RESCATE

Quiero contar lo que sentí en el entierro de mi vecina, en este día helado y lloviznoso. El agujero por el que iba descendiendo lentamente el ataúd, parecía no tener fin, y estaba tan prolijamente tallado en la tierra, que casi me dieron ganas de meterme en él. Más que una fosa parecía la entrada un túnel que llevara a otro mundo. A los vivos también. Como un pasadizo secreto, visible solo para algunos.

 No me animé a asomarme en ese momento. Además, había mucha gente y no me iban a dejar… Pero ahora voy a ir a explorar alguna fosa-túnel para ver si, efectivamente se puede ir, a través de ella, a otro mundo.

Alrededor de las tres de la tarde del mismo día del entierro, entré por una que estaba vacía, cavada a la par de la de mi vecina. Bajé hasta el fondo y, como lo había supuesto, en una de las paredes, la que da al sur, se abría una abertura que daba paso a un túnel levemente inclinado hacia el centro de la tierra.  El primer tramo, un poco estrecho, estaba iluminado y cuidadosamente tallado como la fosa. Pensé con admiración, en los que habían hecho tan excepcional trabajo a esa profundidad.  

A medida que avanzaba, el túnel comenzó a tornarse más y más oscuro. Pensando en que tal cosa podía suceder, había tenido la precaución de llevar conmigo una linterna con pilas de repuesto. Desconocía qué distancia iba a recorrer y por cuánto tiempo permanecería bajo tierra. Si es que lograba regresar a la superficie. En realidad, no me importaba mucho volver, no me importaba demasiado nada, desde que la tristeza gris se había apoderado de mí, hacía ya muchísimos años. Por eso no temía avanzar. Además de la linterna, también llevaba conmigo una mochila, que había cargado con agua y algunos alimentos; y con una manta abrigada, por las dudas.

Seguí adelante con la linterna encendida. El túnel se había convertido más bien en una cueva amplia, con un curso de agua que se deslizaba por el centro entre las piedras del terreno, con el sonido cantarín de los arroyos de las sierras. Estaba muy oscuro. Seguí avanzando; la luz de la linterna se perdía hacia adelante y hacia atrás, en la profunda oscuridad infinita, que también se me iba metiendo en el alma. Un helado cansancio de muerte me invadió, casi al punto de impedirme caminar. El rumor del agua era la esperanza, lo único a lo que podía aferrarme para no desaparecer en la soledad y el desamparo. Yo misma era toda oscuridad sin tiempo, sin salida.

 Ya estaba por dejarme caer para morir cuando, a lo lejos, el haz de luz alumbró una especie de puerta. Era como un hueco en la piedra, nada más. Me dirigí hacia él y lo atravesé: la cueva se tornó más amplia y un poco más iluminada y cálida. Aliviada, decidí descansar y comer algo. Apagué la linterna y me senté al lado del arroyo, abrigada con la manta.

Debí de haberme dormido, no sé por cuánto tiempo. Al despertar, la cueva estaba totalmente iluminada. En realidad, ya no parecía una cueva, porque en lo alto, se veía el cielo celeste y luminoso y entraba aire tibio. Las paredes estaban cubiertas en parte, por helechos y otras plantas bellísimas. Pensé que tal vez ese era el otro mundo.

Decidí recorrer la estancia, y cuál no sería mi sorpresa, cuando descubrí, entre la vegetación, fotos pegadas en los muros. Eran fotos de niños: de todas las edades y razas; de los más diversos lugares, y de todas las épocas. Eran muy extrañas, como en tres dimensiones. Casi podía tocar a los pequeños que veía. Pasé un largo rato contemplándolas y preguntándome quiénes serían. ¿Habrían muerto? ¿Estaba en el lugar en donde habían sido enterrados a lo largo de los siglos? 

De pronto, un poco oculta, la foto de una pequeña de ocho o nueve años, subida a una bicicleta, me resultó familiar. La observé con atención y ella me miró: entonces me reconocí. Recordé que me habían sacado esa foto en la casa de campo de mis abuelos, en Santa María de Punilla. La nena sonreía vivazmente con expresión alegre y casi desafiante, como invitándome a jugar. Aunque era yo, me resultaba extraña: no podía reconocerme en su expresión, ni en la vitalidad que emanaba de todo su ser.  Conmovida, recordé también la alegría de mis mañanas al despertar sin miedos, para la aventura de cada día; las ganas de explorar, de descubrir, de saber…  Nada de eso era yo ahora, desde que la niebla se había metido lentamente en mi alma.

Mientras me sumía en la tristeza de lo perdido para siempre, la imagen de la foto se desprendió de la pared y se materializó delante de mí. Una pequeña yo misma, me dijo atropelladamente:  

–¡Por fin viniste a rescatarme! ¿Por qué dejaste que me roben? ¡Vamos! Hace mucho tiempo que te espero para jugar y explorar. No dejes que me secuestren de nuevo. ¿Tenés juguetes en tu casa? ¿Me los mostrás? Ya estoy aburrida y cansada de estar sin vos…

La abracé con fuerza y ternura.  Regresamos por otro camino que ella conocía, trepando las paredes de la cueva y salimos al parque del cementerio.

 Nadie sabrá de mi recorrido por la fosa-túnel; nadie sabrá que ella vive de nuevo en mí. Porque no les contaré. Aunque se darán cuenta en mi mirada vivaz y desafiante. Se darán cuenta porque escribiré con libertad y porque me volveré solitaria para cuidarla. Ella siempre está en riesgo de que la secuestren, porque tiene demasiada vida y demasiada alegría. A cada rato me cruzo con miradas ávidas que saben de ella cuando me ven contenta y en paz.  Y entonces la escondo detrás de mis máscaras, mientras, a escondidas, jugamos, explorando mundo y contando cuentos. También pintamos y subimos a los árboles.

2 Respuestas

  1. Maria De Alberti dice:

    Qué bueno que podamos reencontrarnos Elisa. Gracias por tu comentario.

  2. mariaelisarivarola dice:

    Que bueno saber que, cuando nos secuestran, podemos encontrarnos en las fosas. ¡Siempre me gustaron los cementerios!
    Hola!!! Soy Elisa (nos conocimos en la presentación del libro).

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