LA BUFANDA

El aeropuerto de Ezeiza estaba abarrotado. Todos los vuelos habían sido demorados hasta que pasara la fuerte tormenta eléctrica que se abatía sobre la zona. La gente, bastante alterada, iba y venía en la sala de embarque. Mientras miraban sus celulares o conversaban entre sí, la mayoría de las personas permanecían atentas a las pantallas de la sala de embarque, que indicarían las novedades de los vuelos.

Matilda esperaba tranquila. Desde un cómodo asiento de la sala, observaba distraídamente el espectáculo multifacético de la gente que se desplazaba por el aeropuerto.

Entre todas esas personas, un hombre le llamó la atención: caminaba sin apuro, observando el entorno que lo rodeaba, mientras murmuraba. Matilda se fijó mejor: nadie lo acompañaba. Calculó que tendría unos cincuenta y tantos años y que era sin duda, un extranjero. ¿Italiano quizás? De altura media, estaba vestido con elegante ropa de estilo casual en diversos tonos de gris; botas de cuero cortas inconfundiblemente europeas y llevaba en bandolera un bolso de cuero marrón. Pero en ese armónico conjunto contrastaba una larga bufanda de color anaranjado salmón, que le colgaba del cuello hasta las rodillas. No concordaba con el buen gusto del hombre, ni por su color, ni por su textura. Después de recorrer el lugar por algún tiempo, se detuvo frente al ventanal que daba a la pista, desde donde se veían los aviones y el cielo encapotado surcado por relámpagos.

La inentendible voz de los altoparlantes avisó que ya se estaban regularizando los vuelos. Y Matilda, atenta a las indicaciones, olvidó al personaje de la ventana.

El avión salió con una hora y media de retraso, pero el vuelo arribó sin inconvenientes a Madrid. De allí Matilda tenía que hacer un trasbordo para llegar a Milán, en donde la recibiría un primo. Conocería por fin a la familia paterna, que la esperaba con expectativa y cariño.

Debía aguardar cinco horas en el gigantesco aeropuerto de Madrid para su transbordo a Milán; así que había llevado lectura y una buena cuota de paciencia, decidida a que, en lo que dependiera de ella, el viaje, tan deseado, fuera placentero en todos sus momentos.

Una vez que hubo ubicado la sala desde donde embarcaría horas después, se dedicó a pasear por el lugar amplísimo en que se encontraba, observando cuanto podía. Los bares, las enormes salas de espera, los free shopp con la oferta infinita de cosas innecesarias y la gente, que se desplazaba con sus pequeñas valijas de un lado al otro. Poco acostumbrada como estaba a viajar, a Matilda se le antojaba estar viendo un caleidoscopio de razas, idiomas y vestimentas que la divertía y encandilaba.

Un rato después, se sentó en uno de los bares a comer algo y tomar un café cortado. Entonces lo vio: el señor de la bufanda naranja salmón, deambulaba por el aeropuerto, hablando con alguien invisible, como en Buenos Aires. Matilda volvió a mirar: nadie lo acompañaba. Intrigada, lo observó un rato más. El supuesto italiano, desapareció en otro de los bares y Matilda, encogiéndose de hombros, se dedicó a saborear el sándwich que había pedido, mientras se zambullía en la lectura de Dime quién soy, de Julia Navarro, relato de alguien que, como ella, trataba de armar como un rompecabezas, la historia de su familia y, a través de ella, ahondar en su propia identidad.

Ensimismada en la lectura, no se percató de que alguien se acercaba a su mesa. En un correcto español, con acento extranjero, le preguntaron:

–¿Argentina?

Matilda levantó la vista: el señor de la bufanda estaba frente a ella.

–La vi en el aeropuerto de Ezeiza– le dijo en un correctísimo español con acento extranjero que Matilda no pudo identificar. Y se presentó: –Soy Arturo. ¿Le molesta que me siente con usted?

Bastante asombrada, Matilda asintió. Cerró el libro sin saber qué decir.

–Seguramente le extrañará mi pedido, pero es que la vengo observando desde el aeropuerto de Buenos Aires y pensé que podíamos conversar …  Vengo de recorrer Argentina; es decir, de recorrer algunos lugares de esa bella tierra.

– ¡Ah! –le contestó Matilda, un poco más cómoda. –¿Por dónde anduvo?

– Además de Buenos Aires, recorrí el noroeste, Salta y Jujuy, las cataratas del Iguazú y Mendoza. Me queda para el próximo viaje, que ojalá sea pronto, el centro y el sur del país. ¿Usted es de Buenos Aires?

–No, no. Soy justamente del centro: de Córdoba.

–¿Viaje de placer?

–Un poco. Aunque vengo principalmente a conocer a una rama de mi familia. Del norte de Italia. – le contestó Matilda, reticente y desconfiada.

Sin embargo, algo le hacía sentir, intuitivamente, que podía confiar en ese hombre. Tenía presente, sin embargo, el dato de la bufanda y el hablar solo de Arturo. Por supuesto que no iba a preguntarle nada al respecto: le parecía totalmente inapropiado indagar sobre eso. Además, le daba temor esa parte del hombre que a ella le parecía extraña y disonante. Así que, distante, siguió conversando con él. Arturo era una persona culta y agradable.

–Vivo en un pequeño apartamento, en Lugano, cerca del lago y tengo dos hijos – le contaba–. Uno de ellos va a irme a buscar al aeropuerto de Milán, el Malpensa, que está a unos ochenta kilómetros de mi ciudad. ¿A dónde te diriges tú? Perdón, ¿puedo tutearla? –le preguntó.

Matilda volvió a sentirse incómoda. Asintió con la cabeza y le contestó:

–También al Malpensa. Mi familia vive muy cerquita de allí.

–¡Así que vamos a compartir el vuelo!

La mujer no sabía si alegrarse o lamentarlo. Sus sensaciones respecto a Arturo eran tan contradictorias como la apariencia de él, con esa bufanda salmón naranja que no se quitaba en ningún momento. Él siguió hablando…

–Ahora estoy jubilado, pero toda mi vida me dediqué a la docencia de Historia y Sociología. En institutos terciarios Además de estudiar y seguir perfeccionando mi español. Viví algún tiempo en Madrid y me enamoré de su lengua ¿A qué te dedicas tú?

–Soy médica, especialista en oftalmología. Trabajo en un hospital y en un instituto privado de cirugía.

–¡Qué interesante tu trabajo! A mí me gustaba mucho el que yo hacía. Extraño los alumnos – dijo, poniéndose un poco melancólico.

–Bueno Arturo –dijo Matilda, mientras guardaba el libro en su mochila–. Ha sido un gusto conocerlo.

– ¡Pero si faltan tres horas todavía para el vuelo! ¿No quieres tomar otro café?

–Sí. Falta bastante– contestó dubitativa Matilda al tiempo que volvía a mirar la bufanda. –Bueno, acepto.

Arturo se acercó a la caja del bar y pidió dos cortados. Al sentarse a la mesa, la miró y le dijo:

–Seguramente te habrá llamado la atención mi bufanda. ¿Sabes? Fue la manera que encontré de traerla también a ella en este viaje que habíamos programado por años.

Matilda enmudeció.

–Hace quince años, después de una separación muy triste y dolorosa de la madre de mis hijos, conocí a Luciana, una colega, también profesora en el instituto en el que yo daba clases. Enseguida nos entendimos y después de un tiempo de conocernos decidimos casarnos y compartir la vida… Nos acompañábamos en todo. Era muy lindo vivir con ella. A los dos nos gustaba viajar, así que lo hacíamos en la medida de nuestras posibilidades. Pero el gran sueño de Luciana era conocer Argentina. Deseaba ir a Buenos Aires, a la cuna del tango que tanto disfrutaba.

“Por años fuimos programando un viaje a América, a Argentina. “Cuando nos jubilemos”, decía, “nos vamos a recorrerla”. Yo disfrutaba pensando en ese tiempo que pronto llegaría; pero más de la alegría desbordante de Luciana que se encendía cuando hablaba del viaje…

“La vida nos jugó una mala pasada– siguió Arturo luego de una pausa. – Luciana se enfermó de cáncer.

El dolor del hombre parecía materializarse. En aquel momento Matilda sintió que la intimidad con ese desconocido era tal, que el entorno bullicioso del aeropuerto, se esfumaba. Profundamente conmovida, lo siguió escuchando:

–Y, aunque pusimos todo lo mejor y fue tratada por especialistas de renombre, no pudo vencer la enfermedad. Hace un año, exactamente un año, falleció ¿Sabes? Los pasajes estaban comprados; el itinerario, cuidadosamente pensado. Entonces se me ocurrió que lo que a ella le hubiera gustado, era que yo la llevara a recorrer los lugares que habíamos deseado conocer juntos. Después de todo, de alguna manera, ella está en mí. Así que armé las valijas y me fui a Argentina. Pensé entonces en llevar conmigo algo material, como un signo de ella. Y así fue que elegí esta bufanda– explicó mientras acariciaba la prenda. – Era su color preferido…

Arturo siguió relatando su viaje por Argentina; le habló sobre su vida en Lugano y le confesó su temor a la soledad, al tiempo que Matilda le contaba acerca de su profesión y sobre las expectativas ante el encuentro con la familia italiana a la que conocía solo por cartas y fotos.

La voz metálica del aeropuerto anunció el embarque de los pasajeros con destino a Milán.

–Toma Matilda, este es mi correo electrónico. Por si alguna vez tienes deseos de que continuemos conversando. Ha sido muy grato para mí el tiempo que pasamos. Gracias por escucharme.

–Gracias a vos Arturo. De verdad. – le respondió ella con los ojos llenos de emoción, mientras guardaba en el bolsillo de la campera el papelito que Arturo le daba.

En el aeropuerto de Malpensa, mientras esperaban para retirar el equipaje, se despidieron como dos viejos amigos. Matilda lo vio alejarse abrazado a su hijo.

Nunca más supo de él. Nunca le escribió.

Aunque entre las hojas de su agenda aún conserva el papel con el correo de Arturo.

3 Respuestas

  1. Beatriz Casini dice:

    Gracias a vos por este nostálgico y cálido relato!

  2. Jaimeta Coll dice:

    Beatriz: Agradezco tu comentario del cuento y me alegra que hayas disfrutado de la lectura. Yo disfruté de escribirlo, armando como un collage, en el que juegan tramos de mi experiencia, recuerdos, fantasía…

  3. Beatriz dice:

    Es un relato que nos transporta a la añoranza propia de un gran amor, que Arturo perdió,y como es lógico parte de su ser se ha ido con él. La referencia al niño al final, es muy positiva, es una de las formas más bellas de hacer visible el gran afecto que los unió. Disfruté mucho la lectura de este cuento!

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