Solo un anillo

«No habré sido una buena hija, pero muy a pesar tuyo era, soy tu hija.» Se mira al espejo y se lo repite una vez más. «Ya lo hice. Creía que no iba a poder, pero lo hice. ¡Carajo! ¿Por qué me lo dijiste? Me llenó de rabia. De resentimiento. Estás muerta. Bien muerta. Ya no me vas a torturar con tus comentarios. Con ese tonito que siempre escondía reproches. No me arrepiento de lo que hice. ¿Por qué me arrepentiría? Nunca me hiciste sentir querida, aceptada. Sí. Como me lo dijiste mil veces: me borré, me desentendí de Mariana, ¡pero tenía quince años cuando la tuve! La criaste vos. Nadie te lo niega. Pero te apropiaste de ella. ¡Mierda! Siempre reprochándomelo. Haciéndome sentir un gusano, una basura. Y cargándome con culpa. Que debía ser “así” o “asá”. ¿Y qué conseguiste? Te veía y salía lo peor de mí. Por eso me fui con el Lucho. Y cuando volví, para llevármela, sentí que ya era tarde, que no me dejabas, que esperabas que siguiera jugando a la adolescente rebelde, con tal de que ella, mi hija, sí, mi hija, no tuya, mía, se quedara con vos. Atornillada a tu lado. Y bueno. Lo conseguiste. Me la ro-bas-te.» Sale del baño y se va hacia la cocina a prepararse un café. Quiere concentrarse en su sabor, disfrutarlo; pero algo en su interior la acecha, la persigue. «Mariana no me quiere y yo te odio. Envenenarte en pequeñas dosis. Lo pensé muchas veces. Pero claro, dependía de vos, de tu dinero y eso fue haciendo que la bronca terminara por enroscarse en mí, hasta asfixiarme. Lo que de verdad me jode es que no hiciste nada para acercarnos. Nada. No permitiste que me quisiera. Y encima… lo del anillo. Cómo no me iba a llenar de rencor. Me estabas negando. No era decente. No podías aplastarme como a una cucaracha, desconocerme y saltar sobre mí, para dejárselo a Mariana. Me sentí traicionada. ¿Solo un anillo? No. No. Era mucho más que eso. Era mi presencia en la familia. Mal que te pese, yo estaba. Yo estoy a pesar tuyo. Y pensar que cuando el Lucho tuvo la oportunidad de empeñarlo, yo te lo salvé. Claro, vos todavía confiabas en él y ese día quedamos solos en la casa, mientras te ibas al hospital. Me lo propuso. Empeñarlo claro. Yo le dije que no. Y mantuve el no. Se fue furioso dando un portazo. Pero el anillo quedó.» Siente el timbre. No se levanta. Su conciencia no le da tregua. «No tengo culpa. Claro que lo hice. Ni tu cáncer pudo conmoverme. No, no se trataba solo de un anillo… ¡Malditas tradiciones! Qué carajo me importa a mí la abuela, la mamá de la abuela, la abuela de la abuela… Ya no son nada. Yo tengo que aprender a vivir de nuevo. Con el presente. No con el pasado. Tengo que aprender a quererme. A quererme. Todavía me acuerdo cuando me contabas las historias familiares de todas y cada una de nosotras, las Suárez. ¿¡Y con esas historias pretendías mantenerlas vivas!? Pensar que en aquel tiempo yo te miraba embelesada, mientras, imaginaba ese “anillito” en la mano de mi abuela y luego en tu propia mano. Y yo también me veía teniéndolo algún día. Teniendo ese anillo.» Con el índice de la mano contraria, se frota sobre el lugar donde debiera estar este. «Claro, entonces era una niña. Pero crecí, mamá. Me volví grande. Grande, para ser como se me cante. Lamento no haber sido como querías. Y ya dejá de martillarme la cabeza reprochándome por las preguntas de Mariana, por la angustia de Mariana. ¿Sabés? Son eso. Son las preguntas y la angustia de ella. No las mías. Lo mío es la sensación de vacío. De náuseas, de vómito.» Hace frío. Un frío que hiere la piel. Mariana espera inútilmente que su madre le abra la puerta. Al fin, revolviendo en su bolso, encuentra la llave. No sabe porqué la puso en ese bolsillo que casi nunca usa, ni porqué el azar la colocó junto a la foto de Sandro, ese joven cantante ya consagrado, por quien Mariana siente la misma devoción que si fuera un dios. Pero encuentra la llave y se lo agradece. Entra y atraviesa el comedor. Aprovecha para descargar sobre la mesa sus apuntes de enfermería. No busca a su madre, no le interesa hablar con ella, solo quiere ir al dormitorio de su abuela. Acostumbrarse a respirar su ausencia y a atemperar el hielo de su alma. Ese hielo con el que enmascara su dolor. «Sufrió mucho el último tiempo, pobrecita», se lamenta recordándola con infinita tristeza. Y recordando también, su propio sufrimiento. La abuela era la persona que Mariana más quería en este mundo y ahora ya no está. Todo el cuidado que esperaba de su mamá, se lo dio su abuela. «Encima siempre trató de que yo la quisiera a mi vieja. ¿Quererla? ¡Como si fuera tan fácil! No podía quererla.

Abuela, te decía: -No me acuerdo haber jugado con ella, reírme con ella. ¿Quién me compraba caramelos? ¿Quién me llevaba a la calesita? ¿Quién me ayudaba con los deberes? ¿Quién, ah?
Encima, se borró. Como si la hubiera tragado la tierra. Ni una mísera carta escribió cuando se fue. Y te había robado plata, abuela. Yo lo sé. Yo misma la vi. Ella también me vio. Ahí terminé de darme cuenta. Yo era invisible para ella. Me ignoraba. Me crucificó con su indiferencia. Por eso nunca logré quererla. Nunca. A pesar tuyo, no pude quererla.
Antes no te lo dije, pero ahora sí: la plata fue para ese chorro que le daba vuelta la cabeza. Sí, lo del robo, abuela, fue para el “papito”, como ella lo llamaba. Y no una vez sino varias te robó. Para el “papito”. ¡Infeliz! A mí, a su propia hija, nunca quiso conocerme. La tía Elsa dice que ese hombre siempre fue un mal tipo. Nunca me quiso. Yo no tengo padre.»

Cuando la abuela empezó con los dolores, la única que ayudó a Mariana fue la tía Elsa. Entre las dos acordaron cómo cuidarla. Un día, la abuela le mostró la caja que estaba en el cajón de la cómoda: -Mariana, ¿te acordás todo lo que te conté de este anillo? Siempre ha estado presente entre nosotras. De abuela a madre, de madre a hija. No es mágico, pero tiende hilos con quienes ya no están. Quiero que cuando me vaya, vos lo usés. Queda en el estuche y cuando te lo pongás; pensá, sentí, que estoy a tu lado dándote fuerza, acompañándote. No es solamente un anillo. Soy yo. Es la familia protegiéndote, compartiendo con vos. «Eso me dijiste», recuerda, mientras sus pasos apesadumbrados la dirigen, en soledad, hacia el cuarto de su abuela. Mariana aún no lo sabe. Pero su madre sí. Y también sabe porqué lo hizo. Sabe que hace muy poco, mientras en la habitación del velatorio se respiraba un perfume opresivo; mientras algunos rezaban en el recinto por la paz de la abuela; apartada y sola, ella, sintiendo cómo la asfixiaban sus propios pensamientos, urdió su venganza. Abrazó dos rosas con un anillo que tapó con un moño. Y luego, secretamente, antes de que lo cerraran; colocó el arreglo en el ataúd que, horas después, terminaría enterrado. Bien enterrado. Llevándose con él, el peso de la traición.

2 Respuestas

  1. Daniel dice:

    Muy atrapante el relato, la trama familiar nos permite entender “la novela fliar. del neurótico” como lo dijo alguna vez, el padre del Psicoanálisis(S.Freud). El cuento y su final reflejan que cada sujeto es precisamente eso, con su correspondiente contexto.

  2. Federico Farías dice:

    Muy bueno, me gustó como destilaban veneno entre ellas.

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