Hijos de la ceniza

Durante los tiempos de la persecución dentro del Imperio, una bruja fue quemada en Dunham y todo el pueblo estuvo ahí para presenciar el acto. Su supuesto e imperdonable crimen fue curar a una anciana de una enfermedad a la que los médicos habían declarado incurable.

Primero, la Inquisición la sometió a un juicio. Después la desnudaron e hicieron caminar por las calles de piedra, para que todos los habitantes le lanzaran fruta podrida, excremento y rocas, a la vez que con gritos la llamaban «puta» y «amiga de Satanás», entre otros tantos insultos.

Al final del camino, la esperaba la pira donde, según palabras del sacerdote Gregory, ella sufriría por sus crímenes contra Dios.

Antes de que la madera ardiera, la bruja dijo, con la frente en alto, orgullosa y sin que el temor se viera en sus ojos verdes, unas palabras que los habitantes del poblado nunca olvidarían. Esas palabras les estremeció los huesos y les heló la sangre. Desde ese día, quedarían atadas en el alma de Dunham como un susurro que siempre sería recordado.

Ya de noche, cuando las llamas se apagaron, los alaridos callaron y la masa de gente se disipó, un llanto provino de las cenizas frías. La anciana curada por la magia de la bruja escuchó los lloriqueos y fue hasta la pira calcinada. De entre los restos, sacó a dos bebés recién nacidos. Para protegerlos cumplió con la promesa que le hizo a la bruja durante su curación: los separó y los llevó a dos pueblos vecinos, donde los dejó en la puerta de familias que los cuidarían, aunque siempre tuvo presentes las últimas palabras de su curadora antes de arder: «El paso del tiempo los traerá de vuelta aquí y mi sangre reducirá este pueblo a cenizas».

 

Del libro Brujas y hogueras

 

***

 

Esa tarde, la ciudad de Dunham deslumbraba. Gracias al comercio pasó de ser un pueblo pequeño a una ciudad de tamaño medio en relativo poco tiempo, donde se veían torres de piedra caliza que brillaban, casas ornamentadas de varios pisos y el mercado, que estaba lleno de productos de todo el Imperio. La llamaban La Ciudad Dorada, por la abundancia de los techos de tejas de ese color que cubrían todos los edificios. Un río dividía en dos la ciudad y, sobre él, se alzaban puentes de roca.

Se encontraron en una taberna de la ciudad al atardecer. Él se acercó primero a ella, invadido por el miedo y la incertidumbre. Después de todo, sabía que sus sueños y visiones no eran garantía de nada. Ella también se sentía igual, pero lo ocultaba mejor. Ambos llegaron desde sus hogares, casi premeditando este encuentro.

—¿Cuál es tu nombre? —dijo el chico de cabellos grises como la ceniza.

—Lena—respondió—, Lena Melbourne. ¿El tuyo?

—Ronan. Solo Ronan.

Los dos tenían esos ojos verde esmeralda que, hasta su encuentro, nunca habían visto en otra persona. Su pelo era del mismo color y en sus facciones se podía ver el parecido. Con solo mirarse estaban cada vez más seguros.

Ronan venció el miedo y casi soltó la pregunta, pero Lena le ganó. Habló con un tono suave y melancólico:

—Lo escuchaste en tus sueños, ¿no es cierto? Ese susurro: «La sangre que hará cenizas Dunham». Cada vez que mirabas en la dirección de este lugar, cada vez que escuchabas sobre la bruja con ojos verdes.

—Sí, la que quemaron aquí hace veintitrés años. Tuve esa visión de ella en llamas y al…

—Y al culpable con una sonrisa —lo volvió a interrumpir—. También sentías esa incomodidad de que eras algo más, sentías que tus padres no eran los verdaderos, sentías… Lo sentías, ¿o no?

Él ya estaba llorando y la abrazó, como si fuera la primera vez que abrazaba a alguien. Eran hermanos y estaban juntos, por fin. Entonces, Ronan dijo, con su cabeza apoyada en el pecho de Lena: 

—¿A ti también el fuego te obedece?

Ella sonrió. Ambos soltaron un secreto que ocultaban desde hacía tiempo.

 

***

 

Ya era de noche cuando llegaron a la iglesia de Dunham, ubicada en la cima de una colina. Desde ese punto veían toda la ciudad.

Dentro de la iglesia, todavía había luces. Era domingo y la misa recién terminaba. Vieron a los feligreses que salieron por las grandes puertas de madera. Ronan y Lena esperaban escondidos, ya que no querían dejar rastro de su presencia. 

Cuando el último feligrés salió, ellos entraron como sombras. Las llamas del candelabro se agitaron junto con las de las antorchas en las paredes. De rodillas, frente a la cruz, vieron a esa persona de sus sueños, aquel que había quemado a su madre, solo que ahora era viejo y encorvado. 

—¿Padre Gregory?—preguntó Lena. Su voz hizo eco en toda la capilla.

El viejo se giró lento, con dificultad. Apenas miró los ojos de esos chicos, agachó la cabeza.

—Siempre tuve mis dudas sobre si algún día aparecerían. —Gregory calló por unos momentos—. Pero tampoco podía esperar menos de la asquerosa estirpe de una bruja. Una estirpe cuyo único propósito es destruir.

Ante el insulto, Ronan y Lena alzaron los brazos y todos los fuegos que había surcaron el aire y fueron a parar a sus manos. En sus palmas, sostenían llamas controladas. El fuego les obedecía, el fuego era su arma.

La rabia se manifestó en el rostro de Gregory, una que devino en pavor, pues a la vez se tiró al suelo y cubrió su rostro para protegerse.

—¡Por supuesto! ¡Igual que la puta de su madre! ¿Quieren saber por qué obtuvo la sentencia que justamente se le dio? Secuestraba a niños y los usaba para sus curaciones herejes. ¡Lo juro por Dios, alabado sea!

Ronan bajó los brazos y las llamas desaparecieron: la duda se había sembrado en él. Pero Lena no mostró ninguna vacilación: cerró el puño y, con un movimiento de su brazo derecho, el fuego salió disparado hasta el sacerdote, quien se cubrió en gritos de dolor y llamas. Llamas que de inmediato empezaron a extenderse.

 

***

 

La iglesia ardía a sus espaldas. El viento extendía poco a poco el fuego hacia otras partes. Ella vio a su hermano preocupado, casi avergonzado. 

—¿No me digas que creíste el cuento del cura?

—Tal vez estuvimos mal—dijo Ronan con pesadez—. Tal vez es verdad lo que dijo.

—Tal vez, pero lo innegable es que quemaron a nuestra madre. —Lena cerró los ojos e hizo una pausa. Le costó seguir—. Además, ya es tarde para dar marcha atrás. Esto es para lo que vinimos, para lo que nacimos.

Esa noche el fuego fue tan intenso y tan destructivo que las torres cayeron, los puentes se hundieron en el río e incluso las calles de piedras se derritieron. Esa noche el infierno mismo se desató en Dunham.

 

***

 

Llámenlo ironía, justicia poética, gracia del destino o trágica coincidencia, pero un incendio barrió con toda la ciudad de Dunham, en su momento cúspide veintitrés años después de la quema de la bruja. Los muertos se calculan en miles, con muy pocos supervivientes. 

El origen del fuego es desconocido hasta nuestros días, a pesar de que se sabe que empezó en la iglesia. Algunas versiones dicen que fue el padre Gregory quien, en un descuido, quemó todo. Otros dicen que fue la sangre de la bruja: sus hijos, quienes con piromancia hicieron que todo ardiera. ¿Quién fue? Nadie sabe. Lo que sí es cierto es que hasta este día las últimas palabras de la bruja todavía resuenan sobre las ruinas de la ciudad.

Del libro Brujas y hogueras, de Lena Melbourne.

3 Respuestas

  1. M.Canals dice:

    Muchas gracias por leer!!!

  2. Manu dice:

    ¡Apasionante historia ! El hecho de usar una situación real como el incendio es realmente más interesante,muy buena.

  3. Moira dice:

    Impresionante historia!!! Felicitaciones Manu. Es un placer leerte.

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