Los santos paganos

Cada jueves, don Benicio conversa desde su puesto de diarios y revistas con la pequeña Amparo, que vende en la esquina estampitas de santos paganos. Benicio es un hombre de pocas palabras, podría decirse que hasta de pocos gestos. Ha visto pasar más horas sentado en su banqueta al costado del escaparate que en su propia casa.

Amparo aparece siempre cerca de las diez de la mañana, abrazada al manojo de figuras religiosas y un monedero deshilachado. Saluda al diariero y le relata sobre sus andanzas por andenes y terminales.

Benicio le ceba unos mates amargos y calientes mientras escucha esas historias que creería de ficción para una niña de nueve años.

La pequeña vendedora ambulante chupa la bombilla y frunce la cara con ganas, saca la lengua en señal de que le falta azúcar y se da vuelta, ya con las tripas entibiadas, para pregonar su mercancía a los transeúntes.

Doña Cragnolino, una mujer gorda con aroma a crema de almendra y unos anteojos prominentes que usa para leer, pasa cada tanto por el kiosco de Benicio y le compra revistas de chimentos y sopas de letra. Más de una vez ha coincidido en día y horario con la presencia de Amparo en la vereda. La niña le ofrece estampitas y la mujer ojea de cerca una tras otra. Finalmente, nunca se queda con ninguna, pero siempre le deja alguna limosna. Amparo le agradece con bastante decepción y sale a la caza de otros clientes ante la mirada lejana de Benicio.

Cierto jueves, Benicio, con sus pocas palabras, le explicó a Amparo por qué la señora Cragnolino, que es muy religiosa, no le compraba estampitas.

—Tus santitos no son los de la iglesia —dijo el viejo golpeteando con el dedo índice el pecho del Gauchito Gil que sostenía la niña entre sus delgadas manos—. Igual alguna moneda siempre te deja.

Amparo no entendió por qué sus santos no le gustaban a esa mujer, y medio entre dientes dijo: 

—Las monedas están bien, pero me gusta cuando se llevan la estampita.

Benicio soltó una mueca de risa y siguió apilando unos atados de diarios.

Al siguiente jueves en que doña Cragnolino pasó por el kiosco en busca de sus revistas. Benicio, más amable que de costumbre, le preguntó a su clienta si estaba al tanto de las últimas noticias en el Vaticano. La Cragnolino, que no era una mujer informada a menos que se tratara de la farándula, se mostró intrigada.

—Parece que beatificaron o canonizaron, no sé cómo le dicen, a esa que le dejan botellas de agua allá por San Juan. 

—¿La difunta Correa? —interrumpió al instante la señora Cragnolino con las cejas arqueadas detrás del marco grueso de sus anteojos de lectura. 

—¡Esa misma! 

—Pero qué raro, no dijeron nada en la televisión, ¿usted está seguro?  

—Pero claro, mujer, lo anunciaron temprano en la radio, como hicieron con ese Ceferino Namuncurá hace unos años, no sé si se acuerda. Y debe ser, fíjese, porque a la gurisa de la esquina la han vuelto loca desde temprano, le han comprado una parva de estampitas. Parece que es muy milagrosa. 

La señora pagó las revistas y salió desbocada, sin cerrar la cartera, hacia donde estaba Amparo vendiendo sus estampitas. Sin vacilar le compró una ante la sonrisa gentil de la niña.

Un martes más largo que cualquier martes, la señora Cragnolino despojada de sus anteojos se presentó en el kiosco de Benicio. 

—¿Puede creer usted que ya no necesito anteojos para leer? ¡Un milagro!

Benicio esperó ansioso a que llegase el jueves. 

—¿Te queda alguna del gaucho? —le apuntó al manojo.

—Por fin le puedo pagar estos mates feos —se alegró Amparo de no aceptar el billete que Benicio sacaba de la caja—; ¿sabe una cosa, señor?: acá me va mejor, creo que voy a venir todos los días.

Como cada día, don Benicio conversa desde su puesto de diarios y revistas con la pequeña Amparo, que vende en la esquina estampitas de santos paganos. De vez en cuando se le ocurre que estar solo y aburrido es una enfermedad, y que a él se la curaron milagrosamente.

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