La vieja chiflada

            El ojo furtivo de Ana no podía creer lo que veía: ahí estaba el bebé, en medio de la calle. Pensó que la distancia del barrio con la malsana urbanización le iba a permitir respirar en un ambiente límpido y plácido, así que se mudó; pero no se imaginó que, a cambio, iba a paralizársele el corazón varias veces, con escenarios parecidos.

            «¡En medio de la calle!».

            En la posición más conveniente para ser atropellado, el bebé, sentado y muy campante, golpeaba el cemento con un martillo. Parecía pesado para sus bracitos, pero con dos manos y empeño realizaba los torpes e inocentes movimientos de quien está descubriendo el mundo y experimenta con lo que tiene al alcance.

— ¡Esa vieja…!—Ana masculló y cerró con ferocidad la cortina.

            La vecina del frente era una anciana amargada, de pelo rojo mal teñido, labios caídos de haberlos fruncido tanto y anteojos que se le torcían a la derecha de la cara y que —creía Ana— se sostenían de alguna de sus tantas arrugas. Se la pasaba hundida en una sillita plegable.

            La chica había tenido la desgracia de conocerla cuando recién inauguraba esa buena disposición y frescura que deben acompañar los principios de un cambio radical. Lo primero que hizo cuando cruzó la angosta calle y pisó el jardín, fue saludar y presentarse. El talante se le desacomodó, como si la vieja le hubiera pegado una cachetada con la mirada.

Había varias posibles razones: la amalgama de colores que presumía en su look descuidado (una musculosa de verano floreada y bermudas con rayas de arcoíris),  el brillo torvo en su mirada o, más probablemente, la escopeta que reposaba en su regazo. La señora masticó un saludo desconfiado.

            Ana no tuvo tiempo de amilanarse; pronto desvió su atención hacia la criatura en pañales que, en ese mismo jardín, apelmazaba tierra con un martillo.

—Eso, pendejo, matalas a todas—alentó la anciana, sin rozarlo con la vista y arrastrando su voz ronca (desbaratada por el hartazgo, a quien no le habían bastado todo su cuerpo y buen humor).

            Ana se sobresaltó. La incredulidad, o la incomodidad, volvieron toscos y espasmódicos sus gestos.

— ¿Qué hace él?

—Lo puse a aplastar hormigas.

            La muchacha parpadeó varias veces. Se halló tan desorientada en sus pensamientos que simplemente soltó un largo « ¡Ahhhh!».

            «¿Una escopeta? ¿Un martillo a un bebé?».

Su juventud e inexperiencia le recordaban que no sabía tanto de la realidad como creía. No se había criado cerca de gente así, no preparó reacciones ni palabras para escudarse de la absurdidad.  

            Pretendiendo lavarse las manchas de duda y recelo, habló con otro vecino.

—Ah, sí, esa vieja está hace rato acá, y siempre se sienta en su patio a mirar, ¿viste?—le comentaba don Eustaquio, un hombre barbudo y sudoroso que esperaba Ana que no fuera tan vulgar como parecía. Su cara transparentaba algo de cordialidad mientras regaba las plantas.

— ¿Y por qué tiene una escopeta? ¿Está cargada?

—Ni idea. Nunca disparó, me parece. Sé que una vez le apuntó a Marcelo. ¿Lo ubicás a Marcelo? –Ana negó con la cabeza—. ¡Agachate y conocelo! Nah, joda, pero sí, lo amenazó a Marcelo, el que vive allá.

            Ana se rio sin ganas y contuvo el asco. Prefería seguir averiguando más de quien empezó a llamar para sí misma: «La vieja chiflada».

— ¿Y el bebé?

—Es el nieto. Parece que se lo traen para que lo cuide una vez por semana, más o menos.

            Nadie le prestaba atención a la vieja chiflada. ¿Arriesgarse a que la escopeta lo mirara a uno? Además, el bebé ni lloraba, sino que se entretenía durante horas con lo que la abuela lo pusiera a hacer.

            Ana no se acostumbró a tolerarla, incluso un mes después de haber anidado en el barrio. Por eso, la vez en que el chiquito martillaba la calle, salió, cruzó y enfrentó a la vieja, que soltaba ronquidos en un intento por apocar la risa.

— ¿Qué cree que hace, señora? ¡Mire dónde está ese bebé!

—Nah, si no pasan autos hace horas. —Su brazo ondeó una señal de «dejá de joder y andá a tu casa, que lo tengo todo bajo control».

— ¿Qué le pasa por la cabeza? Va a ver, lo voy a sacar yo.

            Cuando lo alzaron, el bebé rompió en un llanto aturdidor: se le había caído el martillo de las manos.

— ¿Ves lo que hacés? ¡Ahora no se va a callar el pendejo! —La vieja rezongaba mientras Ana dejaba al nene en el pasto, temerosa por si le apuntaba con la escopeta—. ¡Sos una exagerada! ¡Si no pasaba nada!

            Ana no se quedó para que le siguiera gritando. De paso, se llevó el martillo, exclamando que no era cosa con la que debiera jugar un bebé. Sus oídos captaron los reproches hasta que se ocultó dentro de su propia casa.

            La semana siguiente, cuando corrió apenas la cortina para husmear, encontró a la señora donde siempre… saludándola, como si la hubiera esperado. Una tensa y rencorosa sonrisa le estiraba los labios. Señaló a la calle que las separaba. En el medio, una bolsa de basura negra encerraba algo del tamaño de un perro.

—No… me estás jodiendo.

            Ana no tuvo tiempo de salir a comprobar si realmente se trataba del bebé. Una camioneta se acercaba tan rápido que no frenó a tiempo ni lo intentó. Una rueda aplastó la bolsa con todo el peso que sostenía. Ana creyó percibir el sonido viscoso de la carne machacada y se volvió para buscar el teléfono. Los dedos no le atinaban a los números por el temblor.

            La vieja vio que Ana desaparecía tras la cortina y dejó que su macabra carcajada resonara en la cuadra entera. Levantó su huesudo cuerpo de la silla, casi despegándose, y se sintió crujir al agacharse. Se llevó la bolsa con la sandía destrozada y la tiró en un rincón del patio trasero, donde su nieto, siempre en pañales, mataba bichos con una piedra atada a una cuchara de madera.

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1 respuesta

  1. Melisa Alexandra dice:

    Muy interesante, Valentina. Aplaudo el uso de vocabulario surtido. Debo admitir que se me hizo largo reapecto del punto al que quisiste llegar con el final y que a los diálogos les falta un toque de naturalidad. Sin embargo, disfruté mucho de la astucia de la vieja chiflada.

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