Jorōgumo

«Quien con la espada mata por la espada muere». Esas fueron las últimas palabras del amo de Takeda Kishaba. 

A pesar de la respiración agitada y los calambres en las piernas que solo parecen aumentar, no para de correr. Se repite a sí mismo que si lo atrapan sería un deshonor, pero ¿qué honor podría quedar en él? Su cabeza se ve inundada por preguntas para las que no tiene respuesta, solo sabe que tiene que seguir adelante, aunque ni siquiera sepa a dónde ir.

Desde hace una semana que escapa por los opresivos bosques de Japón, llenos de castaños, pinos rojos, hayas y arces. Lleva su kimono sucio, rasgado, y su katana en la cintura, perseguido por aquellos que lo traicionaron a él y a su señor. 

Su camino se detiene frente a un bosque de bambú, no muy lejos del río Hozu. Una espesa niebla no deja ver más allá. Cientos de telarañas están tejidas entre los troncos gruesos de las plantas. Se fija en una donde una pequeña mosca está atrapada por sus hileras y espera a que la gran araña la devore.

Takeda cree que es el mejor lugar para perderlos. Mira hacia atrás, donde el paisaje es claro, hacia la vida que perdió. Agacha la cabeza y dice en voz alta, avergonzado:

—Lo siento, amo. Debía protegerlo, pero no lo hice.

Su figura se pierde casi al instante cuando entra en la bruma.

 

***

 

El bosque parece no terminar. Se mantiene callado, en busca de cualquier peligro.

De pronto, se choca contra una campesina. Ella está igual de sucia que él. Takeda no duda en sacar su espada y amenaza a la muchacha, pero ella le suplica:

—¡Espera! No me mates.

—¡¿Quién eres?!—La voz de él suena rasposa y seca—: ¡¿Me estás siguiendo?!

—¡No, por Dios, no!—Las palabras salen con dificultad de su boca. Está exhausta—. Me perdí en este bosque, ¿y tú?

Takeda duda en responder, sabe que ella miente. Sin embargo, elige el engaño.

—Yo también, desde hace varios días.

—¿Quieres acompañarme para no vagar solos?

Los ojos de la muchacha atraen a Takeda, le recuerdan a los de alguien especial. Asiente con la cabeza casi sin control y continúan su camino juntos, adentrándose, sin saberlo, más y más en el bosque.

 

***

 

El cielo es cada vez más naranja. Al menos eso es lo poco que pueden ver a través de las abundantes hojas del bambú.

Takeda y la campesina saben que necesitan un refugio: están exhaustos. Y casi como una plegaria al cielo respondida, encuentran una cabaña abandonada.

A medida que las estrellas se ciernen sobre sus cabezas, encienden un fuego. 

El interior de la casa es un desastre: el techo está caído; las puertas, destrozadas las paredes, llenas de agujeros, y hay un sinfín de telas de araña, algunas demasiado grandes. Así que ambos se recuestan fuera, cerca del genkan, la entrada, iluminados por las llamas de la fogata.

—Sé que mentiste —dice Takeda con su espada apoyada en el pecho.

—¿Cómo sabes? —responde ella sin dejar de ver el fuego.

—No te perdiste en el bosque. Estás escapando porque eres cristiana. Te perseguían.

—¿Y qué me delató?

—Cuando nos encontramos, dijiste: «por Dios». Lo que no entiendo es por qué te quedaste conmigo si sabías que podría haberte matado.

La chica ríe y lo mira a los ojos. Él se fija en su belleza. Tiene un cuello fino, rasgos gentiles y el pelo negro como el cielo sobre ellos. Sus ojos le incomodan, pero de otra forma, una que invita al deseo.

—Porque sabía que tú también estabas mintiendo. Lo noté en tu mirada. —Hace un pausa—. Eres samurái, ¿no es cierto?

—Lo era…—Traga saliva—. Ahora soy un rōnin, porque no tengo un amo.

Un silencio se genera entre los dos. Ella le sonríe e intenta tocarle la mano, pero él se aleja.

—Tan pronto como salgamos de este bosque, cada uno seguirá su camino. Y nadie sabrá sobre tu religión por mi boca —dijo el rōnin.

El hombre se da vuelta, quiere ignorarla. De pronto, la muchacha se monta encima de él, asustándolo. Pero el susto se le pasa rápido cuando lo besa despacio y él se lo permite. Se rinde ante el deseo y continúan hasta la medianoche, entre gemidos y el calor del fuego.

 

***

 

Esa noche, Takeda Kishaba sueña. La imagen al frente de él tiene mucho de recuerdo.

Un niño agarrado de los dedos de su padre. Se encuentran sobre una montaña y, debajo de ellos, un bosque de bambú que imita la forma de una telaraña se alza. El padre tiene su cara ensombrecida por un kasa, el sombrero tradicional. El niño se asusta por unos gritos que parecen venir de todos lados. 

—Tú solo eres otra mosca dentro de su red, Takeda —dice el padre con la voz distorsionada.

—Pero, padre, he flaqueado —contesta el niño.

—Y ella ya lo sabe, sabe tu secreto más oscuro, puede saberlo con su magia. Es un bakemono, un monstruo que engaña y tienta con su aparente belleza y juventud de muchacha.

—¿Quién es ella?

—La Jorōgumo, hijo.

El padre levanta su cabeza que ahora se ve con claridad. De su boca y ojos negros y vacíos, cientos de pequeñas arañas brotan descontroladas.

 

***

 

Takeda se despierta de golpe, desenvainando su katana. La chica no está y la niebla lo cubre todo. Escucha unas pequeñas patas rápidas que caminan detrás de él, pero para el momento en que se da vuelta no hay nada. Su estómago le duele.

Se adentra en la casa. Ruidos sutiles y rasgueos de madera inundan sus oídos. Un quejido doloroso se oye desde arriba. Takeda levanta la cabeza y ve varios cuerpos humanos momificados por las telarañas. Algunos, todavía vivos, intentan escapar sin éxito; mientras que otros yacen muertos y chorrean sangre de los agujeros en su cuerpo; algo salió de dentro de ellos. 

El agarre del rōnin sobre su espada se afirma a pesar del sudor. Desea que todo sea un sueño. Mira aterrado las decenas de cuerpos. Entonces escucha una risa femenina:

—No te preocupes, solo las sientes dentro de tu cuerpo por un rato. Cuando salen de sus huevos, te devoran. Es rápido, pero no indoloro. —La voz resuena con falsa lástima.

Takeda se gira al instante con la katana en alto. 

—No te acerques. —El filo en su mano brilla.

Frente a él ve a la chica, sonriente y acercándose de forma errática. De su espalda surgen ocho patas de araña que la elevan del suelo, sus ojos se tornan negros y brillosos y su voz suena distorsionada.

—¿Realmente me vas a asesinar con la misma hoja que usaste para matar a tu señor?

La pregunta lo devasta. Le recuerda la verdad de la que ha estado huyendo.

—¿Cómo sabes?

—Cuando eres tan vieja como yo, puedes leer las caras de una persona. En ellas está su historia. Tú solo fuiste la marioneta.

El rōnin baja despacio la espada.

—Me prometieron que podría estar con mi amada, pero… 

—Pero te usaron y culparon por la traición.

—Es por eso que dijiste que eras cristiana. Sabías que no te haría nada, sabías que me recordabas a ella.

La Jorōgumo sonríe.

—Puedo conocer lo que tienta el corazón de los hombres. Para ti, son las muchachas cristianas. Tranquilo, todo esto va a terminar dentro de poco, cuando mis cientos de hijos nazcan y crezcan en tus entrañas.

Takeda cae de rodillas, aceptando su destino final. Repasa toda la secuencia de eventos que lo han llevado hasta donde está. Se arrepiente de cada paso que ha dado, pero justo antes de darse por vencido recuerda las últimas palabras de su amo: «Quien con la espada mata por la espada muere».

Toma la katana y la entierra en su estómago hasta que siente la punta salir por el otro lado. Entonces, escucha a la Jorōgumo gritar. Él por fin se deja caer al suelo. Su sangre negra baña el suelo de madera gastado.

La última imagen que ve antes de cerrar sus ojos es la de una pequeña mosca que, milagrosamente, consigue escapar de la tela de la araña.

1 respuesta

  1. Graciela dice:

    Gracias Germán por compartir este cuento tan bien.narrado

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