El renacer del cuervo

En el pequeño pueblo donde vivía mi tío, Gonzalo Gómez Aramendi, el asfalto no llegaba ni siquiera al camino que lo unía con la ruta. Por ende, cuando llovía más de la cuenta, nadie salía ni entraba al lugar. Durante meses, sus habitantes solo escuchaban el retumbar de sus propias voces. Pero esto no fue siempre así… Hace un centenar de años atrás, el tráfico de mercadería y personas era más que importante: ¡era prometedor! Cuando los trenes dejaron de pasar el pueblo se volvió autista, igual que sus habitantes. En aquella época mi tío era el encargado de la estación y los pueblerinos se aglomeraban en su oficina para pedirle explicaciones (que él no podía dar). A partir de ese momento no faltaron los encolerizados que lo acosaban con preguntas e insultos por la calle, en la despensa y hasta en la iglesia. Tanta agresión lo convirtió en una persona sombría y huraña. La fisonomía del pueblo también cambió. Se convirtió en un paraje fantasmal donde la mercadería escaseaba, las casas se descascaraban y el clima se tornaba hostil. La plaza principal perdió su brillo, la iglesia, el párroco, y la estación —de estilo inglés— se convirtió en un palomar de ventanas rotas y olor rancio. Entonces los más osados partieron, prometiendo regresar (aunque nunca lo hicieron) y otros se quedaron luchando, para evitar el aburrimiento, con burlas y chacotas, que la mayoría de las veces iban dirigidas a Gonzalo Gómez Aramendi, el chivo expiatorio de todos los males. Mi tío, con su andar apesadumbrado y retraído, fue un ermitaño en un pueblo de almas solitarias. Conocido como El Cuervo, por su prominente y encorvada nariz —característica que también me acompaña—, vagaba absorto por el pueblo durante el día y la noche. En consecuencia, el día que murió muchos pueblerinos suspiraron aliviados, sin saber que la calma sería efímera, pues el alma de Gonzalo Gómez Aramendi resucitaría en un colosal cuervo. Esa misma tarde se lo vio volar amenazadoramente al ras del suelo, trazando una cruz imaginaria de norte a sur y de este a oeste. Lanzaba graznidos roncos que aterraban a quien planease con atraparlo. Desde ese día comenzó a atacar a los pobladores con feroces picotazos, derribándolos con facilidad. También robaba objetos valiosos: cadenitas de oro y relojes importados, sin aparente motivo pero con destacada saña. ¡Encima ultrajaba casas! ¡Rompía cajones, hurtaba alhajas, vajillas y adornos de bronce o plata!, que atesoraba en su madriguera: la estación. Después se recostaba sobre el alto techo de machimbre humedecido a descansar. De este modo, la estación, que alguna vez fue bendecida y más tarde ignorada, se convirtió en su refugio.
Enseguida los pobladores se organizaron para combatirlo. Armaron grupos de ataque y vigilia, desempolvaron rifles, escopetas y carabinas; armaron gomeras y envenenaron señuelos. Pero todo fue en vano, ya que el astuto cuervo esquivaba los peligros, guiado por su instinto de ave rapaz que nunca fallaba. De hecho se volvió inmune a las agresiones. Inevitablemente empezó un nuevo éxodo en el pueblo: ya no de los más osados, sino de los cobardes. Los pocos pueblerinos que permanecieron me llamaron para que intercediera y aplacara la furia de mi tío. De más está aclarar que en un primer momento fui reacio a tal disparate, pero luego me tentaron con una abundante recompensa y el cuento de la herencia. Conociendo mi avidez, abultaron el patrimonio de mi tío y prometieron entregármelo sin rodeos, si solucionaba el problema. Como el dinero nunca sobraba en mis bolsillos y encima el que se obtiene sin derramar sudor huele mejor, terminé aceptando. Mientras viajaba me preguntaba qué podría hacer para mediar entre un cuervo resentido y un pueblo aterrado: solo se me ocurría matarlo.
Apenas llegué fui directo a la estación para conocer al “majestuoso cuervo”, que mantenía en vela al pueblo entero, o lo que quedaba de él. Me pareció solo un avechucho y subestimé mi desafortunado destino pues, apresurado por regresar, no medí los riesgos. Decidí matarlo durante el atardecer, dado que los pueblerinos aseguraban que a esa hora se recostaba en el techo a contemplarlos. Dispararía desde adentro de la estación, la bala atravesaría el podrido machimbre y se incrustaría en su pecho. Sigilosamente entré, avancé a pesar del inmundo olor, levanté el cuello de mi camisa para paliar el aroma con mi propio perfume y me senté en el piso a esperar. Tal cual lo había planificado, cerca de la siete de la tarde la silueta del cuervo se traslucía por las maderas. Me coloqué en línea perpendicular y apunté con mi escopeta, lo tenía en la mira. De repente sentí un escalofrío, el pulso me temblaba. Me corrí el flequillo mojado de traspiración, bajé el cuello de la camisa y aguardé unos minutos hasta tranquilizarme. Por un momento dudé: un presentimiento me incitaba a marcharme, aunque mi ser racional me incitaba a disparar. Ganó este último y disparé…pero inesperadamente la bala chocó contra un tirante de hierro y rebotó. El ruido alertó al cuervo, que comenzó a graznar desesperadamente. La bala, que había rebotado y volvía con gran potencia, se incrustó en mi nuca. Sentí el impacto, caí boca abajo y no pude moverme. En aquel instante me dormí. Al despertar mis articulaciones entumecidas apenas respondían a mis órdenes. ¡Qué impresión cuando descubrí que no tenía brazos, sino alas negras como el betún! Primero pensé que estaba soñando y grité para despertarme pero únicamente fui capaz de emitir sonidos roncos, a los que mi tío contestó y sigue contestando.

5 Respuestas

  1. liliana dice:

    Nati felicitaciones!! me gusto mucho y me transporto hacia pueblos cercanos que hoy son la descripcion perfecta en tu cuento.

  2. Anabella dice:

    Que bueno! Muy entretenido, me pareció ágil, ocurrente, me fue sorprendiendo causandome inquietud y sonrisas al verme identificada con los tonos emocionales y el clima del lugar. Felicitaciones!

  3. Thelma dice:

    Me gustó la historia, muy buena la descripción de un pueblo que va siendo abandonado. Tiene metáforas muy buenas y el final, me encantó.

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