Como Charles Bronson

          Nunca había observado un azul tan profundo y hermoso. Había unas pocas borlas blancas suspendidas que hacían resaltar aún más el color del firmamento.

         De espaldas sobre el césped húmedo, percibiendo el aroma del pasto recién cortado, observaba cómo las hojas de los tilos se movían en cámara lenta; más allá, los dorados destellos de las acacias limón se destacaban contra el fondo verde oscuro de los pinos. Un chimango planeaba, gallardo, observando a su presa. Se escuchaban los gritos agudos de las saracuras. No era capaz de incorporarse para verlas, a pesar de que le gustaban esas aves

          Tenía le extraña la sensación de que el que estaba ahí no era él y se preguntó cómo se había atrevido a darle un giro tan abrupto a su vida.

***

          Nahuel caminó hasta Rosabar, en Uriarte, casi Honduras, para encontrarse con dos amigos en un after office. Como siempre, iban a charlar sobre bueyes perdidos después del laburo.

          Más bien alto, delgado, de treinta y dos años, era un ingeniero de sistemas que trabajaba en su amplio departamento en Palermo como freelancer para clientes del exterior. Le iba bien, facturaba a través de una cuenta desde Uruguay, con lo que sacaba beneficios de los múltiples tipos de cambio.

          Para su sorpresa, sus amigos estaban acompañados por Eva, medio pariente de uno de ellos. Era baja y muy delgada, llevaba pelo negro muy corto y tenía una llamativa nariz aguileña que le daba un atractivo especial. Interesado en saber de ella, le preguntó sobre su vida: oficial de policía y con su abuelo materno militar, asesinado por la guerrilla en los setenta. Al padre, por su lado, lo habían retirado prematuramente de la fuerza.

          De repente, el rutinario y aburrido cibernético se encontró experimentando algo que lo sacaba de su letargo.

          Mientras se burlaban de las últimas declaraciones del presidente, fueron abordados por un joven —en apariencia narcotizado— que con un revólver destartalado los conminaba a entregarle todo. Ana les indicó a los tres hombres que mantuvieran la calma y que lo obedecieran.

          Cuando le estaban dando sus teléfonos y billeteras, sin mediar palabra, el delincuente le descerrajó un tiro en la cara al pariente de Ana, que se desplomó sin siquiera emitir sonido, dejando un enorme charco de sangre bajo su cabeza. Eso generó pánico en las personas de las otras mesas, que comenzaron a escapar del lugar. En la confusión, Ana logró tomar su Browning reglamentaria y lo abatió de dos tiros en el medio del pecho.

***

          Pese a estar uno al lado del otro, Nahuel y Ana casi no intercambiaron palabra durante el velorio, pero les bastaba con mirarse para saber que estaban sufriendo mucho la pérdida.

          Semanas después, la buscó por Instagram y la invitó a tomar algo. Eva aceptó y en ese mismo chat se decidieron por otro bar: no querían volver al sitio que les traía tan malos recuerdos.

          El sitio les resultó acogedor y muy íntimo. Estaban sentados juntos en un sillón a media luz, con un daiquiri y un negroni. Como era previsible, la conversación se centró en lo ocurrido en Rosabar y en anécdotas que cada uno por su lado tenía del muerto. En algo estuvieron de acuerdo: la justicia parecía complaciente con esos asesinos.

          Nahuel le mintió acerca de que era un experimentado cocinero y la invitó a cenar a su departamento. Pareció casual, pero la situación estaba planeada con cuidado. Había comprado comida de autor y seleccionado varios vinos tintos y blancos, por las dudas.

          Fueron caminando y charlando, sentía que hacía años que se conocían. Esa noche trataría de conquistarla… si es que recordaba cómo.

***

          Aparentemente Ana no detectó la mise en scène de Nahuel, o simplemente aparentó no darse cuenta. Le sirvió de entrada foie gras, acompañado por gelatina neutra; después coq au vin avec oignons et champignons rôtis. Ambos sonreían con un dejo de tristeza y bronca mientras bebían el cabernet. Para finalizar, le sirvió un mille-feuille y café.

          Una hora después estaban en el sillón bebiendo coñac como digestif y Nahuel le tomó la mano. Al mirarla a los ojos, decidió besarla. Estaba feliz al comprobar que era correspondido. El tinto y el coñac lo ayudaron a dar el próximo paso.

***

          —Como decía Marilyn: antes un whisky, después un cigarrillo —comentó Ana, que soltaba el humo a través de los labios contraídos.

          —En mi caso fue… antes un coñac y después otro—le comentó Nahuel con una sonrisa.

           Con el paso de las semanas, Ana solía quedarse a dormir con Nahuel y una noche, en medio de una charla insustancial, lo sorprendió:

          —Vamos a hablar de algo serio. Lo que te voy a confesar no se lo diría a nadie, pero estoy segura de que puedo confiar en vos.

          Le contó que el asesino de su amigo debió haber estado en prisión, pero un juez garantista le había concedido la domiciliaria, que, por supuesto, violó. No le sorprendió, era cosa de todos los días. Lo que siguió fue un monólogo de Ana. Él la miraba sin interrumpirla y lo que escuchaba comenzó a paralizarlo. No atinó a emitir sonido, pensando en si todo eso era real o si le tomaba el pelo. Se sintió extraño, como transportado fuera de su mundo tedioso y rutinario, pero también previsible.

          Después comenzó lo surrealista: Ana había llevado un pendrive con una vieja película de Charles Bronson, El justiciero de la noche, en la que el protagonista hacía justicia por mano propia. Antes de continuar, le pidió que la vieran. Después, le confesó lo más importante: ella pertenecía a un grupo que aplicaba la ley cuando era vulnerada. Se autodenominaban Los justicieros.

          Sabía que el jefe era un político relevante, aunque ella desconocía su nombre. En la organización había jueces, fiscales, policías, políticos, empresarios y otros, pero trabajaban compartimentados. Ana integraba una célula de cinco personas.

          Nahuel tomó conciencia de que no estaba asustado. Compartía la visión de ese grupo y se sintió excitado ante la posibilidad de participar. Reconoció que dentro de él había una insatisfacción, la de aquel adolescente activista que muchas veces se había movido en los márgenes de la ley y después decidió suspender la militancia para privilegiar sus estudios y su trabajo.

          Días después estaba frente a un viejo que tenía aspecto de milico, la cara surcada por profundas arrugas y un bigote amarillento por el cigarrillo. Además de Ana, había otros tres hombres. Los cuatro lo miraban con desconfianza. Nahuel supuso que ella había batallado muy duro para que lo aceptaran.

          De la organización no se salía, le aclararon. Ya no estaba en condiciones de arrepentirse; de ahora en más, su vida dependería de su obediencia y de su silencio. Mantuvo su expresión tan neutral como le fue posible. De repente, el miedo se le manifestó en la ingle y prefirió no emitir sonido: temía que la voz lo traicionara, por lo que apenas hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

          Agradeció que lo hicieran trabajar con Ana, aunque en ese momento no percibió que se trataba de un castigo hacia ella. La sometían al riesgo de asignarle a un inexperto debido a la imprudencia de tenerlo ahí sin haber comprobado previamente si era merecedor de confianza, algo que debería haber hecho antes siquiera de hablarlo con Nahuel.

***

          Estaban tomando un café en Tabak, en una mesa pegada a la avenida Libertador. El fiscal leía un documento en la mesa contigua. Había muy pocos clientes. Ana simuló ir al baño y tocó desde atrás al fiscal. Cuando este se dio vuelta, comenzó entre ellos una breve conversación, con el pedido de disculpas. Nahuel aprovechó para dejar caer el polvo en la taza del funcionario público que el mozo acababa de traer.

          Se retiraron. Salvo que le practicaran una autopsia, la muerte del «Saca Chorros» se adjudicaría a un infarto masivo.

          A la noche cenaron, bebieron y tuvieron relaciones, festejando el éxito en la misión.

***

          Habían pasado más de cinco meses y estaban en el atestado andén de la estación Tribunales, de la línea D del subte. El juez aguardaba observando el celular. Nahuel y Ana verificaron que estuviera en una zona ciega para las cámaras de seguridad. De cualquier manera, habían concurrido tan «disfrazados» que ni ellos mismos se reconocerían.

          Bastó un imperceptible empujón para que la vida del juez terminara bajo las ruedas de acero.

          Fue un golpe muy importante, tanto que la organización los premió con una semana en Miami, donde vivieron una pseudo luna de miel.

***

          Al año siguiente, el encargo fue más complicado: un comisario corrupto, vinculado al mundo narco. Debían simular un robo en su casa de Pilar, una mansión incompatible con su salario de policía.

          Nahuel y Ana portaban una Ballester Molina y una Glock. Él jamás había tocado un arma en el pasado, pero durante el último año había estado entrenando en un polígono privado.

          Tomaron el Ramal Pilar de la autopista y arribaron al sitio durante la madrugada.  Empezaban a hacerse visibles las siluetas de los árboles y de las casas del barrio cerrado. Habían cortado el alambrado perimetral y se arrastraron hasta los fondos del terreno del comisario. Sentados sobre el pasto, llevaban los pasamontañas todavía enrollados en la cabeza. Retazos de hierba húmeda, seguramente segada la tarde anterior, decoraba la ropa. Un perro, que sonaba pequeño, ladraba dentro del hogar.

          Esperaban el momento. El plan era sencillo: cuando saliera de la casa para abordar el auto, lo atacarían. Después ingresarían al domicilio para simular un robo. Tal vez debieran pegarle algunos golpes a la mujer.

          A las siete y media, el corazón de Nahuel golpeaba tan fuerte que temía que pudiera ser escuchado, le latían las sienes y se le secó la garganta. Ya había participado en la muerte de dos personas, pero esto era distinto. Esperaba no flaquear cuando tuviera que apretar el gatillo. «Al torso» era la instrucción.

          Una cortina se descorrió y después volvió a su lugar. El perro dejó de ladrar. Ahora el silencio era absoluto. Se escuchó la apertura de la puerta y la silueta gruesa del comisario comenzó a desplazarse hasta el Audi, estacionado a unos metros frente a él. Pese a que no hacía frío, el comisario llevaba un abrigo doblado en su brazo derecho.

          Se pusieron los pasamontañas, se hicieron la seña prevista y se abalanzaron a la carrera sobre el hombre, que estaba a unos veinte metros. Sorpresivamente, se escuchó el estruendo de la High Standard. El impacto dio de lleno en el tórax de Ana, que se desplomó con un grito de dolor. El sobretodo estaba en el piso y la escopeta que aquel llevaba disimulada debajo quedó a la vista.

          Por unos instantes, Nahuel se sintió paralizado. Después reaccionó y jaló del gatillo. Ahí tomo conciencia de que había olvidado sacar el seguro. Intentó hacerlo, pero ya era demasiado tarde. Una segunda detonación le perforó el vientre. Sus piernas perdieron toda resistencia y cayó de espaldas sobre el pasto húmedo.

          Con la poca vida que le quedaba, Nahuel aceptaba su destino. Sabía que, una vez que cerrara los ojos, no volvería a abrirlos; por eso trataba de prolongar ese momento, el último, tanto como le fuera posible. No le dolía nada, ni le molestaba el vientre húmedo por la sangre que seguía brotando, se sentía bien. Era el fin y lo aceptaba. Giró apenas la cabeza y la vio tendida boca abajo; hacía unos instantes, habían cesado sus quejidos.

          Finalmente, se sintió vencido, se resignó y cerró los ojos.

           El comisario los examinó un momento y caminó en dirección a su mujer, que corría angustiada al escuchar los disparos.

          —Chorros improvisados —le explicó, sereno—. Cuando Tobi empezó a ladrar, me fijé por la ventana y los vi. Los estaba esperando con el fierro. Ya llamo para que vengan a llevarse los cuerpos.

Dovar Maggi

Soy ingeniero jubilado pero activo, con varios postgrados en administración de empresas. Siempre me manejé con las ciencias duras, ahora trato de pasar de los informes empresariales a relatos de ficción.

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