Pizza de muscidaes

Buenos Aires es un infierno en verano, hasta el asfalto supura vapor. Los que pudieron, emigraron. Al menos, por el fin de semana. A nosotros nos tocó quedarnos. Estrenamos departamento con Pablo (un cuarto piso, contra frente y luminoso), un oasis en la ciudad. ¡Hasta la encargada del edificio se fue de vacaciones! En el apuro por escapar, se olvidó de vaciar los reservorios de basura. El tufo es nauseabundo en los pasillos, y además hay moscas por doquier.

                Encima, hoy, en el museo donde trabajo, me la pasé pinchando muscidaes para armar vitrinas de artrópodos. El entomólogo aprovecha que no hay casi visitas para pedirnos ayuda y, aunque es aburrido, es más divertido que no hacer nada. Con estas temperaturas la gente elige el agua, en sus más variadas versiones: playa, pileta, río o manguera. ¡Hasta los acuarios nos sacan ventaja! Además, con el calor y la humedad no hace falta encerrarse para ver insectos.

Incluso en mi inmaculada cocina hay una mosca sobre los azulejos blancos. Vuela de una junta a la otra, exhibiéndose como malabarista de circo. Aunque trate de ignorarla, es imposible. Tomo los palillos del sushi —que sobraron de la velada con las chicas— y trato de cazarla al mejor estilo Karate Kid. En ese momento rememoro la frase «Hombre que caza mosca con palillos, poder lograr cualquier cosa». ¡Ojalá! Y me entusiasmo… Sin embargo, la mosca se burla y dibuja ochos delante de mis narices. Seguramente está buscando, con su privilegiada vista panorámica, un lugar donde reposar junto a su infinidad de bacterias.

Prefiero cocinar que perseguirla; hago un paneo de los ingredientes y le echo un vistazo al celular. Por suerte falta una hora y cuarto para que lleguen los invitados, el tiempo no apremia todavía, pues es un gran misterio: a veces me atosiga, y otras, redunda hasta desahuciarme.

Empiezo a cocinar y, no bien tengo las manos en la masa, la mosca —contradiciendo mi premonición— zumba a mis espaldas. Sacudo los hombros, muevo la cintura y meneo la cola como bailarina de candombe, es decir, amaso mientras bailo al compás del perturbador «zum, zum, zummmm». Y me atrevería a decir que tiene buen ritmo, pero bastan minutos para perforar mis tímpanos y pierdo el control. Sin pensarlo, agito con fuerza las manos, salpicando harina por todos lados hasta perderla de vista. Pero la cretina no se asusta, insiste con el zumbido; no logro verla, sí oírla. Es más, si creyera en la resurrección, pensaría que es algún pariente recordándome que cocinar no es lo mío. Pobre, me da lástima el ancestro que resucitó en mosca… bueno, peor hubiese sido resucitar como mosquito, tienen más corta vida.

Tapo el bollo con un repasador para que leude y empiezo a arrepentirme de haberme comprometido a hacer una pizza casera. ¡¿Acaso no existe el delivery?! Podría estar disfrutando de un baño y no sudando en un escaso par de metros cuadrados. No obstante, una promesa es una promesa, aunque sea injusta, aunque me arrepienta, aunque prometa no volver a comprometerme. Trituro los tomates, un ají rojo y dos cebollitas de verdeo; echo todo al fuego para la salsa (¡porque casera es casera!). Escurro las aceitunas y, mientras rallo la mozzarella, retorna el insoportable «zum, zum, zum», que no me da respiro. De un arrebato agarro el repasador (que envolvía el bollo) y lo agito rabiosa; sacudo la lámpara, zarandeo las cortinas y tiro el orégano al piso. ¡Realmente aturde ese insecto maldito con su cantinela monosilábica! Mis fibras más íntimas se erizan al escuchar ese ruido insufrible de la mosca que revolotea alrededor y esquiva enérgicamente cada golpe, quizás divertida de tanta batahola. En una ondeada el repasador empuja afuera de la olla al cucharón, que dibuja lunares en los azulejos, e inevitablemente me invade la desazón de estar haciendo las cosas mal.

Por lo menos la mosca se asusta y se calla. Inhalo profundo y exhalo lento para apaciguarme. Cierro los ojos y vuelvo a inhalar hondo hasta que un vaho a quemado me embiste. ¡Dios mío, la salsa! Apago la hornalla y revuelvo delicadamente. A un cierto punto, me tienta raspar el fondo. Lo hago, liberando, sin querer, restos de comida quemada que terminan nadando como anchoas en un pantano. Estoy analizando una posible solución cuando descubro un par de moscas que se posan impunemente sobre los lunares de los azulejos, desafiantes. Sin reparo, lanzo con furia las aceitunas como si fueran bolas de cañón. El cucharón me sirve de catapulta, y las aceitunas vuelan, rebotan, sanas y rotas, hasta desparramarse por toda la cocina. Las moscas huyen atemorizadas de la zona de combate y se esconden. La satisfacción de un triunfo legendario se lee en mis ojos. De la salsa me ocuparé más tarde.

A veces la felicidad dura poco, y este es uno de esos casos: hay una maravillosa mosca vanagloriándose sobre el bollo de la pizza. Se jacta de eso, consciente de haber sobrevivido al cañonazo, y disfruta de mi cena, apoyando impunemente las patas y su infinidad de papilas gustativas. ¡Una descarada! Encima se cree linda, y no es por cierto un feo ejemplar: su cuerpo, a rayas amarillas y negras, irradia brillo; sus ojos se asimilan a pequeñas nueces, y la belleza de sus alas, con un entramado de hilos, se destaca como bordado belga. Me doy cuenta de que ha quedado atascada en la masa que se infla sin cesar y abandono a la víctima en su propia trampa. Pues, si no zumba, no molesta.

La verdad es que una mosca en un bollo de pizza es un punto negro en un universo blanco, algo así como la teoría del Yin y Yang en los hechos. De alguna forma el sushi de los jueves con las chicas me está acercando a la cultura oriental, y por eso comprendo que estas dos realidades opuestas no pueden vivir escindidas.

Entre tanto, las agujas del reloj no se detienen a meditar sobre la Ley del Universo. Por eso mismo lavo los tomates cherry, desgraso el jamón y lo rocío con humo líquido (el toque imprescindible de categoría). En ese instante preparo la rúcula, lavándola con suma paciencia, y aprovecho la paz que me circunda para condimentar los champiñones, que serán el glamur de la velada. Es lograr estos avatares lo que disfruto del arte culinario. Alejada del zumbido sueño con combinar ingredientes hasta dejar atónitos los paladares y que se iluminen las venas cuando la espectacular comida las atraviese.

Pero no hay dos sin tres, ni tres sin cuatro… Un mosquerío, atraído por los olores, colma la mesada. Inquietas y atrevidas, se pavonean con despotismo sobre los ingredientes, como si no sospecháramos que precedentemente han estado en los reservorios de basura, posadas en una tapa de inodoro o indagando en los retretes. Quién sabe cuántas y cuáles postas intermedias han hecho antes de husmear en mi cocina. Las malditas moscas me sacan de quicio. Sagaz, acudo a la paleta matamoscas que, por baqueteada y mugrienta, había quedado relegada. Sin duda es la mejor arma para terminar la trifulca.

Sacudo un golpe certero contra las moscas que están sobre el jamón —grito satisfecha—, y otro golpe de suerte va hacia la parejita —que se apareaba en el borde de la olla—, que cae dentro de la salsa. Observo cómo se pierden junto a las anchoas. Pienso en rescatarlas, pero me interrumpe el celular que anuncia una batería de mensajes, todos de Pablo: «saliendo», «yendo», «llegando», «abajo» (¿hace falta que me avise cada paso que da?). Dejo la pesca para tiempos de paz. Con precisión hago un giro mientras levanto la paleta, como si fuera una varita mágica, y pego con brío sobre la mozarela rallada, derribando al batallón de muscidae que se ocultaba entre sus hebras. Siento que a esta guerra la estoy ganando, pues he mermado sus fuerzas. Así que me preparo para el último round: un paletazo estrepitoso que aplasta sin piedad a las moscas junto a los cherrys (y rompo definitivamente la paleta). Miro el reloj para inmortalizar la hora del triunfo y anoto en la lista del supermercado: «paleta mata mosca – 2».

Por cierto, el tiempo ahora sí que apremia. Apoyo el antebrazo sobre la mesada y, como si fuera una pala mecánica, arraso con los resabios de comida desparramados. El Yin —es decir, la mosca atrapada por la gula— se estira al ritmo de la masa, como si fuese un elástico, y la prepizza queda lista. Prefiero respetar la Ley del Universo, para evitar catástrofes, y dejo la mosca donde sola fue a parar. Vierto de prisa la salsa con la certeza de que las moscas amantes —y las anchoas también— formarán parte del manjar. Es una realidad que acepto con la ilusión de que, al menos, aporten proteínas no calóricas.

De nuevo, un zumbido fastidioso merodea cerca de mis oídos. Me parece imposible que haya sobrevivientes, pero el ruido es inconfundible. Son ellas. No me queda otra más que rezar, pero hasta Dios se debe de haber ido de vacaciones, y lo comprendo (aunque se podría haber llevado las moscas). Levanto la vista, harta de los mensajes, para suplicar que se detengan y veo el techo repleto de pecas negras y, otra vez, el celular con un mensaje de Pablo: «subiendo». Peor no podían estar las cosas…

Agarro la escoba y barro el techo hasta hacer volar la azucarera, que se lucía en una repisa junto a dos tazas de té chino —que nadie usa porque son anchas como platos soperos—. Las moscas y los granos de azúcar se desparraman por doquier, como si nevara. Sin embargo, la simpática ilusión óptica termina cuando los copitos de nieve aterrizan sobre mí y el azúcar se pegotea en la piel sudada. Soy un manjar apetitoso, y las muscidaes son las primeras en darse cuenta. Desesperada, me sacudo mientras ellas me lamen, me rodean, me degustan y hasta me chupetean. ¡Cuánto me arrepiento de haber prometido una exquisita pizza casera! ¡Cuánto! Se ríen de mí los imanes de la heladera, que pregonan: empanadas y canastitas a la piedra de treinta gustos diferentes, milanesas a la napolitana en oferta, sushi, y también lo hace una hermosa marquesina que se exhibe delante de mi ventana.

Corto por lo sano, por donde tendría que haber empezado, y fumigo con el aerosol para combatir cucarachas; incólume, pulverizo el techo, la mesada —sobre la que reposan los vapuleados ingredientes— y la prepizza. La solución es infalible, no se escucha ni una mosca, solo el ascensor que está subiendo. Desparramo sobre la prepizza la mozarela, el jamón, los tomatitos y meto todo al horno. En un santiamén pongo tres platos en la mesa, los cubiertos y el candelabro de plata que nos regaló la abuela de Pablo para disimular, a la luz de las velas, el estado calamitoso de la cocina.

Entonces, un ruido anuncia que el ascensor se detuvo. Con una sonrisa, que casi acaricia mis orejas, abro la puerta. Es Pablo con sus padres, que vienen a conocer el nuevo departamento y, de paso, deleitarse con mi pizza casera, que él no se cansa de elogiar. 

Mi suegra es la primera en acomodarse. Con desparpajo me pregunta:

—Falta un plato, querida, ¿o vos no comés?

—No, no como, gracias. Empecé la dieta.

3 Respuestas

  1. Ada Salmasi dice:

    Me divertí del principio hasta el final. Éso si:¡voy a pensar antes de comer una pizza!

  2. Muy divertido! Muy bien contadas las distintas situaciones, de tal modo que creo que lo leí corriendo y con ganas de auxiliarte para alejar las moscas. La pizza la hubiera comido igual porque tiene unos ingredientes riquísimos. Felicitaciones Natalia.

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