Pequeños gestos

Revuelve el café con leche. Mira a la gente que pasa indiferente a todo lo que no sea el mundo de su celular. Ya son pocos los que llevan los viejos aparatos como el suyo. La mayoría ha comprado la pulsera inteligente cuya pantalla, con un simple movimiento, se proyecta en el antebrazo del usuario. «¡Pavadas!», piensa Miguel, y no puede evitar el escozor que le sube desde la muñeca hasta terminar en su codo.

El bar donde se encuentra está en el interior de una galería comercial. Sus paredes interiores parecen reales, pero no tienen la consistencia de estas. Son solamente tabiques virtuales que se acercan o alejan a conveniencia.

«No hay nada que merezca ser mirado. Es más de lo mismo», se dice, pero enseguida se da cuenta de que se equivoca: en un rincón descubre una propaganda deslavada en la que aparecen manos que piden ayuda.

«Inútil. Para la mayoría esas manos son invisibles», concluye Miguel.

Se concentra en el café con leche. Lo ha dejado estar y ahora lo encuentra frío, tanto como su alma. Hace mucho que la considera perdida. Precisamente, desde que murió Laura, su mujer, después de la última de las pestes de «influenza».

Está helado y hoy no puede reclamar a nadie por la calefacción. Por eso decide activarla desde su propio celular. Debe atenderse solo. Poco a poco, todo lo que lo rodea se está automatizando. Aunque no las ve, sabe que hay máquinas que memorizan el comportamiento de cada persona. «Quieren sustituir el conflicto por la comodidad», piensa. Y se siente perdedor de una batalla que otros ya han dado por ganada.

Se rasca la cabeza. No sabe qué hacer con ese fastidio insidioso que lo abruma todo el tiempo. Desecha el café. Decide sacar otro. No quiere dejar el bar, pero sabe que ya ha gastado el tiempo asignado a la consumición de una bebida. Ahora tendrá que pagar el triple de lo que le costó la primera.

No es bueno juntarse ni quedarse más de lo necesario en un lugar. Ignorar esto tiene su precio. La escuela enseña que «el tiempo público no se desperdicia».

Por más que se han hecho esfuerzos, los virus son una plaga cada vez más resistente. El costo de la contaminación ambiental y del efecto de las pestes resulta enorme y difícil de controlar.

«Al carajo con todo eso», se dice. No le importa. Estira la palma de la mano y el dispenser pone entre sus dedos un nuevo vaso de café con leche. Se queda parado. Algo llama su atención. Es un perro mediano, de color oscuro y pelo corto. Se ha tirado en el espacio de la galería por donde circula la mayoría de los visitantes. Muy cerca de Miguel.

Nadie lo mira. Solo él. Para muchos es algo que estorba. Caminan rodeándolo, concentrados en esos aparatos que anulan cualquier otro motivo de atención.

Miguel pone sus ojos en el animal, cuyos movimientos han dejado de ser perceptibles. Decide no acercarse. Lo observa desde donde se encuentra mientras su mano cuida el vaso apoyado, en ese momento, sobre una repisa de la máquina.

Acostado sobre el piso, el perro parece no respirar. No hay nada en su pelaje que se agite. Tiene un abrigo raído y sucio. «¿Cómo llegó hasta aquí?», se pregunta, y piensa en el lío que van a tener los responsables de la Galería si el perro está… No puede terminar su pensamiento. Su voz interior le recuerda que hay que «glorificar la vida». Negar la muerte.

Imagina que alguien más se da cuenta de lo que está pasando, que llaman a un servicio de emergencia veterinaria, que lo retiran delante de todos. «¡Qué raro! ¿Y su chip de localización? ¿Por qué no lo tiene?», se pregunta. Ya no se ven perros sueltos. ¡Qué vergüenza! ¿Qué sucedió con el servicio de animales marginados de la misma Galería Comercial, que no actuó a tiempo? Les va a costar un dineral semejante descuido».

Se acuerda de su Blas. Lo único que le quedó después de Laura. Él lo quería, pero intuye que su perro ni se enteró. Terminó por conformarse con que le dejara un plato de comida y agua a su alcance. Tiempo de sacarlo a pasear no tenía. Tampoco de hacerle cariño. A él le bastaba verlo y sentirse contento con su presencia, y al perro, mover su cola en señal de aprobación apenas lo escuchaba llegar. Un día, Blas se fue. Para colmo, su chip de localización se había desactivado la noche anterior sin que él se diera cuenta. Tuvo que denunciar el hecho, lo que le costó una buena multa por abandono. Nunca pudo hallarlo. Desde entonces decidió no tener más una mascota.

Ahora otro cuerpo lo roza. Es una sensación olvidada, una agradable sensación que viene desde el tiempo en que aún la gente se tocaba sin sentir culpa, hasta que las pestes resultaron incontrolables y se declaró la emergencia social. En algunas regiones ya se levantó. En otras, como la suya, aún se mantiene el control. No hace tantos años que el planeta afronta esta catástrofe, pero para Miguel es una eternidad. De todas maneras, aquí o allá, la gente ya adoptó la costumbre de alejarse del otro.

Una voz le pide perdón por haberse acercado demasiado.

Miguel entiende de dónde nace su fastidio. Esa distancia «obligatoria» le resulta francamente insoportable, hasta cuando no hay nadie cerca de él y se trata solamente de pensarlo.

«Es trágico depender de los demás», afirma la propaganda del Estado. Y Miguel sabe, como cualquier ciudadano, que solo a los niños se les permite. Después hay que aprender a no invadir al semejante, porque el hacerlo ha traído daño: «enfermedades del cuerpo y del corazón», le repiten, «contaminación», le agregan. Sí, lo sabe… pero no se convence.

Miguel toma el vaso de la repisa y empieza a caminar hacia su mesa con el nuevo café con leche. El perro sigue tirado y ya hay algunos que, al pasar, lo miran con desconfianza y hasta con asco. Nadie se le acerca y él vuelve a pensar en su Blas. «¿Seguirá vivo? ¿Quedará alguien que se haya apiadado de su perro»?

Cada vez más cerca suyo ve un tapadito azul y, más arriba, una cabeza llena de rulos. La nena se suelta de la mano de su padre y corre hacia el animal. Se aproxima decidida, sin miedo. Se toma su tiempo para mirarlo. Lo acaricia en la cabeza. El perro no se levanta, pero mueve la cola. La niña le acomoda el abrigo que ahora no parece desgastado ni sucio.

Miguel la mira, respira hondo y siente que todavía tiene algo en el pecho. Algo que se propone recobrar.

 

4 Respuestas

  1. Ada Salmasi dice:

    Hermoso cuento,creativo,con el toque de ternura que deja abierta la puerta de los sentimientos.

  2. Betina Marcato dice:

    Ángela, te felicito por el cuento! Creativo, con giros originales y esa lucecita que se enciende al final… Me encantó!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contenido exclusivo para quienes pertenecen a nuestros talleres.