Secretos (Mención Especial – Concurso Cuentos de la Biblioteca 2015)

Charles se contempló en el espejo. Tuvo que agacharse hasta que su rostro quedó contenido en el diminuto marco que estaba en el baño del departamento. Estaba encorvado, y los huesos de sus costillas parecían querer escapar a través de su pálida y delgada piel. Se observó entre los fragmentos del cristal roto. Estaba todo agrietado. Tal vez por un golpe. Se miró su mano y vio marcas, pero estas no eran recientes. Estaban cicatrizadas. Volvió su atención al rostro alargado. Los cabellos negros y las grises ojeras hacían un perfecto contraste con la blanca piel. Las retinas negras estaban contenidas en un mar de venas carmesí. Suspiró cansado y se dirigió al comedor. No soportaba mirarse al espejo, sin embargo, lo hacía todos los días. La otra sala lo recibió con un velador roto que estaba tirado al lado de un decrépito sofá, al cual le faltaban pedazos por donde se lo mirase. Las ventanas, al igual que la puerta, estaban barricadas con pedazos de mesa y de sillas. Algunas de ellas estaban arañadas, y una que otra marca tenía algo de sangre seca. Charles se echó sobre el sofá y miró el techo. Suspiró profundamente y cerró los ojos. El cansancio lo abrazó, y en segundos perdió el conocimiento, sumido en un profundo sueño. La nada lo calmó, o al menos así lo creyó. Se despertó de un salto cuando escuchó las voces. Su corazón latía desbocado dentro del pecho. Los latidos retumbaron como tambores en los oídos, amenazando con ensordecerlo. Miró a todos lados en busca de la fuente de los sonidos. Sabía que estaban allí con él, pero no los encontró. Cerró los puños con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos. Estaba agitado. Desesperado, corrió hasta la cocina y los buscó con la escasa luz del velador. Esta lograba colarse por el dintel sin puerta, extendiendo las sombras en el piso como si las pintara con carbón. Aguantó la respiración para poder escucharlos mejor, pero no lo logró. Se sentía abatido. Cuando volvió al comedor, los vio. La nena rubia e inocente estaba sentada un una pequeña silla rosa. No lo miraba. Dibujaba algo en un cuaderno. A metros de ella, un gurú fumaba apasionadamente de su narguile, y cada bocanada lo envolvía en una niebla de tabaco que parecía tener vida. El humo se contorneaba y recorría el cuerpo del viejo sin lógica alguna. Parecía respirar. Charles cayó de rodillas y comenzó a llorar. Miró al cielo y se preguntó: –¿Por qué no puedo descansar? –Tal vez es que necesitas hablar con alguien –escuchó la dulce vocecita proveniente desde el baño–. Tal vez necesitas contarle algo importante a otra persona, y aún no has encontrado alguien con quien te sientas a gusto. ¿Me lo quieres contar a mi? Si tú me cuentas tus secretos, yo te contaré los míos. Podemos ser amigos. ¿Quieres que dibujemos tus secretos? Traje lápices de colores. – le mostró un manojo de lápices de distintos tamaños que se le escapaban de entre los pequeños dedos. -–Descansar es no pensar –intervino el gurú desde el medio de una nube de humo. Su voz era ronca y grave–. El olvido es una bendición. Nos despoja de preocupaciones y obligaciones. Nos hace libres. Sólo debes dejarte abrazar por la tranquilidad de la noche y verás el mundo de otra forma. Lo verás tal como lo deseas. La niña se le acercó. Él sollozaba mirando el suelo. Sus pasos eran como simpáticas castañuelas que rompían con la oscuridad del lugar. Una hoja en blanco se deslizó frente a su mirada, y luego lo hicieron un par de lápices. –Algunas veces a uno le resulta más fácil dibujar lo que las palabras no puede decir –dijo la nena. Algo en su voz cambió. Charles levantó la vista contrariado y se encontró con una nena de unos doce años. No era otra persona, sino que era la misma niña, aunque lucía más grande. Sentía el desconcierto en su mente tan vívidamente como un golpe en el rostro. No entendía cómo había crecido en tan poco tiempo. Abrió su boca para formular una pregunta, pero nada salió. Sólo un grito mudo. –¿Es esa niña otra vez? –preguntó el gurú interrumpiéndolo. Charles lo observó. Seguía sentado en el sofá, cómodamente echado, con un turbante rojo y aquellos ojos negros como la noche. Sonrió, y una hilera despareja de dientes amarillos se reveló ante él, como diminutos pilares de decadencia. En un acto reflejo, Charles rozó su lengua contra los dientes, para comprobar que aquellos no estuviesen en las mismas condiciones que los del viejo. El gurú inspiró una enorme cantidad de humo y lo liberó en una prolongada bocanada. El humo bajó por su cuerpo y toco el piso para luego acercarse a Charles con movimientos ofídicos. Sin apresurarse, disfrutando de la caza, acortó la distancia hasta que lo alcanzó. Trepó por él, recorriéndole el cuerpo con etérea firmeza, hasta que ingresó en la nariz. La sensación fue avasallante. La piel se le erizó y los músculos se relajaron de golpe, como si él ya no tuviese dominio de sí mismo. –Se siente bien no pensar, ¿no es así? –preguntó el gurú con satisfacción. Sabía la respuesta mejor que él– No necesitamos a nadie más. Estamos bien así. –No es tan difícil, ¿lo ves? –dijo la niña, obligándolo a mirarla. Otra vez había cambiado. Ya no era una niña, era una adolescente de unos diecisiete años. Era bella, y algo en su mirada lo reconfortaba. La joven tomó un lápiz rojo y dibujó una nena en el papel. Charles vio el dibujo y un acceso de tos se adueñó de él. El humo lo abandonó violentamente, huyendo de sus pulmones. La niña le acercó un lápiz azul a la mano y él dibujó. Al principio, sólo trazó líneas sin sentido, pero luego estas adoptaron formas conocidas. Charles dibujó a un hombre y una mujer al lado de la nena de rojo. Luego dibujó un auto en el suelo, el papel ya no le era suficiente. Los trazos se unieron en más formas. Un auto, luego un camión, y a continuación, nada. Por unos segundos Charles se quedó inmóvil y alternó su mirada entre los dibujos y el gurú, quien sonreía con macabra satisfacción. Sin sacarle los ojos de encima, el viejo inspiró tanto humo, que Charles pensó que podría llenar la habitación con esa bocanada. –Termina lo que has comenzado –dijo la joven con algo de miedo en su voz. Él sintió esa inseguridad y siguió dibujando mientras la serpiente de humo se le acercaba otra vez. Primero una calle, luego un hombre con un punto en su frente, y un extraño gorro en su cabeza que se cruzaba delante del auto. Por último, un camión. Cuando contempló lo que había dibujado, rompió en llanto y tachó a la mujer y a la nena. Apretó tan fuerte el lápiz, que este se rompía a medida que continuaba rayando el suelo. Con desesperación, Charles tachó todo lo que había dibujado, todo excepto por el dibujo del hombre de la familia. Mientras lloraba miró al techo en un pedido de ayuda, la pena era devastadora. Sintió cómo la serpiente de humo trepaba por su pierna. Deseaba ese humo que lo hacía olvidar. Necesitaba no pensar. Una mano tocó su hombro, se sentía raro, algo extraño. El humo estaba en su pecho y continuó subiendo. La joven lo miró con ojos llorosos. –Mamá y yo estamos bien. No nos has lastimado. El que murió en el accidente fuiste tú, papá. 

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4 Respuestas

  1. Ángela Pelaez avatar Angie dice:

    Excelente cuento. Mantiene la tensión durante todo su desarrollo. Final inquietante. Felicitaciones.

  2. Guadalupe Caldo dice:

    El misterio te atrapa hasta el final.

  3. Chaly Chiappero dice:

    Un cuento que nos hace pensar y nos deja inquietos.

  4. Natalia Camaño dice:

    Buena tensión. Descripciones logradas. Felicitaciones

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