Bajo un sol errante

Bajo un sol errante

Como todo domingo de primavera, el sol se asomó por el horizonte dando saltos enérgicos. Algunos destellos dieron en los párpados de don Rodríguez, que se desveló y empezó a deambular por toda la casa. Para no molestar a su esposa, que seguía en la cama durmiendo, se fue hasta la cochera para revisar una marca en la pintura de su navehículo. Regó los malvones y luego ató y alimentó al perrunio que, hacía poquito, se había incorporado a la familia. El sol se comportaba más animado que lo habitual y surcaba el cielo en movimientos de zigzag, invitando a los seres despiertos, y distraídos, a pasear. Así fue que Rodríguez cargó los datos en el navegador para llegar hasta la ruta abandonada de su planeta Bordó.

Se decía que, en esta ruta, durante los días de intenso calor como ese domingo, se manifestaban fenómenos fantásticos. Rodríguez nunca creyó en esas cosas y disfrutó de su paseo sin preocupaciones. En un momento sintió que lo iluminaron de atrás.  Era plena mañana y el sol bailoteaba en el cielo, pero aun así lo molestó un resplandor desde atrás. Repasó en su memoria las leyendas que le habían contado sobre esas latitudes y se negó a creer en ellas. Disminuyó la velocidad y fijó la vista en la cámara retrovisora. Su exesposa lo seguía de cerca en otro navehículo con una expresión de fastidio en el rostro. Avanzó hasta ponerse a su lado y le pidió que bajara la ventanilla.

—¡Sos un mal parido, ¿sabés?! —le gritó.

Él no contestó, estaba algo confundido: se creía un mal parido por varias razones, pero no descubría a cuál de ellas se refería su ex.

—¡Tenés un perrunio con otra mujer! Frená ya mismo y me lo explicás.

Rodríguez analizó la situación. Tenía tiempo para dar explicaciones. Una loca enojada a su espalda no le resultó nada agradable. Detuvo el navehículo a la vera del camino abandonado y caminó hasta una piedra esponjosa donde sentarse. La mujer lo alcanzó a los pocos segundos.

—Tengo una mascota, como todo ser en este planeta. No veo cuál es el problema —argumentó.

—¡Me prometiste que solo tendrías perrunios conmigo! No va que, de casualidad, paso frente a tu casa y ¿qué veo? ¡Decime! Veo una bestia peluda, hermosa, que me mira con ojos de amor ¡y me confunde!

Él hizo memoria, pero solo pensó en el sol que se le burlaba desde lo alto con sus piruetas.

—Pasaron cuarenta años de nuestra separación. Hace menos de un mes mi compañera trajo ese bicho a casa. Sigo sin entender cuál es el problema.

La mujer se mordió los labios para contener palabras que no podría borrar. El filo de los dientes se hundió profundo, pero no produjo el corte de la piel.

—Me prometiste que solo tendrías perrunios conmigo —repitió ella, pero en un tono más triste—. Solo eso quería decir. Prometiste una cosa y no la cumpliste.

A Rodríguez se le pausó el mundo alrededor. Pensó en la reciente llegada del perrunio a su vida y descubrió que no le había agradado, ni un poco, la sorpresa de su actual compañera. Un dolor de angustia le llenó el pecho. Esa promesa olvidada, de la tenencia de una mascota, se le materializó como una piedra en las entrañas. Pensó en lo feo que le resultaba la pequeña bestia, lo sucio de sus patas, el rayón que le había hecho al navehículo con sus desprolijas pezuñas. El olor a espanto, la mirada bizca y lo delicado que era con el alimento.

—Es solo un animal, no puedo rechazarlo así porque sí, ¿me entendés? —Rodríguez apeló a la sensatez de la mujer.

La miró a los labios y un sabor a coco lo llevó al tiempo en que había prometido tener perrunios con ella. Era un atardecer de verano con pétalos de rosálidas púrpura en el suelo y velas aromáticas ardiendo en una esquina. Un futuro cercano flotaba en el aire y olía a libertad. Una lágrima se deslizó en el rostro del hombre y desapareció a sus pies.

La mujer le devolvió la mirada. Su imagen parecía un recuerdo. El brillo del sol en sus ojos plateados cobraba un carácter mágico irrecuperable.

—Yo te entiendo —le dijo ella—. Pero no acepto que le permitas a cualquiera hacerte cosas que no te hacen bien.

—Es que perdí el sentido de todo. —Rodríguez sonó lastimero—. Ya nada me afecta. Puedo soportar estar rodeado de pelos y ácaros. En fin, no creo que me queden muchos años hasta el final.

—Escuchate nomás cómo estás hablando —le reprochó la ex—. Estás hecho un pelotudo. Bueno. Nada. Ya di mi opinión. Chau, me voy.

Rodríguez permaneció algún tiempo sentado, solo, a la vera del camino abandonado. Cuando dejó de sentir el olor a coco de los labios de la mujer, emprendió el regreso a casa. El sol ya no era tan enérgico en sus saltos. Guardó el navehículo en la cochera, desató al perrunio y dejó el portón abierto con la esperanza de que la mascota se escapara.

1 respuesta

  1. Victoria Karamazov dice:

    me encantan tus historias, felicitaciones!

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