Dos vuelos diferentes

     Jorge viajaba en el vuelo de Austral de las 22:20, con destino a Buenos Aires.  El día había sido muy duro. Reuniones, trámites, caminatas agitadas, rígidos horarios, las grandes distancias de San Pablo, el teléfono enloquecedor,  los bocinazos, el humo asfixiante encerrado entre altos edificios en calles angostas, el frenético viaje en taxi a última hora hacia el aeropuerto, y sólo una cosa rescatable: el encuentro en la sala de embarque con Eugenia, y una ínfima, fugaz conversación, ante la urgencia de los vuelos por partir.

     A poco de abordar, Jorge cerró los ojos intentando dormir, pero el rumor multiplicado de conversaciones extraviadas, la mezcla de perfumes importados que muchos se habían disparado gratis en el free shop, el arranque estruendoso de las turbinas  y el saltarín carreteo de las ruedas sobre la pista, lo mantuvieron en vilo. 

     Con el avión ya en el cielo, Jorge, detrás de los párpados, hacía su propio vuelo por los laberintos de la memoria. Pocos meses antes, se habían encontrado con Eugenia, también por casualidad, en un bar de la avenida Cabildo, después de varios años sin verse. Ese día, había vuelto a sentir el mismo cosquilleo que cuando eran compañeros en la Facultad y se sorprendían buscándose con las miradas durante las clases.  En aquel entonces, ella bajaba rápido la vista y él alimentaba la ilusión de conocerla un poco más, puertas afuera de la Facultad. 

     Esa vez en el bar, aunque ella estaba acompañada por un hombre, volvieron a cruzarse las miradas como en los tiempos de estudiantes.

     Él se sentía cobarde, pues nunca había ido más allá de ese juego. Después de la Universidad, a veces volvía a pensar en Eugenia, en su cabellera negra,  en sus ojos tiernos que se las ingeniaban para alcanzarlo como dedos extendidos que llegaban hasta él desde un lugar desconocido y lo acariciaban imaginariamente. Entonces, se atragantaba con el sabor amargo de una asumida incertidumbre de lo que pudo haber sido, pero no fue.

     Por eso, el casual encuentro en el aeropuerto, fue lo mejor que le había ocurrido ese día en San Pablo. Porque ella fue la que lo reconoció, la que se acercó y lo tomó del brazo,  la  que celebró que se volvieran a ver tan lejos de Buenos Aires, la que sugirió que se dieran los números telefónicos y la que había lamentado que regresaran al país en  vuelos distintos, casi en el mismo horario.

     A medida que el avión se afianzaba en los aires, el cansancio se iba imponiendo sobre los recuerdos en Jorge. Los demás pasajeros parecían dormidos. El silencio era casi completo; las turbinas, ya relajadas en velocidad crucero, apenas se oían como un bramido remoto.  Sólo alteraban esa armonía, los indeterminados pasos que se acercaban y se alejaban por el pasillo. Llegaba al límite de la pérdida total del sentido y entonces regresaba sobresaltado a la vigilia cuando lo rozaba una azafata o quizás algún tambaleante pasajero que iba al baño. 

     De pronto, una voz en los parlantes se disculpaba por las turbulencias que habían empezado a sacudir el avión. Jorge, no se alteraba; pensaba en Eugenia; la sentía muy cerca gracias al delicado perfume que ella le había dejado en las ropas al saludarlo; veía su pelo negro flotando todavía sobre los hombros desnudos y brillosos.

     Imaginaba un dulce porvenir en Buenos Aires. Ahora, él tenía la oportunidad de vengarse por aquella cobardía de la Facultad. Ella le había enviado un mensaje antes del despegue: «tenemos que vernos pronto, espero tu llamado…».   Sin embargo, le pesaba no haberse atrevido a responderle de inmediato.

     Las turbulencias se hicieron enormes y despertaron a los pasajeros.  Jorge abrió los ojos y vio a las azafatas con los rostros desfigurados de terror. El comandante, por los parlantes, hablaba de una tormenta con fuertes vientos cruzados; pedía calma, pero su voz ya no tenía el acento cadencioso y tranquilizador, propio de los pilotos comerciales.

     El avión parecía una gigantesca bala de cañón apuntando directo a la tierra. Todos estaban desesperados, los gritos eran aterradores.  Jorge, en cambio, tenía la garganta anudada. Sus manos temblorosas recorrieron los bolsillos buscando el teléfono. Fue directo al mensaje de Eugenia, la vio en la pequeña foto de contacto. El trágico destino lo conmovía, el inevitable final lo serenaba, los vivos ojos que lo miraban lo fortalecían.

     Con una plácida calma, a la deriva en un mar de desesperación, escribió:

     «Me hubiera encantado volver a verte…»

4 Respuestas

  1. Ada Salmasi dice:

    Un relato que conmueve.¡Muy lindo cuento!.

  2. Maria Cristina Manenti dice:

    Me gustó la síntesis que logra en la historia.

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