubiertas de gemas o con agarraderas de cuero que él hacía prácticamente irrompibles.

      En una de las incursiones que el ejército realizó hacia el desierto, uno de los oficiales falleció al ser traspasada su coraza de bronce por una flecha lanzada por el enemigo. Sus subordinados, al volver a Menfis después de la derrota en la batalla, increparon a Korus diciéndole que había realizado un mal trabajo con la prenda protectora y eso habría causado la muerte de aquel oficial, queriendo con ello justificar el resultado ante el faraón. Como prueba de su error le entregaron la flecha.

      Korus la retuvo en su mano y pudo observar el proyectil. Era de un material raro, pesado, sin brillo, que daba a la flecha un balance distinto al bronce. En sus 35 años de vida, nunca había visto algo así, aunque su padre supo decirle que otros pueblos más rústicos trabajaban un metal más duro que el bronce y que no podía pulirse. Quien pudiera dominar la técnica de su fabricación tendría un ejército invencible. Si pudiera lograr dominar ese metal realizaría su sueño de ser reconocido y valorado por el Faraón y su fama se extendería por todo Egipto.

      A los pocos días, buscó al soldado que le llevó la flecha a fin de solicitarle la posición exacta del lugar donde mataron al oficial y gastó gran parte de sus ahorros en preparar una excursión en busca de ese pueblo que conocía la técnica para la obtención de ese metal.

      Dos meses después, llegó al desierto y como todo buen mercader, buscó cómo negociar. Le llamó la atención la presencia de una piedra rojiza en los montes cercanos. Y el terreno en general era de un color ocre, teñido por el polvo proveniente de esas elevaciones. 

      Encontró una población. Observó las lanzas y flechas que los guardias de ese lugar tenían. Negoció un par de ellas por unos cueros de oveja y preguntó quién las fabricaba. La gente desconfiaba de él, pero Korus sabía ganarse la confianza además de que, como todo hombre tiene su precio, no le costó mucho llegar hasta donde el herrero trabajaba el metal.

      Se sorprendió al ver un montículo de piedras rojas que había visto en el camino. El artesano colocaba esas piedras en una especie de horno donde le daba fuego y las quemaba. Por la parte inferior de lo que luego supo se llamaba fragua, salía el metal fundido que emitía chispas y quemaba todo a su paso. El herrero tomaba ese metal líquido en un molde cerámico de la forma del arma a fabricar y lo llenaba con el metal fundido.

      Para enfriarlo lo sacaba del molde, lo sumergía en agua y, a golpes de martillo lo terminaba, sacando las rebarbas y afilando el extremo. Korus no lo dudó. Invitó al artesano a que lo acompañe a Menfis contándole de las maravillas de esa ciudad y de lo ricos que podrían ser si se asociaban.

     Harto de su trabajo, el herrero pensó que podía ser el tiempo de cambiar de vida y a la vez, que su desvalorada profesión, fuera finalmente reconocida. Pidió permiso al rey del pueblo, cargaron varios carros con las rojizas piedras de las elevaciones cercanas y partieron hacia Menfis. Korus se sentía exaltado ante la gran oportunidad de realizar sus sueños.

      Arribados a Mefis, montaron la fragua, de acuerdo a las indicaciones del herrero, y realizaron una primera colada extrayendo el metal de las piedras. Korus no podía esperar un día más y le llevó al Faraón la muestra, montada en una lanza. Con el auspicio del oficial que le conocía de toda la vida, colocaron dos pectorales de bronce. Ante la mirada del Faraón demostró con el oficial como, la lanza tradicional de bronce chocaba contra la armadura y rebotaba sin causar daño, mientras que la lanza con el extremo de hierro perforaba el pectoral como si fuese de papiro.

     De inmediato el Faraón quiso saberlo todo. Convocó a su ejército y con sus veloces carros de guerra, su mejor arma, avanzaron sobre el antiguo poblado del desierto. Muchas fueron las bajas que sufrió el ejército del Faraón, pero al ser una falange tan grande, al cabo de varias batallas lograron vencer la resistencia y tomaron la ciudad.

     El jefe del ejército egipcio con una de las lanzas de hierro se dirigió al mismo rey que había permitido que su herrero saliera del pueblo. Lleno de ira por la cantidad de sus soldados muertos por las flechas y las lanzas de hierro, apenas lo tuvo al frente, se la clavó en su cuerpo repetidas veces  mientras expresaba en voz fuerte: «hierro, hierro, aquí tienes, el que a hierro mata, a hierro muere».

2 Respuestas

  1. Mario Cesar La Torre dice:

    Muchas gracias! Un saludo.

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