Heridas Pasadas

Heridas pasadas

Entre los dedos de ella, la masa de pan tomó forma de un pie con inmenso empeine. La semana anterior había pasado los cuarenta y a pesar de la baja audición del oído, percibió el timbre del teléfono. Lo atendió y recibió un comunicado: «Le hablo desde el juzgado número tres, le informo que el señor Pedro Bonilla ha terminado su condena y salió en libertad a las trece horas…». No le importó lo que siguió del dialogo, comprendía lo que significaba.
Habían transcurrido unos melancólicos veinte años desde el homicidio de su tío. Luego de colgar el tubo, aquel hecho trágico de la que fue testigo y que nunca hubiera querido que ocurriera, volvía a recrearse en su mente: los gritos de clemencia del tío Alberto antes que cayera al piso con dos puñaladas, la sangre que corría por el piso, las palabras entre cruzadas con el asesino, la corrida para alejarse y pedir auxilio en las calles del pueblo.

Salió al patio de tierra con los panes. Después de retirar parte de las brasas y las cenizas del horno de barro, introdujo para hornear las masas crudas que habían leudado. Pensó: ¿y si se le ocurre aparecer ahora? Entonces prefirió centrarse en la rutina diaria que, a diferencia de la mítica Penélope, que tejía y deshacía el sudario de su suegro a la espera de Ulises, ella solo amasaba y cocía para ir a vender después. Por eso, colocó en un carrito de los mandados los «corderitos» calientes para salir al recorrido. Debido a sus vestidos pálidos, a los cabellos enmarañados y a la poca interacción, los clientes la habían apodado «la loca de los panes».
A medida que paseó por las cuadras de la pujante ciudad, que sin darse cuenta dejó de ser su tierno pueblo, le llegaba el recuerdo de su madre fallecida varios años antes. También se dio cuenta de que debía decidir qué haría con algunas cosas de la difunta: la ropa de esta, una cama de una plaza que incluso podría vender y un espejo de pared que le ocupaban espacio.

Cuando retornó a su hogar, sentado en la pila de troncos al costado de la entrada, un hombre con un buzo descolorido y jogging gris dormitaba con la cabeza pegada a la pared. Era él, a pesar de las dos décadas, recordaba sus facciones coloradas.
Cercano al brazo de este, vio el hierro con el que acostumbra a mover las brasas. Se dio cuenta de que olvidó guardarlo de los posibles «prestamos indefinidos» que los amigos de lo ajeno se acreditaban. Se acercó despacio, agarró el mango del atizador de hierro y con la otra mano sacudió el hombro del adormecido expresidiario.
–¿Hace mucho que esperás? –le preguntó.
–Viviana, hola, ni idea cuanto tiempo llevo –le dijo y observó su mirada–. Escuché la radio adentro y me imaginé que era para que se oyera buya.
–No hay drama, Pedro –Miraba el cielo plomizo–. Entremos, porque en cualquier momento se vienen las gotas.

Lo hizo sentar en la punta de la mesa y, después de poner la pava a hervir, le sirvió un café que, acompañó con unas rebanadas de pan casero para untar con mermelada.
–Perdón, solo tengo café barato para ofrecerte.
–Todo bien, seguro es mejor que el de la cárcel.
Al silencio agudo que se generó, lo cortaron el programa radial de la tarde junto al sonido de la lluvia sobre las chapas del techo.
–No te pongas triste, Vivi. Yo no hubiera aguantado si vos también ibas presa por culpa del degenerado de tu tío.
Ella Intentaba contener el aguijón de una angustia que le hincó el pecho, él lo notaba por los gestos de la cara trigueña y le dijo:
–Si te pedí que huyeras y luego testificaras en mi contra, fue porque creerían que eras mi cómplice para robarle la plata de la venta del auto –Bebió un sorbo–. Mirá si iba a imaginar que esa mañana cuando fui para sorprenderte en tu cumple, lo vería queriendo propasarse y que tu mamá no saliera de la pieza al oír tus gritos. No me aguanté y por más que rogó cuando le enseñé la cuchilla que usabas para cortar pan, te liberé de ese atorrante.
–Gracias, lo sé, pero a veces hay heridas que te atan a una tristeza que no puedo explicar.
–¿Me dejás que te lea algo que escribí? –le dijo el colorado con una ligera sonrisa–. Es distinto a todas las cartas que nos hemos enviado en estos años. Allí encerrado me anoté en un taller literario para internos. Además, cumplí con tu pedido de venir a verte ni bien me soltaran.
El foco incandescente titilaba en el vidrio de los lentes de él. Del bolsillo sacó unas hojas que leyó en un tono suave, aunque nervioso.
A ella, el corazón le sudaba al escuchar la poesía. Sentimientos encontrados se cruzaban en su interior.
Cuando acabó la lectura, le expresó que, ni bien terminara la llovizna, se alejaría. A qué sitio, vaya a saber, pues no le quedaba nadie. Ella le pidió que esperara. Se fue a la habitación del lado de su dormitorio, sacó de encima de la cama que solía usar su madre, las bolsas con ropa y el estorboso espejo. Luego volvió al comedor y le dijo:
–No hace falta que te vayas. Si querés –dudó un instante– ahora podés liberarme de la soledad.

4 Respuestas

  1. Moira dice:

    Qué hermoso cuento Jor!!!! Y que emoción leerte acá!!!! Felicitaciones

  2. Graciela dice:

    Felicitaciones Yorks.
    Está doble el cuento???

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