SAKI (H.H. Munro) El jardín ocasional

No me hable a mí acerca de los jardines de la ciudad —dijo Elinor Rapsley—, lo que significa, naturalmente, que quiero que me escuche por alrededor de una hora mientras no hablo de otra cosa. “Qué bien proporcionado jardín tienen”, nos decía la gente cuando acabábamos de mudarnos acá. Lo que supongo que querían decir era qué lugar bien proporcionado para un jardín que teníamos. En realidad, el tamaño es una contra: es demasiado grande como para ignorarlo totalmente y tratarlo como un patio, y es demasiado pequeño para criar jirafas en él. ¿Comprende? Si pudiéramos criar jirafas o renos o alguna otra especie de animales que pacieran allí, podríamos explicar la ausencia general de vegetación refiriéndonos a la fauna del jardín: “No se pueden tener wapitis[1] y tulipanes, sabes, de modo que no plantamos ningunos bulbos el año pasado”. De hecho, no tenemos wapitis y los tulipanes no sobrevivieron al hecho de que la mayor parte de los gatos de la vecindad convocan un parlamento en el centro del cantero de tulipanes; esa franja de aspecto más bien abandonado que planeábamos como una bordura de geranios alternando con alegrías ha sido utilizada por el parlamento gatuno como lobby separatista. Esas divisiones se han hecho bastante frecuentes últimamente, mucho más frecuente que lo que suelen ser las floraciones de geranios. No tendría tantas ocasiones si se tratase de gatos comunes, pero me quejo de que se reúna en mi jardín un congreso de gatos vegetarianos. Deben ser vegetarianos, mi querida, porque, por muchos estragos que cometan en los sembrados de alverjillas, nunca parecen tocar a los gorriones; hay siempre tantos gorriones adultos en el jardín los sábados como había los lunes, para mencionar el agregado de nuevos plumíferos. Parece haber una irreconciliable diferencia de opinión entre los gorriones y la Providencia, puesto desde el comienzo de los tiempos, en cuanto a si un azafrán queda mejor en postura vertical con sus raíces en la tierra o recostado con su tallo prolijamente cortado; los gorriones siempre tienen la última palabra en el asunto, al menos en nuestro jardín. Me imagino que la Providencia debe haber tenido originariamente la intención de votar una Ley de Enmienda, o como quiera que se llame, proveyendo o bien un gorrión menos destructivo o un azafrán más indestructible. El único aspecto consolador de nuestro jardín es que no se lo ve desde la sala ni desde el salón de fumar, de modo que a menos que la gente esté cenando o almorzando con nosotros no pueden divisar la desnudez de la tierra. Es por eso que estoy tan furiosa con Gwenda Pottingdon, que prácticamente me ha obligado a invitarla a almorzar el próximo miércoles; me oyó que le ofrecía almorzar conmigo a la chica de Paulcote si iba de compras ese día y, por supuesto, me preguntó si podía venir ella también. Sólo viene para refocilarse con mis desaliñadas borduras de flores y a cantar loas sobre su sobrecultivado jardín. Estoy harta de oír decir que es la envidia del vecindario; es como todo lo demás que le pertenece, su coche, sus cenas, hasta sus dolores de cabeza, todos son superlativos; nadie tuvo nunca nada como ellos. Cuando confirmaron a su hijo mayor, fue un suceso tan sensacional, de acuerdo con su versión de él, que casi se esperaba que se formularan preguntas sobre él en la Cámara de los Comunes, y ahora viene a propósito para mirar fijamente mis pobres miserables pensamientos y los huecos en mi bordura de alverjillas, y para hacerme una brillante y completa descripción de los raros y suntuosos pimpollos de su rosedal.

—Mi querida Elinor —dijo la baronesa—, te ahorrarías todo esta amargura y una cantidad de cuentas del jardinero, para no mencionar la ansiedad respecto de los gorriones, pagando simplemente una suscripción anual a la a.p.o.o.

—Nunca oí hablar de eso —dijo Elinor—. ¿Qué es?

—La Asociación de Provisión de Oasis Ocasionales —dijo la baronesa—. Existe para solucionar casos exactamente como el tuyo, casos de patios interiores que no son prácticos para fines de jardinería, pero se requiere que florezcan en pintorescos fondos decorativos a intervalos determinados, cuando se proyecta un almuerzo o una cena con invitados. Suponte, por ejemplo, que esperas gente a almorzar a la una y media; simplemente telefoneas a la Asociación a las diez y media de esa misma mañana y le dices “Jardín de almuerzo”. Ésa es toda la molestia que tienes que tomarte. Para las doce y cuarenta y cinco minutos, tu patio estará alfombrado con una franja de césped aterciopelado, con un borde de flores de espino color lila o rosa, o lo que sea de acuerdo con la estación; como fondo, uno o dos cerezos en flor y macizos de pesadamente florecidos rododendros llenando los rincones; al frente tienes un incendio de claveles o amapolas Shirley, o lirios en flor. Tan pronto como termina el almuerzo y tus invitados han partido, el jardín parte también, y todos los gatos de la Cristiandad pueden realizar una reunión en tu patio sin causarte un momento de ansiedad. Si viene a almorzar un obispo o un anticuario o alguien de ese tipo, simplemente menciona ese hecho cuando pidas el jardín, y tendrás un parque a la antigua, con un cerco de tejo recortado y un reloj de sol y malvas, y quizás una morera y borduras de minutisas y campanillas de Canterbury, y una o dos anticuadas colmenas escondidas en un rincón. Ésas son las líneas comunes que provee la Asociación Oasis, pero pagando unas guineas extra por año tienes derecho a su servicio de emergencia edv.

¿Qué diablos es un servicio edv?

—Es un signo convencional que indica casos especiales como la incursión de Gwenda Pottingdon. Significa que viene a almorzar o cenar alguien de cuyo jardín se dice que es “la envidia del vecindario”.

—Sí —exclamó Elinor con algo de entusiasmo—, ¿y qué sucede entonces?

—Algo que suena como un milagro salido de Las mil y una noches. Tu patio se llena de voluptuosidad con granados y almendros, bosquecillos de limoneros y cercos de cactus en flor, deslumbrantes filas de azaleas, fuentes con bases de mármol en los que garzas blancas y de color almendra caminan delicadamente entre exóticos nenúfares, mientras faisanes dorados se pavonean en terrazas de alabastro. El efecto general sugiere la idea de que la Providencia y Norman Wilkinson hubiesen depuesto sus mutuos celos y colaborado para producir un fondo de ballet ruso al aire libre; en realidad, es simplemente el fondo para tu almuerzo. Si algo de energía le queda a Gwenda Pottingdon, o quienquiera sea tu huésped de edv en ese momento, menciona distraídamente que tu putella trepadora es la única en Inglaterra, ya que la que estaba en Chatsworth murió el último invierno. No existe cosa alguna como una putella trepadora, pero Gwenda Pottingdon y las de su clase habitualmente no reconocen una flor de otra sin apuntador.

—Pronto —dijo Elinor—, la dirección de la Asociación.

Gwenda Pottingdon no gozó de su almuerzo. Era una comida simple pero elegante, excelentemente cocinada y delicadamente servida, pero faltó notoriamente la salsa picante de su conversación. Había preparado una larga sucesión de elogiosos comentarios sobre las maravillas de su jardín de ciudad, con sus efectos sin rival de magnificencia hortícola, y he aquí que su tema quedó clausurado por todos lados por el lujurioso cerco de bereberes siberianos que constituían un brillante fondo al sorprendente fragmento del país de las hadas de Elinor. Los granados y los limoneros, la fuente con terrazas, donde la carpa dorada se deslizaba y retorcía entre las raíces de los irises vistosamente coloreados, las amontonadas masas de pimpollos exóticos, el cerco estilo pagoda, donde retozaban los tejones de arena, todo esto contribuyó a quitarle el apetito a Gwenda y a moderar su deseo de hablar sobre jardinería.

—No puedo decir que admiro la putella trepadora —observó con voz cortante— y de todos modos no es la única de su especie en Inglaterra; sé que existe una en Hampshire. Cómo está pasando de moda la jardinería. Supongo que hoy en día la gente no tiene tiempo para ella.

De todos modos fue uno de los almuerzos más exitosos de Elinor.

Fue decididamente una imprevista catástrofe que Gwenda irrumpiera en la casa cuatro días más tarde y entrara sin que se lo pidieran en el comedor.

—Pensé que debía decirte que a mi Elaine le han aceptado un esbozo de acuarela en el Gremio de Artistas de Talento Latente; será expuesto en la exhibición de verano de la Galería Hackney. Será la sensación del momento en el mundo del arte… ¿Qué demonios ha pasado con tu jardín? ¡No está allí!

—Las sufragistas —dijo prontamente Elinor—, ¿no oíste hablar de ello? Entraron y lo deshicieron en alrededor de diez minutos. Me sentí tan apenada por los estragos que hice vaciar todo el lugar; lo haré reconstruir de nuevo con líneas algo más elaboradas.

—Eso —le dijo más tarde a la baronesa— es lo que llamo tener un cerebro de emergencia.

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1 respuesta

  1. Graciela Giachero dice:

    Me ha gustado. Es muy creativo.Una mezcla de paqueteria, exibicionismo,envidias y aplicaciones modernas de marketing.Senti que vivia dos epocas al mismo tiempo.

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