CÍRCULOS (1º puesto – Avanzados – Concurso Cuentos de la Biblioteca 2015)

Corbelli entraba a los gritos y puteando a la oficina del décimo piso: ― ¡Estoy rodeado de una manga de pelotudos!― Extendía los brazos para enfatizar y daba grandes zancadas para llegar a su despacho. El del fondo. El que daba al corazón de manzana. Me gustan los chicles de tutti-frutti. Encuentro una delicia infantil al desenvolver el chiste con horóscopo. Ahora vienen con un chiste malo y sin grandes vaticinios, pero de todas maneras sigo con la manía de meterme de a cinco chicles y chupar, con ruidito, el jugo que se junta en toda mi boca y me río mucho cuando se me escapa por los costados y me empiezo a mojar la cara hasta el cuello. Si alguien me viera, despanzurrado en el sillón de mi comedor, con las piernas abiertas apuntando al décimo piso, mascando ese mazacote, no haría más que cerrar los ojos por el asco y por lo estúpida que resulta esa tarea que solemnemente practico en cada franco. Pero a Corbelli no. Corbelli, después de putear, se asomaba a la ventana y miraba en el interior del corazón de manzana. Movía los labios mascullando. Cuando me encontraba, empezaba a gritar: ― ¡Venga, Parisi, venga! ¡Venga a ayudar por el amor de Dios! Dese una vueltita por la oficina ―giraba el dedo índice y retumbaba el vozarrón. Desde su despacho, yo quedaba exactamente enmarcado por la ventana de mi departamento. ―Va a venir, ¿sí o no?―La ansiedad lo carcomía mientras inflaba un gigantesco globo rosa que me iba tapando la cara. Luego, aspiraba el aire del chicle y lo guardaba en la boca con una rapidez extraordinaria y me reía como loco. ― ¡Váyase a cagar, Parisi! Váyase a cagar ―daba media vuelta y se perdía en el quilombo del décimo piso. ¿Por qué no lo llamaba al flaco Rosetti, al Ruso o a la Babi Núñez? ¿Saben por qué? Porque yo vivía «ahí». Resulta que Corbelli se asomaba, me veía descansando y me llamaba, Yo iba, resolvía el despelote y me pegaba la vuelta antes de que el chicle se terminara de poner como una piedra. En la heladera lo dejaba. Era una verruga dura, que de a poco empezaba a ablandar, exprimiendo el jugo hasta la última gota. Con el correr de los meses, decidí no tolerar más los favorcitos que yo tenía que hacerle. ― Venga, Parisi, venga. ¿Sabe la clave de Aguirre? Faltó y no atiende el celular ―gritaba desesperado Corbelli desde la oficina. ― «mecurtoasumujer» ―le respondía con deliberada falta de respeto y con la enorme bola de goma bien visible. ― Váyase a cagar, ¿sabe? ¡Váyase a cagar! Seis años trabajé para Corbelli y el último, a disgusto. Ya no toleraba más que, por el hecho de vivir «ahí», tuviera que resolver los problemas de la oficina sin importar el día o la hora. Decidí irme. Conseguí otro departamento a pocas cuadras, frente a la Plaza Colón. En los días de franco y fines de semana de por medio, me tomé la costumbre de bajar a la plaza cuando llegaba la camionetita del Rengo con las viandas. Me sentaba en los bancos ondulados, sobre la Rodríguez Peña y me entretenía charlando con los que iban a comer y pasar el rato en grupo. El Rengo abría la parte de atrás de una rural, repartía las bandejitas con los cubiertos de plástico y se iba. Un grupo de personas, bien abrigadas, con mantas sobre mantas sobre mantas, resistía las frías mañanas para desayunarse con ese almuerzo. Era un momento en que se congregaban ocho o nueve desconocidos con caras de contentos. Con ellos venían varios perros que a sus pies quedaban enrollados sobre sí mismos y tembleques rogaban las sobras con sus hocicos estirados como los ojos. A mí me pusieron “gringuito”. Creo que Porporato fue el del apodo. Él hablaba tan poco que lo usaba para saludarme y despedirme: «gringuito» cuando llegaba y «gringuito» cuando se iba. Porporato llevaba una vida de linyera a pesar de haber heredado más de veinte propiedades que dio en administración a una inmobiliaria. Plata no le faltaba. Vida tal vez y esa era su forma de tenerla, me contó en una ocasión. En cambio, la Muda, no. Ella era una mujer de tendencia solitaria que cuando se juntaba con el grupo de la Plaza Colón, hablaba hasta por los codos. Se sacaba las ganas para volver a su soledad sin nada que decirse. Vivía de la guita que le regalaba Porporato. La Muda se sentaba siempre a mi lado y comía con una velocidad tal que yo la miraba asombrado. ― No pensés que se me va a quebrar el tenedor. Cuando terminaba, se tomaba el vaso de jugo, me sonreía y largaba con la charla. Para escucharla con paciencia, me acostaba en el banco y empezaba mi rutina de los chicles. Miraba a lo alto las copas de los árboles hasta que de mi boca surgía un zepelín rosado que se interponía funambulesco. Asencio me reventaba el globo con un aplauso corto y seco y todos se echaban a reír. Se había transformado en una costumbre y yo lo dejaba porque me divertía mucho. Asencio se quedaba mirándome con su boca hundida y vacía como un agujero negro que atraía la piel de su cara. Todas las arrugas apuntaban a esa boca esperando largar su carcajada. ― ¡Si serás, Asencio! ―tenía que decir y amagar que iba a levantarme para perseguirlo. Eso le bastaba para arquearse de la alegría y agarrarse la panza y quebrar la rodilla y darle una palmadita, feliz de la vida. Lo que no resultó divertido en uno de los francos, fue que cuando estábamos en plena fiaca, el globo me lo reventó Corbelli. Me había encontrado y hasta allí se había ido para pedirme un consejo y que lo sacara de apuros. «Es que estoy rodeado de una manga de pelotudos. Usted me entiende, Parisi». A partir de ese día decidí irme a otro departamento, un poco más lejos. En la plaza Jerónimo del Barco. Pensé que allí nadie podía encontrarme, Pasaba las tardecitas en la plaza que rebalsaba de chicos. Llenaban la calesita, la heladería del Marvic, hacían fila para subirse a los juegos. Un fantástico hormiguero a cielo abierto, en plena nochecita. La mayor atracción parecía ser el que contaba cuentos infantiles. Para mí los improvisaba, aunque qué sentido tiene determinar eso, si al fin y al cabo, los chicos le prestaban atención. Incluso los actuaba y ponía caras divertidas y hacía chistes con los tiradores que sostenían un amplio pantalón a cuadritos. Mi mirada se llenaba de pensamientos. El relato inocente y los personajes absurdos se mezclaban con recuerdos de mi infancia. Revivía la velocidad del tobogán, los aromas del praliné, el colorido de los globos, transcurridos en alguna otra plaza de alguna otra ciudad, También vi un cumpleañero con sus amiguitos, sentados como indiecitos en ronda atentos a la animadora que repartía las sorpresas, llamando uno a uno a los invitados. «Lucía», «Martín», «Ana Laura», «Parisi». ¿Parisi? Escuché «Parisi» y un temor me invadió. ― Venga, Parisi, venga. Acérquese ―irrumpió Corbelli. Y empezó con―: «¿Puede creer usted que el Ruso tal cosa y que la Babi tal otra? ¿Usted qué haría en mi lugar?, dígame, Parisi». Corbelli había llegado muy lejos. Respondí con una risa nerviosa y la boca se me iba para un costado de la bronca. Lo fulminé con la mirada, Me hubiera gustado descargar un montón de improperios. Busqué los chicles y salí corriendo espantado. Me fui a otra casa lejos, muy lejos. En la periferia. Caminé mucho hasta allí. Tanto que estoy seguro que de tan lejos me pasé a otro círculo concéntrico de la ciudad, Desde allí pude ver el círculo en que me había estado moviendo y me sentí resguardado. En mi nuevo hogar, los atardeceres se me presentaban como una sorpresa. En uno de ellos, las nubes se aparecían alisadas, con perfiles filosos. Finas e implacables en su brisácea marcha se ramificaban hasta entrecruzar sus ligeras puntas. Flotaban tan cerca de mí que el cielo quedaba troquelado, dividido en tantas partes, en tantos pedacitos, que el conjunto de éstos volvían a conformar infinitos cielos llenos de estrellas parpadeantes. Dentro de ellas podía observar, repetidas, las nubes crepusculares que volvían a troquelar los cielos. Era un embeleso de caleidoscopio, en que también cabían las sierras y los ascendentes campos de las afueras de Córdoba, fundiéndose en esos diminutos destellos estelares. Estaba en un último círculo, fuera de la hundida ciudad, que se desparramaba amorfamente como un charco supurante de luces amarillas y titilantes. Esa noche, Corbelli, muy tozudo, me encontró. Fue impresionante verlo en el borde externo de su círculo, ese mismo en el que yo había estado antes. Lo que más me encantó es que Corbelli no pudo traspasar el límite. En cambio, Porporato y la Muda sí pasaron, al igual que Asencio y el contador de cuentos infantiles, la animadora de cumpleaños, los arboles de la Plaza Colón y la algarabía de la Jerónimo del Barco. Todo pasó esa noche y Corbelli, no. Me gritaba irritado. Con movimientos desesperados me estaba pidiendo que vaya y lo ayude. Hacía frío. De sus gritos denodados surgía un vapor constate que parecía chocar contra un vidrio detrás del cual Corbelli siguió agitando sus brazos en un airado llamado inaudible. Seguro que me estaba diciendo lo mismo de siempre: «Venga, Parisi, venga». «Ahora, váyase a cagar Usted», quise responderle pero me eché a reír. Hubiera querido tener cinco o seis chicles para hacer un globo enorme con el que cubrirme hasta que explotara o hasta que Asencio me lo reventara.

2 Respuestas

  1. Marina Debiasi dice:

    Impecable! Que lindo volve a leerte!

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