Dinosaurios en San Vicente

Dinosaurios en San Vicente

Llegué a una ciudad balnearia para descansar. El reloj marcaba el mediodía. Dejé el equipaje en el hotel y salí a caminar por la costanera. Presté especial atención a los carteles que cruzaba por el camino y uno de ellos me resultó sumamente claro. Era un flyer que decía: «Pasá y contanos tu historia».

Seguí la dirección del aviso y entré en un auditorio. Un hombre con la mirada perdida subió al escenario con un caminar cansino, traía una historia en sus ojos y en sus manos. Vestía ropa raída y las venas de los brazos estaban marcadas como si terminara de realizar un gran esfuerzo. Antes de acercarse al micrófono, se podía escuchar su respiración irregular.

—Me enteré de que en el barrio San Vicente viven dinosaurios —dijo sin mayor introducción. —La audiencia sacó sus pensamientos divagantes del espacio vacío y los dirigió hacia el escenario—. Se lo escuché decir anoche a un amigo que estaba borracho. Al parecer, nadie lo tomó en serio, excepto yo.

»La verdad es que su comentario no me pareció absurdo en absoluto. La manera en que sonó la palabra dinosaurio en su boca fue provocadora, o a lo mejor yo estaba esperando desde hacía mucho tiempo que alguien dijese dinosaurio por alguna razón inconsciente.

»Mi amigo, luego de emitir aquellas palabras, se quedó callado y la habitación se fue cubriendo de charlas superpuestas hasta tapar lo acontecido con un manto de ruido. Miré el celular y supe que era tiempo de volver a casa.

»Salí a la calle, calculé las horas de sueño que me quedaban y recordé que era el cumpleaños de una amiga y que no le había comprado ningún regalo.

En el auditorio se filtró una corriente de aire proveniente del mar. Aquella intrusión infundió un gesto de terror en el hombre, que luego juntó coraje y posó la mirada en la espesura de un cúmulo de aire suspendido sobre los oyentes que solo él podía ver. Como si allí se guardaran los recuerdos de la noche pasada.

—El efecto de la palabra dinosaurio —continuó— se mezcló con el problema de no tener un regalo de cumpleaños para mi amiga. A los pocos segundos, se formó una sólida idea en mi cabeza: «Debo conseguirle uno de estos bichos a esta chica como obsequio».

»Sin preámbulo, caminé hasta el arco que está acá a dos cuadras. —El hombre señaló hacia el norte—. Ese arco indica el comienzo del barrio San Vicente. Tomé una gran bocanada de aire y la retuve pensando que tal vez esa fuera la última aspiración fresca que conseguiría antes de esta gran hazaña. Supuse que, en un barrio donde habitan dinosaurios, el aire no debía de oler muy bien.

»No había vecinos en las calles. La luna me alumbraba el camino y a escasos metros vi al primer dinosaurio. Era pequeño y tomaba agua de un charco. Me detuve para no hacer ruido, pero este, al sentir mi presencia, emitió un leve graznido y se esfumó a una velocidad impresionante.

Los espectadores asentimos en silencio para mostrar que estábamos metidos por completo en la historia. El rumor proveniente de la calle parecía lejano, los presentes en el auditorio nos creímos pasajeros de un micro viajando a un destino incierto.

Podría decir que había una interacción entre mis pensamientos y la narración del hombre sobre el escenario. Él hacía las pausas necesarias y yo reflexionaba sobre lo anormal de su historia para convertirla en un escenario verídico.

—En ningún momento tuve miedo —continuó el relato—. La idea de sorprender a esta chica con semejante regalo me hacía un ignorante del peligro que corría. Me esforcé por ser más cuidadoso al caminar y llegué hasta un paredón donde me escondí para observar. Una mamá dinosaurio le daba indicaciones con gestos a su pequeña cría para extraer los órganos de un pájaro muerto. Intercambiaban miradas y emitían sonidos expresivos. El pequeño pinchaba con la punta del pico y tironeaba con una precisión que me preocupó. Por un segundo imaginé ser víctima de estas bestias. Me llevé una mano al estómago para sacarme de la cabeza la idea de un ataque imaginario. Este movimiento fue detectado por los depredadores, que huyeron, alejándose del peligro de mi presencia. Ahora que lo cuento, pienso que tal vez los dinosaurios del barrio San Vicente puedan detectar las malas intenciones.

»Salí de detrás del paredón y me adentré un poco más en el barrio. Me sentí con suerte al divisar otra cría del tamaño de una gallina que caminaba con torpeza y en soledad.

En este punto el hombre de la mirada perdida se alejó unos centímetros del micrófono para carraspear y ordenar las ideas. La audiencia permaneció estática. No se oyó ninguna perturbación del exterior. Daba la impresión de que la vida afuera del auditorio estaba a una distancia mucho más lejana que hacía unos minutos atrás.

—Me aseguré de que la cría estuviera sola, sin nadie que la protegiera —dijo el hombre—. Esperé a que el torpe bicho agachara la cabeza para recoger un fruto y me abalancé sobre él. Llegué a tocar su piel, escamosa como la de una piña, y antes de poder cazarlo una garra me tomó por la espalda y me arrojó a cincuenta metros de mi presa. Me incorporé con la vehemencia de un loco y cerré los puños, listos para pelear, pero advertí que una enorme mamá dinosaurio estaba defendiendo a su cría. Recibí un coletazo que me arrastró violentamente por el suelo. Escuché más graznidos que se acercaban a corta distancia y dudé en volver a levantarme.

»Pensé en mi amiga. Me miré las manos vacías y busqué con la vista el arco que delimita la entrada al barrio. Escuché varios resoplidos de dinosaurio en la cercanía. Supe que era el momento de huir. Sentí cerca del oído el silbido de una garra que cortaba el aire y casi me golpeó. Corrí con toda mi energía y escuché que se me caía el teléfono celular. Una gran pata lo destruyó contra el pavimento. Al cruzar por el arco que me sacó de aquel barrio peligroso, la persecución terminó.

El hombre se bajó del escenario y se fue por la puerta, sin llamar la atención. Yo hice lo mismo. Salí hacia el norte en busca de un lugar para almorzar y vi el arco del barrio San Vicente. Creí escuchar un graznido, así que, sin dudarlo, cambié de dirección.

4 Respuestas

  1. Victoria Karamazov dice:

    Diegguin me robo el cuento para leerlo hoy, FANTASTICOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO

  2. Jajajaja, es muy divertido este cuento, Diego.
    Felicitaciones, criticón!

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