La isla

Estaba suspendida en el aire bajo un cielo azul. Delante de mí pasaron unos pelícanos que gritaron: «¡Podés volar por obra y gracia del Espíritu Santo!». Desplegué los brazos imitando a los cóndores del sur. Envalentonada por la agilidad que adquiría, comencé a dibujar piruetas: una vuelta campana por aquí, un vuelo rasante por allá, mis carcajadas perturbaron a una nube que justo cruzaba por ahí; aturdida, escapó en busca de tranquilidad.

Era mi primer vuelo, y por mi falta de experiencia, no supe acomodar el cuerpo. Es así que comencé a tomar demasiada velocidad. De repente la aceleración disminuyó y una suave brisa comenzó a mecerme; el placer era tan grande que me abandoné en sus brazos. El sabor salado en la boca anunció que el mar estaba cerca. Pronto la espuma de las olas me salpicó. Hubiera permanecido en ese estado hasta el fin de los tiempos; sin embargo, la brisa caprichosa me condujo hacia una isla y, con suaves cadencias, descendí.

Me tomé unos minutos para contemplar la imagen desenfadada que se ofrecía; todos los verdes imaginados estaban dispersos en la vegetación: el rutilante malaquita, el adusto inglés y el fulgurante esmeralda. Caminé entre las orquídeas, que resplandecían en una explosión de colores; los elevados árboles, lejos de apabullarme, movían sus copas graciosamente. Los helechos acariciaban mis pies desnudos. Un grupo de monos que me observaban desde un mamey me alentó: «¡Vas muy bien por ese camino, seguí la luz!».

Les hice caso y fui hacia la claridad. Las cacatúas me acompañaban con sabios consejos: «No te apartes del camino, ya falta poco». A medida que me acercaba, comencé a escuchar murmullos que venían del bosque de manglares. La ansiedad aligeró mis pies, aparté las hojas gigantes y quedé sorprendida: varias personas conversaban amablemente. Me miraron y hablaron todas a la vez. Los sonidos retumbaban en mi cabeza, decían tantas palabras que no podía retener ninguna. Confundida, les dije:

—Momentito, por favor, de a uno a la vez.

Un señor con un impecable traje se adelantó de entre la multitud y, sonriente, se disculpó:

—Perdonanos, tu llegada nos puso ansiosos. Me voy a presentar: soy el Espíritu Santo.

Creo que lo desilusioné porque me miró directo a la cara, esperando alguna exclamación. Solo me limité a responder.

—Amanda Gutiérrez. —Y estiré la mano para estrechársela.

Me saludó extrañado y preguntó:

—¿No te llama la atención encontrarte conmigo? Convengamos que resulta difícil verme en cuerpo presente.

—La verdad no tengo mucho conocimiento del cuerpo. Apenas si puedo dominar el mío y recién te conozco.

Comenzó a explicarme sobre su esencia. En realidad, no era uno, aunque lo pareciera: también era un dios diferente a los otros. A estas dos personalidades podemos agregar una tercera, con una veta de tal sencillez y bonhomía que hasta se había dejado crucificar, es decir, lo colocaron en una madera y lo clavaron a ella, situación que, según él, era necesaria.

La muchedumbre comenzó a rodear al Espíritu Santo mientras murmuraba palabras que no comprendía. Hacían gestos extraños, miraban al cielo y luego se reclinaban.

De aquel acontecimiento pasó mucho tiempo; a pesar de ello, volví a ver a esas personas, aunque ni sabía sus nombres y, si los hubiese sabido, me creía incapaz de recordarlos a todos. Entonces, lo más atinado fue nombrarlos, según mi gusto y conveniencia. Jamás se enteraron de mi ardid. No hubo oportunidad, pues los encuentros fueron en situaciones muy extrañas, como la vez que hallé a Gustavo tirado entre las hojas de tabaco. Tenía el rostro pálido y sus labios morados emitían sonidos extraños. Miró fijo hacia un punto y expresó:

—Al fin viniste.

—¿Me conocés? No te recuerdo. Bueno, no recuerdo nada.

—El día que llegaste, estuviste hablando con el preciosísimo Espíritu Santo.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Es suficiente con tu presencia.

Pasamos juntos varias horas. Él hablaba, yo solo escuchaba; era difícil seguir el hilo de su monólogo sin sentido. De pronto, el rumor de la selva se impuso a las palabras o, mejor dicho, ya no hubo palabras. Sus ojos se habían cerrado y sus manos, recostadas en la vegetación, arrugaban unas flores amarillas. Lo tapé con las hojas de tabaco, así las cacatúas no lo molestaban con su alboroto. 

También estuvo la tarde de ese verano abrasador en que, mientras bebía un coco debajo de una palmera, vi a Estela correr por la selva. Apartaba las ramas y se daba vuelta continuamente, hasta el punto de tropezar con las raíces de los árboles. Podía escuchar su respiración ahogada, su llanto casi a gritos. Muy cerca la perseguía Germán, con una maza en la mano. Decidida a no correr más, se frenó de golpe. Dejé el coco a un costado y me acerqué. Estela solo me miró.

Germán parecía no verme. Pronto estuvo frente a ella y, enloquecido, comenzó a golpearla una y otra vez, desfigurándole el rostro, aplastando piernas, brazos y lo que le venía en gana hasta convertirla en un guiñapo. La sangre, roja como las flores silvestres, surgió a borbotones. Luego tiró la maza, se limpió con unas hojas de gomero y siguió caminando entre el follaje. Volví a la palmera para terminar mi jugo de coco. Tuve otros encuentros. Claro está que, cuando te ocurren uno o dos del mismo tenor, los siguientes caen en la más absoluta rutina, de modo que terminé olvidándolos. Además, hubo otros sucesos significativos que ocuparon mis pensamientos.

La geografía en la isla estaba cambiando. Los vigorosos verdes se habían apagado; los árboles, empequeñecidos, perdían día a día sus ramas. Ya no había orquídeas ni flores silvestres. Las cacatúas se habían llamado a silencio y los monos deambulaban por la selva desganados y hambrientos, pero lo más extraño de todo era la impenetrable tiniebla que reinaba, al punto de que tuve que usar una linterna y colocarme mis anteojos.

Me senté en una piedra, tratando de vislumbrar los motivos de tantas sombras, cuando, por fortuna, descubrí una luz que resplandecía entre las oscuras palmeras.

Apagué la linterna; ya no me hacía falta, pues la claridad iluminaba el camino y me acerqué para contemplarla. Lanzaba diferentes destellos, unos encendidos y otros más apagados. Escuché mi nombre, escuché palabras que no comprendía, que nunca comprendí:

—Amanda Gutiérrez. ¡Otra vez nos encontramos! Mirá a tu alrededor, contemplá tu obra, este es el propósito de tu existencia. Para esto has venido.

Me acomodé los anteojos y miré lo que me rodeaba: la vegetación languidecía apresurada, los animales yacían amontonados unos encima de otros, con sus carnes en franca descomposición. Todo era desolación, todo era muerte.

No pude pronunciar palabras. Por primera vez conocí el espanto, descubrí quién era. Miré al Espíritu Santo en una sucesión de lágrimas imposibles de contener. Piadoso, me consoló.

—Querida Amanda, no te angusties, es una carga muy pesada aceptar lo que somos, en especial cuando nuestro destino es la devastación.

—¡La devastación! —le grité indignada—. Me parece que una sola palabra no puede describirme: soy el horror, la podredumbre, el maldito final de todo.

—Fuiste el alivio de Gustavo y la resignación de Estela —respondió esperanzado por conseguir algún alivio a mi dolor. Luego, con voz inflexible, sentenció—: En todo final también hay un principio.

Las últimas palabras del Espíritu Santo siguieron resonando en el silencio hasta que sus destellos terminaron devorados por la densa noche.

La angustia me dominó porque rechazaba ser el aniquilamiento de todo lo existente. El terror se apoderó de mis pensamientos porque sucedería el momento tan temido por los otros, el momento del que todos querían escapar y el que ni aún yo, su hacedora, podía evitar. ¡Qué paradoja! La propia muerte se estaba muriendo.

Me recosté en el suelo estéril y cerré los ojos a la espera de que mi existencia se desgranara poco a poco. Una tenue calidez rozó mis mejillas. La inesperada claridad alertó mis párpados cerrados. Abrí los ojos desorientada y me acomodé los anteojos porque no podía creer lo que veía: un rayo de sol alumbraba las raídas palmeras. Me levanté sorprendida y allí estaba.

—Sos Amanda, ¿verdad? Soy Teresa Ledesma, recién llego y no sé por qué estoy aquí. Encontré a unos pelícanos que me dijeron: «Tenés que buscar a Amanda Gutiérrez, ella te va a explicar».

La reconocí, a pesar de no haberla visto nunca, y le ofrecí mi mejor sonrisa. El Espíritu Santo tenía razón: en todo final también hay un principio, pues entonces tenía que amigarme conmigo misma, tenía que amigarme con la vida, que recién llegaba.

 

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11 Respuestas

  1. Noemi dice:

    Las imágenes descriptivas que utizaste llevan al lector a introducirse en La Isla. En ella el factor sorpresa es otro detalle que no hay dejar de mencionar. Y una frase para reflexionar “En todo final hay un principio.” La Isla un texto para releer y recomendar. Felicitacione Lety.!!!!!

  2. María Leticia Durán avatar Leti dice:

    Gracias Stella. Muy generosa. Me cuestan las descripciones, pero estoy aprendiendo. Miles de besos

  3. Stella dice:

    Me encantó tu cuento La isla. Me metí dentro, inagine estar ahi! Muy bueno!

  4. María Leticia Durán avatar Leti dice:

    Gracias Lu. Sabía que te iba a gustar. Espero poder seguir mejorando. Miles de besos y otra vez gracias por leerme.

  5. Lucia dice:

    Leti, precioso tu cuento. Disfruté de su lectura. FELICITACIONES !

  6. María Leticia Durán avatar Leti dice:

    Gracias Gra. Muy atenta y muchas gracias por leer el cuento. Miles de besos.

  7. Graciela dice:

    Leti me gustó mucho tu cuento. Me encantó. Te felicito

  8. María Leticia Durán avatar Leti dice:

    ¡Gracias Mariela! Y otra vez gracias x tomarte tu tiempo. Un beso

  9. Mariela dice:

    Muy bueno excelente

  10. María Leticia Durán avatar Leti dice:

    Gracias Roberto. Es mi cuento prefilecto. Y nuebamente gracias por leerlo.

  11. Roberto dice:

    Excelente! Muy descriptivo. Atrapante

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