El cuerpo del alemán

     Después de la cena, Paul salió al patio trasero del hotel, con la sobra de la comida en dos ollas grandes, para dársela a los perros y fumar un cigarrillo. Llenó de guiso unas latas de dulce de batata, y esperó a que vinieran. Nunca hacía falta llamarlos, pero esta vez no aparecían. Sin darle importancia, caminó unos pasos hacia el estanque, encendió el Kent que le había robado a su jefe y se sentó en el pasto, a ver el quieto y turbio espejo de agua, iluminado esa noche por la luna.

     En eso, los oyó ladrar. Algo que no se lograba ver con claridad los mantenía amontonados en la otra orilla. Comprendió que para ellos, eso era más importante que acercarse a comer; cosa muy rara, porque esas sobras eran lo único caliente que recibían durante el día.

     Paul se interesó en esa persistente faena y los encaró, cauteloso, pero decidido.

     Arrojó la colilla al agua y al llegar del otro lado, casi se desmayó por el susto, cuando vio el cuerpo de un hombre que los perros tironeaban y parecían querer sacar del fondo del agua.

   Salió corriendo despavorido y, acaso por miedo a complicarse la vida, decidió no hacer comentarios en la cocina. Hizo lo de siempre,  intentando que no se le notara el temor.   Lavó las ollas, los platos, pasó el trapo en el piso y se fue a dormir.

     No pegó un ojo esa noche, el cadáver lo acosó hasta la madrugada.

     Se presentó a trabajar temprano y desde la cocina percibió un barullo extraño en la recepción del hotel. Se asomó y ahí estaba el comisario Luna, hablando con los empleados. Dedujo que habían descubierto el cuerpo; y si durante la noche había sufrido miedo, ahora sentía terror.  Asumió que de un momento a otro sería interrogado por el temible policía y debía decidirse por declarar lo que había visto o callarlo.

     Luna, era famoso en Ramos Mejía por sus destrezas detectivescas. Le tocaban los crímenes más difíciles y siempre acababa descubriendo a los asesinos.  Tenía un modo incisivo de indagar y Paul no sabía cuánto tiempo podría mantenerse en el ocultamiento de lo que había visto.

     Por comentarios de los cocineros,  se enteró que se investigaba la desaparición de un personaje siniestro de la ciudad, el profesor Kruger. Así, desde ese momento, el anónimo cuerpo del estanque pasó a ser, en el pensamiento de Paul, “el cuerpo del alemán”.

     Con ese apodo, era conocido el profesor en todas partes, incluso más allá de Ramos Mejía. Había aparecido por la provincia de Buenos Aires al final de la segunda guerra. Se sabía que era un científico y que estuvo ligado a los nazis; se le atribuían importantes aportes intelectuales que sirvieron para bestiales experimentos con prisioneros, en campos de concentración. Pero su vida íntima era un misterio. Frecuentaba casi a diario el Hotel Los Tapiales, donde mantenía reuniones con políticos, empresarios y abogados de fuste;  fauna que era atraída desde la Capital a esas tertulias, por el dinero y el poder del dueño de la extensa chacra donde estaba el hotel, un hacendado bonaerense multimillonario. 

     En ese sórdido mundo, cualquiera podía ser el asesino de cualquiera. El bestial Kruger, podría haber sido el autor o la víctima de una traición, y cualquiera de esos ilustres personajes oscuros, podría haber tenido motivos para encargar su muerte.  

     El caso se resolvería pronto, a no ser que al comisario Luna se le ahogaran las hipótesis en una duda insuperable; pero de cualquier modo, el dinero y el poder mantendrían la resolución del caso bajo las sombras. Por eso lo más importante de esta historia, no es quién mató al alemán, como se verá.

     Mientras los huéspedes del hotel desayunaban, el comisario interrogaba al personal y, por fin, llegó su turno:

     -Su nombre, por favor.

     -Keegan, Paul Keegan.

     -¿Sabe por qué las latas de dulce de batata permanecían esta mañana llenas de guiso?

   Paul, nunca imaginó esa pregunta. Entró en una visible desesperación, de la que Luna disfrutaba.

     -No tengo idea, comisario –respondió temblando.

   -De los testimonios recibidos, surge que usted todas las noches sale a darles comida a los perros;  debería saber por qué han dejado todo en las latas –retrucó Luna.

    -Es que anoche no se acercaron, comisario;  yo  fumé  un  cigarrillo  y  entré  a terminar mi trabajo –atestiguó Paul, abrumado por el absurdo interés que había despertado ese insignificante guiso, que perduraba en unas pestilentes latas viejas.

     -¿Cuándo fue la última vez que vio al profesor Kruger? –prosiguió la indagatoria.

     -Hace dos días, aquí en el bar y desde entonces no ha regresado –respondió.

    Luna, anotó en la libretita y le hizo unas cuantas preguntas más, que Paul respondió a duras penas. Al cabo, el policía se quedó mirándolo con ironía, como advirtiéndole que ya lo agarraría en algo y dio por terminado el interrogatorio.

   Paul se quedó masticando rabia por esa mirada soberbia. Ya se había dado cuenta por los comentarios de sus compañeros y por la clase de preguntas que hacía Luna, de que a Kruger no se lo daba por muerto sino sólo por desaparecido. Por eso, infirió que aún no habían encontrado el cuerpo y entró en duda respecto de lo que habían hecho los perros después de sacarlo del agua, la noche anterior. Fue a buscarlos al estanque y vio que estaban relajados y apacibles, echados bajo el sol.

     Simulando que paseaba, estiró las piernas más allá del predio del hotel. Se internó en el monte contiguo, plagado de espinosos arbustos, y en eso, cuando ya estaba por desistir, vio unas raras marcas en el pastizal. Se adentró en la maleza y a pocos metros descubrió un cuerpo irreconocible, un manojo de huesos.

     Volvió corriendo a la cocina, buscó una sierra carnicera y varias bolsas de residuos, y antes del almuerzo, los restos ya viajaban inadvertidos en el camión de la basura, alejándose del hotel.

     Esa misma tarde, Paul fue al destacamento. Decidido a reivindicar el orgullo pisoteado, pidió hablar con Luna.

     -¿De qué se acordó, Keegan? –Lo atacó de entrada el comisario.

     -Nada, nada; sólo quería aportarle una hipótesis que podría servirle para su caso.

     -¿Hipótesis? -repitió asombrado el comisario.

     -Sí –dijo Paul-;  las latas amanecieron hoy llenas de guiso, porque es probable que anoche, los perros comieran alguna bestia en el monte y quedaran satisfechos.

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